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«Adelante», oyó primero la dura voz al otro lado de la puerta, y en seguida, cuando entraba, el leve olor de Inés se perdió en un perfume desconocido y denso que lo ocupaba todo, como si también formara parte de la presencia no visible, de la encerrada soledad y las ropas y muebles de otro tiempo que envolvían a dona Elvira. «No es el olor de una mujer», pensó, sino el de un siglo: así olían las tosas y el aire hace cincuenta años. Sin levantar los ojos, Inés hizo una vaga reverencia y dejó la bandeja en una mesa próxima al ventanal. «Márchate», dijo doña Elvira, y no la miró, porque había estado observando a Minaya desde que entró y aun cuando él la ayudaba a sentarse junto a la mesa del té siguió mirándolo en el espejo del armario, torpe, solícito, inclinado sobre ella, consciente del silencio que no sabía cómo romper y de los ojos fríos y sabios que ya lo habían juzgado.

– Te pareces a tu madre -dijo, contemplándolo despacio detrás del humo y de la taza de té-. Los mismos ojos y la boca, pero la manera de sonreír es de tu padre. Así sonreía mi marido y todos los hombres de su familia, y hasta tu abuela Cristina, que era tan guapa como tú. ¿No has visto el retrato suyo que tiene mi hijo en su dormitorio? Sonreís para disculpar vuestras mentiras, ni siquiera para ocultarlas, porque habéis carecido siempre del sentido moral necesario para distinguir lo que es justo de lo que no lo es, o para que eso os importe. Por eso mi pobre marido se disculpaba antes de cometer un error o de decir una mentira, nunca después. No había nada para él que no le pudiera ser perdonado. Nunca fue su sonrisa más candida ni más encantadora que cuando me informó de que había vendido una finca de mil olivos para comprarse uno de esos automóviles italianos, Bugattis, les decían. Se fue con él y con una golfa a Montecarlo y volvió al cabo de un mes sin automóvil ni golfa, y por supuesto sin un céntimo, pero vino con un smoking correctísimo y un ramo de gladiolos y sonrió como si hubiera viajado hasta la Costa Azul exclusivamente para comprarme las flores. Mi hijo, en cambio, ni siquiera ha sabido nunca sonreír como su padre, o como el tuyo, que también era un embustero peligrosísimo. Se ha equivocado tanto como cualquiera de ellos, pero con toda la seriedad del mundo, como si comulgara. Se fue voluntario a ese ejército de hambrientos que nos habían quitado la mitad de nuestra tierra para repartírsela y por poco pierde la vida peleando contra los que de verdad eran los suyos, y por si fuera poco se casó con aquella mujer que ya era plato de segunda o de tercera mesa, tú me entiendes, y hasta quería irse a Francia con ella. Pero estoy segura de que tú no eres del todo como ellos, como mi marido y mi hijo y el loco de tu padre, o como tu bisabuelo, don Apolonio, que les contagió a todos su trapacería y su locura, pero no su capacidad de ganar dinero. Todos embusteros, todos bárbaros o inútiles, o las dos cosas al mismo tiempo, como mi marido, que ojalá Dios lo tenga en su gloria, pero que si tarda algunos años más en morirse nos deja en la miseria, con esa manía que le entró por coleccionar primero caballos de pura sangre y luego mujeres y automóviles. Por eso hizo tantas amistades con Alfonso XIII cuando era diputado. Tenía las mismas aficiones y ninguno de los dos se molestaba en ocultarlas. A lo mejor tu padre te contó que cuando el rey vino a Mágina el año veinticuatro estuvo una tarde tomando el té con nosotros, en esta casa. Pálidos de envidia se quedaron los títulos viendo la familiaridad con que trataba el rey a mi marido, que al fin y al cabo era el hijo de un indiano sin más blasones que los que le inventaba tu abuelo José Emilio Minaya, el poeta, que yo creo que fue el único que lo pudo engañar, con lo candido que parecía, porque le sacó quinientas pesetas para editar aquel libro de versos y se llevó a su hija, aunque no su herencia. La última noche de su visita a Mágina, Alfonso XIII desapareció, cosa que al parecer tenía por costumbre, y nadie, ni la reina ni don Miguel Primo de Rivera, que había venido con él, ni los militares de la escolta sabían dónde encontrarlo. A las dos de la madrugada me despertó el teléfono. Era Primo, tan nervioso que no parecía borracho. «Elvira, ¿se encuentra Su Majestad en tu casa?» «Pero don Miguel», le dije, «¿cree vuecencia que si el rey estuviera aquí yo me habría acostado?» ¿Y sabes dónde estaba? En «La Isla de Cuba», que ya entonces era el único cortijo que nos quedaba, invitando a champán a dos golfas de lujo que le había buscado mi marido, que yo creo que disfrutaba más haciendo de tercero para sus amigos que de gallo de pelea. Volvió al amanecer, se desnudó con la misma naturalidad que si viniera de la Ópera y me dijo antes de dormirse: «Verdaderamente, querida, Su Majestad es un sportman.-»

La risa de doña Elvira, le explicó luego a Inés, una carcajada corta y fría rompiéndose como una copa de vidrio y brillando por un instante en aquellos ojos que ignoraban la complacencia y la ternura, abiertos e inflexibles y duramente afilados por la lucidez del desprecio y la cercanía de la muerte. La piel tensa y translúcida en las sienes, los bordados blancos en los puños y en el cuello para esconder de sí misma y de los espejos los peores estragos de la vejez. De sus manos sólo podían verse los cortos dedos afilados que arañaban la mesa o ceñían la taza para que su temblor no se advirtiera.

– No, tú no eres como ellos. Eres más guapo y más inteligente, y las dos cosas se las debes a tu madre, porque tu padre, el muy estúpido, nunca se consoló de haber nacido desheredado, y no hizo nada para darle a ella la vida que se merecía. ¿En qué andaba cuando se mató?

– En algo de inmobiliarias. Decía que iba a ganar mucho dinero. Se compró un coche.

– ¿Era un negocio limpio?

– Lo parecía. Pero después de su muerte embargaron hasta los muebles. Tuve que buscar trabajo y mudarme a una pensión.

– De vez en cuando, antes de que os fuerais a Madrid, venía a mí para lamentarse de su mala suerte y pedirme dinero para sus negocios, sin que tu madre lo supiera. Nunca le di un céntimo, por supuesto, entre otras cosas porque aunque me hubiera fiado de él, que nunca cometí ese error, no tenía nada que darle. Mi marido se lo dejó todo a Manuel, esa fue otra de sus bromas, la última. Por ahí anda todavía una copia de su testamento. «Declaro heredero universal de todos mis bienes a mi hijo Manuel», decía, para que no se rompiera no sé qué tradición, que desde luego era falsa, y a mí me legaba un cuadro, exclusivamente un cuadro. «A mi muy amada y fiel esposa María Elvira dejo el retrato del reverendo padre Antonio María Claret, de quien la sé muy devota.» No lo hizo por vengarse, sino por seguir riéndose de mí después de muerto. Pero he sido yo quien ha salvado esta casa, y si aún nos queda un poco de tierra y algún capital en el banco no ha sido gracias a mi hijo, que nunca se ocupó de nada y siempre anduvo tan avilanado como ahora, sino a mí, que llevo cuarenta y cuatro años luchando por conservar lo que mi marido no tuvo tiempo o ganas de malvender para costearse sus antojos. Mira esos libros. Sobre ellos paso las noches enteras revisando las cuentas del administrador, que es un sinvergüenza y me engaña si me descuido. Como sabe que estoy mal de la vista, hace los números cada vez más pequeños, pero yo he comprado una lupa y puedo ver con ella hasta lo que no está escrito. Nunca ha habido un hombre que pueda engañarme, y no lo voy a permitir ahora, en la vejez. Tampoco puedes tú, pero lo sabes. Cuéntame por qué has venido.

Ésa era la pregunta y el reto escondido y el punto final a donde conducían todas sus palabras, no una confesión, sino un crudo desafío en el que ella, después de mostrar sus armas, apartaba a un lado la simulación y las palabras igual que un jugador limpia la mesa para dejar un solo naipe y darle luego la vuelta con brusca lentitud. Ésa era la única pregunta y la única razón para que ella lo hubiera recibido, y Minaya la había estado esperando desde que entró en la habitación, mucho antes, desde que Inés le anunció la orden de la señora y el momento designado para la audiencia. Esta tarde, a las cinco, había dicho doña Elvira, y él anduvo toda la mañana calculando el tono y las palabras precisas y el modo en que debería presentarse, dócil, le advirtió Manuel, porque ella lo miraría buscando la confirmación de una antigua amenaza que alguna vez, pero no siempre, se llamó Mariana o Jacinto Solana, bien vestido y peinado como ella imaginaba que debía vestir y peinarse un joven de dignidad evidente, aunque de escasa fortuna, pero no tan impecable o servil que doña Elvira pudiera sospechar el uso premeditado de una máscara.

– Antes de que tú hayas podido verla -dijo Manuel, mientras comían- ella te habrá mirado de la cabeza a los pies, sobre todo el cuello, los puños y las manos, porque siempre ha dicho que en el cuello y en los puños de la camisa se puede averiguar si un hombre es o no un caballero. Desde que llegaste ha estado haciendo preguntas sobre ti, a Inés y a Amalia, e incluso a Medina, cuando sube a reconocerla, pero sobre todo a Teresa, que le tiene miedo y se siente como hipnotizada cuando mi madre le habla. Ya lo sabe todo sobre ti, y por supuesto a lo que has venido, pero quiere oírlo de tus labios, para decidir si eres un peligro.

Y ahora estaba sentado frente a ella, frente a su única pregunta, sirviéndose un poco más de té frío para mentir o prolongar una tregua y mirando durante diez segundos larguísimos, antes de responder, el jardín ganado por la oscuridad y los tejados y el cielo donde aún era de día. Quiero escribir un libro, dijo por fin, sobre Jacinto Solana, previendo la mueca o el herido rechazo, pero no la risa que volvió a sonar como un estrépito de huesos y se extinguió en seguida.

– Solana. Ese Solana. Nadie ha pronunciado su nombre delante de mí en los últimos veinte años. Pensaba que gracias a Dios ya se había borrado para siempre del mundo y ahora vienes tú a decirme que vas a escribir un libro sobre él, como si se pudiera escribir sobre nada, sobre un fraude. Pero era tan embustero que después de morir ha seguido mintiendo igual que mintió desde que era un niño hasta el día que lo mataron. Así que también te ha engañado a ti como engañó a mi hijo y a su propia mujer, que se quedó esperándolo durante diez años sin que él le enviara una sola carta ni le dijera que se iba cuando la abandonó. Pero muchos años antes había engañado a mi marido. Tal vez no sepas que fue él, mi marido, el único responsable de que ese Solana saliera del estiércol y tuviera una instrucción que nunca les hizo falta a los de su clase. Había una especie de junta benéfica o algo así que todos los años hacía unas pruebas a los niños de las escuelas para pobres y seleccionaba a los más aventajados para costearles los estudios en los Escolapios. Mi marido, que entonces era diputado por Mágina, presidía esa junta, y fue su voto el que decidió la suerte de ese Solana y la desgracia de mi hijo. Un gran escritor, decían que era, pero yo no vi nunca un libro firmado por él, ni siquiera ése que parecía estar escribiendo cuando volvió de la cárcel para vivir a costa nuestra, primero en esta casa y luego en «La Isla de Cuba». Las cosas de la guerra iban olvidándose, y Manuel, que se salvó de morir en la cárcel gracias al apellido que lleva, parecía haber recobrado la sensatez, o al menos ya no se le notaba la locura que lo empujó a hacerse comunista o republicano o lo que quiera que fuese, que yo creo que ni lo sabía él mismo, y a contraer aquel matrimonio absurdo. Todos pensábamos que Solana estaba muerto o que había escapado al extranjero. Pero volvió. Volvió diciendo lo mismo que había dicho siempre, que iba a escribir un libro, aunque a mí no me engañó. «No te señales, Manuel», le decía yo a mi hijo, «ese hombre es un ex presidiario y te va a buscar otra vez la ruina». Yo sabía que iba a pasar algo malo y estuve esperando el desastre hasta que vinieron unos guardias civiles para decirme, muy educadamente, eso sí, porque el teniente coronel era familia mía, que tenían que registrar la casa e interrogar a Manuel, porque ese amigo suyo, Solana, había matado a dos números en «La Isla de Cuba». Ése era el libro que estaba escribiendo, y por cierto que nadie lo pudo encontrar después. Usaba el cortijo para reunirse con sus cómplices, una cuadrilla de esos bandidos rojos que andaban entonces por la sierra. Y a Manuel lo volvieron a sacar de la cama de madrugada para llevárselo esposado al cuartelillo. Otra vez tuve que echarme el velo sobre la cara y humillarme llamando a las puertas de los que habían sido mis amigos para salvarlo de la muerte o de una condena que lo hubiera matado un poco más despacio. ¿Y sabes qué fue lo primero que hizo cuando se vio en la calle? Buscar en el depósito de cadáveres a su amigo y costearle un entierro y una lápida de mármol. Allí está todavía, supongo, en el cementerio, por si lo quieres visitar. Manuel nunca sube a verme, pero todos los años va a llevar flores a la tumba de su amigo del alma y a la de aquella mujer que le trastornó la vida. Y que le quitó su honor, si he de decirlo todo.