No le dijo adiós ni le ordenó que se marchara, sólo dejó de verlo u olvidó que no estaba sola y sus palabras se apagaron en un silencio muy lento, igual que se apagaban sus rasgos en la misma penumbra que ya borraba las formas de los muebles y las esquinas de la habitación, subiendo desde el jardín, desde los corredores vacíos y las salas que Minaya debía cruzar a tientas en su regreso como un viajero a quien la oscuridad sorprende en la espesura de un bosque donde no hubiera caminos, sino puertas cerradas. Puertas solas, suspendidas en el aire, herméticas como el libro que buscaba Minaya y que tal vez nunca fue escrito. Puertas entornadas que invitan a pasar y luego se cierran como por un súbito golpe de viento a la espalda de quien se atrevió a cruzarlas. Se levantó sin hacer ruido y murmuró una disculpa o una despedida, pero la mujer pequeña y enlutada siguió mirando el jardín con las manos juntas en el regazo y la espalda rígidamente erguida, como si posara para una fotografía.
– Tú no eres como ellos -dijo, y desde arriba era más pequeña y casi vulnerable, con sus agudos huesos bajo la piel y los bordados blancos sobre el terciopelo de luto-. Vuelve a verme cuando quieras.
Cuando ya salía la vio de perfil, la silueta oscura y el pelo blanco deslumbrado contra la claridad pálida del ventanal y el púrpura y el opaco azul del anochecer en los tejados. Cerró despacio, y al volverse encontró los ojos claros y fijos de Inés, que parecía haber estado esperando a que él saliera y traía en la bandeja de plata la cena que tampoco esa noche iba a probar doña Elvira. También él vencido y oscuro bajo las mantas donde yace un cuerpo enfermo, lo imagino, también él mirando el techo o la penumbra o la leve luz que viene desde las cortinas que alguien entornó antes de dejarlo solo. Hay frascos con medicinas sobre la mesa de noche y queda en el aire el olor del alcohol que usó Medina para desinfectar la aguja. Ha cerrado su maletín sobre los pies de la cama, moviendo despacio la cabeza, las manos que tan delicadamente levantaron del estiércol la nuca de Mariana, como si no quisiera despertarla. Ha mirado su reloj y ha vuelto a guardarlo en el chaleco, estudiando a Manuel, que parece dormido, pero que lo está viendo alto y lejano desde una bruma no de dolor físico, sino de melancolía, dispuesto a cerrar los ojos para no dormir y rendirse a la última luz del día que se va apagando en la plaza y en las cortinas blancas del balcón con la misma dulce lentitud con que él desea extinguirse, ojalá esta misma noche, piensa, sin sobresalto ni premura, con los ojos cerrados, con el retrato de Mariana y el de su tía Cristina asistiéndolo con su grave presencia de testigos sigilosos. Por un momento ve a «Medina o lo sueña tal como era en 1937, delgado y con bigote negro, con su uniforme de capitán, inclinándose no sobre él, sino sobre el cuerpo de Mariana, que lleva un camisón translúcido y tiene una mancha roja y circular en la frente. Medina, otra vez lento y pesado, aprieta su mano un instante y luego sale de la habitación, y se oye su cautelosa voz hablando con alguien, Teresa o Amalia, en el pasillo. Ahora Manuel se ovilla de costado y sube el embozo hasta taparse la boca, de espaldas al balcón, fijo en las molduras del armario, que la noche disuelve. Como único rastro le queda en el pecho un vago dolor muscular que es la mano quieta, el tranquilo reptil que ni siquiera duerme bajo sus párpados cerrados. Sólo espera el día definitivo y próximo, la hora en que subirá por el costado izquierdo rozando el tibio tejido rosa de los pulmones y luego rodeando el corazón antes de oprimirlo, cerrando en torno a los latidos del miedo el anillo de la asfixia, como un ciego animal que hubiera sido incubado en el pecho de Manuel treinta y dos años atrás para cumplir día tras día el plazo larguísimo de la angustia y de la deseada muerte. Había pasado la tarde en la biblioteca, sin hacer nada, sin voluntad ni aun para subir las escaleras del palomar, esperando que volviera Minaya de su visita a doña Elvira, y tal vez había sido el desasosiego de la espera y de los cigarrillos la causa de que se reavivara la antigua herida cerca del corazón, como un camino que precisa su línea blanca en la creciente luz del amanecer. Qué le dirá de mí, pensó, de todos nosotros, temiendo menos el odio de su madre que la forma en que lo estaría mostrando ante Minaya, la indiscreción, la muy probable calumnia. Como a cada minuto era más indudable la cercanía del dolor en el pecho -ahora el reptil o la mano se alojaba en el estómago y tanteaba hacia arriba, avivado por el coñac y el tabaco-, Manuel se puso el abrigo y el sombrero y tomó el bastón de bambú que había sido de su padre para salir a la calle camino de los miradores de la muralla. Pero no había tregua, porque el miedo y el dolor ya le subían por las venas como una sola cuchillada, ya le acuciaban el aliento y abrían ante sus pies un foso que lo dividía del mundo y lo dejaba solo con la mordedura del espanto. Bajaba lento y anacrónico por la calle Real, muy cerca de las paredes, cediendo la acera a las señoras, a las que saludaba, cuando creía conocerlas, tocándose el ala del sombrero con un ademán ausente y del todo involuntario, pero no le bastaba el aire de la calle para mitigar el incesante latido que restallaba en su corazón y en sus sienes, y la mano oscura que le oprimía el pecho llegaba a veces a detener en un instante de vértigo el flujo de la sangre. Apoyándose en las paredes pudo alcanzar la plaza de Santa María, y al sentir en el corazón el picotazo último y la bofetada de sombra que lo derribó sobre las losas recordó una mañana de abril en la que esa misma plaza y su escenografía de palacios y campanarios lejanos le parecieron más ilimitadas que nunca, porque Mariana, con una blusa blanca y unas sandalias de verano, venía hacia él sonriendo desde la fachada del Salvador. Fue esa misma imagen, intacta, la que halló ante sí cuando despertó de su breve muerte sin saber quién era ni en qué parte del mundo estaban la habitación y la cama donde yacía. Oyó voces, palomas, las notas de una extraña habanera que no terminaba nunca, oyó, mientras lo vencía el denso letargo de los calmantes, voces de niñas que cantaban en la plaza el romance fúnebre de Alfonso XII y doña Mercedes, y en las aguas aún no abismales del sueño la melodía de la habanera se enredaba a las voces de la canción infantil, a los pasos ya nocturnos en el corredor y al murmullo como de hospital y vigilia que le llegaba del otro lado de la puerta.
– Se ha dormido -dijo Teresa, volviendo a cerrarla con extrema cautela. Minaya y Medina fumaban junto a las cristaleras oscurecidas de la galería, hablando en ese amortiguado tono de voz que se usa en las iglesias y en la proximidad de los enfermos.
– Lo peor que le ocurre a su tío, muchacho, no es que beba y fume y haga esfuerzos excesivos para la fragilidad de su corazón, sino que no desea vivir. Entiéndame: cuando se llega a una edad como la que Manuel y yo tenemos, vivir va siendo un acto de la voluntad.
Inés pasó junto a ellos con la bandeja intocada de doña Elvira y miró un segundo a Minaya con un gesto tan rápido que se le antojó irreal. La vio alejarse con su tintineo de porcelana y plata, como un perfume o una música que fueran tras ella y la anunciaran.
– Usted habla de voluntad, pero mi tío tiene una lesión cardiaca desde que aquella bala le rozó el corazón.
– Amigo mío… -Medina, sonriendo, tomó del suelo su maletín, dispuesto a marcharse-. Manuel me ha dicho que usted es una especie de literato, así que quizás entenderá lo que voy a decirle. En mi oficio uno se vuelve muy escéptico con los años, y descubre que en ciertos casos el corazón y sus dolencias son una metáfora. El primer ataque serio lo tuvo Manuel al día siguiente de la muerte de Mariana. Fue entonces cuando empezó su verdadera enfermedad, y no se la produjo la bala que usted dice, sino la misma que la mató a ella.
Bajaron en silencio, procurando que sus pasos no resonaran en el mármol, no tanto para respetar el sueño de Manuel como para no incurrir en una incierta profanación. En el patio, Medina estrechó ceremoniosamente las manos de Teresa y Amalia y aceptó el sombrero y el abrigo que Minaya le tendía con la sosegada gravedad de un sacerdote que se inviste de su capa litúrgica en la puerta de la sacristía. Estaban solos, en el zaguán, y únicamente entonces se atrevió Minaya a hacer la pregunta que lo había estado inquietando desde que bajaron de la galería. Quién la mató, dijo, arrepintiéndose en seguida, pero no había reprobación en la mirada de Medina, sí una tranquila extrañeza, como si lo sorprendiera descubrir que al cabo de tantos años aún quedaba alguien que seguía haciendo esa misma pregunta.
– Había un tiroteo en los tejados, al otro lado de la casa, sobre los callejones a donde da el palomar. Una patrulla de milicianos andaba persiguiendo a un faccioso, al que por cierto no llegaron a detener. Mariana, que estaba en el palomar, se asomó a la ventana cuando oyó los disparos. Uno de ellos vino a darle en la frente. Nunca supimos nada más.
Pensaba en Medina mientras subía a tientas los últimos peldaños hacia el palomar, sin atreverse todavía a encender la linterna, en Medina, en sus tardos ojos, que habían visto a Mariana tapada apenas por el camisón bajo cuyos pliegues de seda se traslucía la leve sombra del pubis, en su manera de limpiar tan despacio los cristales de sus gafas o de buscar en su chaleco el reloj que usaba para administrar con igual mesura el tiempo de sus visitas y el tránsito de su vida hacia una vejez tan irreparable y mediocre como la tiranía que alguna vez combatió y ahora toleraba -sin aceptar la sumisión, pero tampoco la vana certeza de que presenciaría su caída- como se tolera una enfermedad incurable. Algunas noches, después de la partida de cartas en el gabinete, cuando los demás se habían retirado, Medina se demoraba en apurar su última copita de anís y permanecía sentado en silencio frente a Manuel, que recogía la baraja contando los naipes sobre el tapete con aquel aire suyo de ausencia, como si contara monedas. Al principio, desde su dormitorio, Minaya escuchaba el silencio, acaso la tos de Medina o unas palabras en voz baja que casi nunca llegaban a ser una conversación, preguntándose por qué los dos hombres seguían allí sin hacer nada, el uno frente al otro, fumando bajo la luz de la lámpara que los encerraba en una campana cónica de silencio y humo. Pasada la medianoche, Medina preguntaba algo a Manuel, que asentía, y luego se escuchaba un rumor como de pitidos y papeles rasgados, de voces que se interrumpían o eran anegadas por una babel remota de palabras en idiomas extraños. «Es inútil», dijo Manuel, «hay muchas interferencias esta noche, y no puedo encontrarla». Y entonces, cuando ya estaba a punto de dormirse, despertó a Minaya la música del himno de Riego, y supo lo que mucho antes debió haber adivinado: que Manuel y Medina permanecían hasta esa hora en el gabinete para escuchar Radio Pirenaica. «Desengáñate, Manuel», le oyó decir una noche a Medina, «ni tú ni yo veremos la Tercera República. Estamos condenados a Franco del mismo modo que a envejecer y a morir». «Entonces, ¿por qué vienes todas las noches a oír la Pirenaica?» Medina se echó a reír: tenía una risa sonora y episcopal. «Porque me gusta el himno de Riego. Lo rejuvenece a uno. La marcha esa de Franco es para entierros de tercera.»
Después de arrodillarse junto a Mariana y comprobar que no le latía el pulso, Medina se incorporó, limpiándose las rodilleras de su pantalón militar. La muerte ha sido instantánea, dijo, pero nadie prestó atención a sus palabras. Junto a la puerta, imaginó Minaya mientras deslizaba por las paredes el círculo de la linterna, estarían los otros, doña Elvira, de luto, Manuel, Amalia, tal vez Teresa, si es que entonces ya trabajaba en la casa. Utrera, Jacinto Solana, mordiéndose los labios, deseando ciegamente morir. Al llegar a la ventana sin cristal ni postigos la luz de la linterna se dispersa en un pozo de noche, y luego, muy débil, su círculo alumbra el tejado del otro lado del callejón. Acodado en el alféizar, Medina vio a dos guardias de Asalto que gateaban difícilmente por el alero próximo, con los fusiles al hombro, examinando las tejas rotas. «Aquí hay un rastro de sangre, mi capitán», le dijo uno de ellos. «Los milicianos dicen que el fascista se parapetó detrás de la chimenea y que hizo fuego desde aquí.» En la oscuridad, Minaya, que había apagado la linterna porque su luz desasosegaba a las palomas, creyó oír pasos, imaginó que crujían los peldaños de la escalera y que alguien iba a descubrir su inútil indagación, pero los pasos y el miedo no eran sino la forma que cobraba en su conciencia la culpa, la invencible y secreta vergüenza de ser un impostor que lo había perseguido durante toda su vida y que ahora, en la casa, en los lugares del tiempo donde clandestinamente se atrevía a internarse, lo acuciaba más que nunca. Duermen ahora, pensó, mientras yo subo como un ladrón a este lugar que no me pertenece y alumbro con la linterna un espacio vacío, duermen o a lo mejor no duermen nunca y están con los ojos abiertos en la oscuridad escuchando mis pasos sobre sus cabezas. Por un momento, los murmullos de las palomas dormidas y el rumor de la sangre en sus sienes le parecieron la respiración unánime de todos los que dormían o no dormían en las habitaciones de la casa. Sobre los tejados, en el centro de la ventana, había una media luna precisa y frágil como la ilustración de un cuento. Minaya cerró la puerta del palomar y bajó a tientas la empinada escalera. Sólo uno de los faroles de la galería estaba encendido, y su luz proyectaba ante Minaya su propia sombra larguísima. La conversación de la tarde con doña Elvira, la recaída de Manuel, el tiempo pasado a oscuras en el palomar, lo habían sumido en un estado de singular fatiga y excitación nerviosa que le negaban de antemano la posibilidad del sueño. Su imagen súbita era la de un sonámbulo en los altos espejos de la escalera. Pero cuando llegó al patio supo que no iba a estar solo en la biblioteca. Bajo la puerta se deslizaba una raya de luz, y en un sillón, junto al fuego, con los labios pintados, con el pelo suelto sobre los hombros y un cigarrillo y un libro en las manos, estaba Inés, que lo miró sin sorpresa, sonriendo, como si hubiera estado esperándolo, sabiendo que vendría.