Orlando debiera haber sobrevivido para dibujar a Inés igual que había dibujado a Mariana. Él, que nunca deseó a las mujeres, pero que tampoco fue indiferente nunca a la hermosura de un cuerpo, habría sabido dibujar en exacto equilibrio las líneas frías de su perfil y de su figura y la pasión que incitaban: el lápiz trazando con distante ternura la nariz y la barbilla de Inés, sus labios, sobre el papel blanco, la moldura de sus manos y de sus tobillos, la sonrisa invisible que a veces le iluminaba los ojos y que nunca la cámara más atenta hubiera logrado fijar en una fotografía, porque era una sonrisa interior, como la que provoca muy levemente el coletazo de un pez en la superficie de un lago. Pero aquella noche, cuando Minaya la encontró en la biblioteca, ni tampoco los días y madrugadas que la precedieron, no hubiera bastado la línea del lápiz sobre el blanco intacto para dibujar a Inés, deseada por dos hombres que situaban su cuerpo en el fiel de una simetría oscura. Un trazo rojo y único en la sonrisa, una mancha roja o rosa en sus labios, la misma que dejaba el carmín en las toallas de su habitación de criada, cuando se encerraba con llave para maquillarse frente a un espejo colgado en la pared, como en un ensayo secreto o una breve representación que sólo destinaba a sí misma, pues al final, cuando había logrado peinarse y pintar sus labios de un modo que la satisfacía, volvía a recogerse el pelo y se borraba el carmín con una toalla húmeda para regresar silenciosamente a su primera y hermética simulación.
Muy pronto el juego adquirió nuevos atributos: le gustaba pintarse, y también mirarse desnuda en los espejos de los armarios, y bajar a la biblioteca cuando estaba segura de que nadie iba a sorprenderla para repetir una escena que había envidiado en ciertas revistas de modas. Sentada junto al fuego, con una copa que nunca llegaba a apurar y un cigarrillo hurtado de la pitillera de Manuel, leía a la oblicua luz de una lámpara baja, absorta en las aventuras que le ofrecía el libro, pero consciente al mismo tiempo de cada uno de sus propios gestos, como si pudiera verse en un espejo. Al oír la puerta cerró el libro, señalando la página en que se había detenido con un peculiar deslizamiento de los dedos que Minaya no dejó de advertir, porque tenía la cualidad de una caricia, y contempló con ironía y ternura la sorpresa del recién llegado. Era preciso que sucediera allí, en la biblioteca, y en ningún otro lugar, a esa hora y con esa luz que invitaba y parecía acentuar los rasgos de Inés y el perfume inédito que distinguió Minaya entre los olores usuales de la madera y de los libros. Era fácil, esa noche, imaginar lo que estaba sucediendo, calcular los pormenores de la escena y las palabras con que la contaría luego Inés, interrumpiendo los besos para añadir un detalle menor: el modo en que Minaya se sentó frente a ella, sin mirarla aún, buscando el tabaco, su transitoria fuga, preguntándole por el libro que leía, anegado por el pavor y el vértigo de saber que Inés se había pintado los labios y peinado de aquella manera nueva y deslumbrante su pelo castaño para esperarlo únicamente a él, a las dos de la madrugada. Sentada en el sillón, con las piernas extendidas para que los talones se apoyaran en el lugar preciso donde él tenía que sentarse, con aquel cigarrillo inexplicable en los labios, pues no sabía fumar y cada vez que expulsaba el humo le venía esa tos de los catorce años y los cigarrillos clandestinos.
– Has estado en el palomar.
– ¿Me has visto?
– He visto las plumas que se te han quedado en el jersey.
– ¿Tú lo ves todo?
Nunca hasta entonces había visto esa sonrisa en los ojos y en los labios de Inés, o acaso sí, recordaría luego: esa misma mañana, cuando estuvieron hablando de La Cartuja de Parma y ella, en el compartido entusiasmo por las aventuras y el coraje de Fabrizio del Dongo, por un instante le sonrió como al cómplice de una pasión secreta. Hablaba de Fabrizio como de Errol Flynn, porque su imaginación literaria se había educado visualmente en las películas en color de los domingos por la tarde, y al leer un libro adelantaba el perfil con la misma atenta avaricia que si contemplara la pantalla iluminada. Desde que a las diez de la mañana la vio entrar en la biblioteca, como todos los días, con el plumero de limpiar el polvo y el delantal blanco ceñido a la cintura, sus gestos habían adquirido para Minaya la calidad de signos a punto de revelarse. Inútil acogerse a la severa protección de los libros, a las fichas de cartulina que escribía y ordenaba con un propósito cuya culminación era tan lejana que se volvía imposible. Inés se sentó frente a él, olvidando el plumero sobre la mesa, la cara perezosamente apoyada entre las manos, que sostenían y enmarcaban sus picudos pómulos rosados, mientras él se entregaba a su perseverante tarea de caligrafía y cartulina.
– Anoche me quedé hasta las tres leyendo La cartuja. Nunca he leído un libro que me gustara tanto como ése. ¿Y a ti?
– Sólo La isla misteriosa. ¿Dónde aprendiste francés?
– En el internado. Había una monja francesa.
Era la misma sonrisa, el mismo modo de mirarlo como si por fin lo viera y de usar la literatura, el nombre tan sonoro de Fabrizio del Dongo y el recuerdo ilusorio de los paisajes del norte de Italia, para hablar de ella misma, de Minaya, cuyo rostro instintivamente atribuía a Fabrizio, pues desde entonces sus conversaciones sobre libros en las mañanas tibias de la biblioteca eran el velo de otras palabras que ninguno de los dos se atrevía a decir. Sobre la repisa de la chimenea, en la fronteriza penumbra, Jacinto Solana les sonreía desde una tarde de 1936 con su obscena lealtad hacia todo deseo no confesado. Inés, dijo Minaya entonces, interrumpiendo una conversación fantasmal en la que intervenían los libros y el retrato de Mariana, tranquilo ya y un poco ebrio, firme en sus veintiséis años de hombre solo y en la certeza de que la estaba deseando esa noche con la claridad de un axioma. «Nunca dices mi nombre. ¿Te habías dado cuenta? Parece que te diera vergüenza.» Pero no le explicó que era el pudor lo que le impedía pronunciar ante ella su nombre, porque nombrarla era decirlo todo, el insomnio, el amor solo en las sábanas y la memoria recobrando su cuerpo para desearla más y cerrar los ojos hasta que todo él se desvanecía en un espasmo cálido y vil, las mañanas sin ella en la biblioteca, la emoción sin consuelo de ver su abrigo colgado en el perchero del patio o de pasar junto a su habitación y ver encima de la cama sus medias o su delantal blanco. Decir Inés en voz alta era como hacer lo que tal vez no haría nunca, como tomar su mano para quitarle lentamente la copa o acariciarle los pechos. Inés, las dos sílabas amadas, la mano que le tendía un cigarrillo deteniéndose en el límite tras el que comenzaría una caricia, la música que ella había puesto como al azar en el fonógrafo de Manuel y era increíblemente, premeditadamente, la trompeta y la voz de Louis Armstrong en un disco de 1930, los labios al fin, la muchacha descalza y besándolo en la oscuridad como nadie, ni ella misma, volvería a besarlo, la gratitud rota en tenues mordiscos de silencio, en caricias de ciegos que se buscan mutuamente los rasgos no impulsados por el deseo, sino por una imperiosa voluntad de reconocimiento. Los pómulos, la barbilla, los húmedos labios de Inés, las lágrimas que le mojaron a Minaya las yemas de los dedos en la oscuridad y el perfume y la música sonando en una habitación cerrada de 1930 igual que sonó siete años más tarde, esa misma canción, en el piano de Manuel, que tradujo su título para Mariana antes de empezar a tocarla: Si no volvemos a encontrarnos nunca.
Vino al mismo tiempo el final de la música y de las caricias, y entonces, cuando Minaya e Inés retrocedían escuchando su doble y única respiración, pudieron verse como desconocidos a una incierta luz que venía de la plaza, porque habían apagado la lámpara cuando empezaron a besarse, y oyeron, como de regreso al mundo, que el disco seguía sordamente girando hendido por la aguja y que el péndulo del reloj no había dejado de oscilar en una esquina de la biblioteca. Ahora las voces eran otras, más lentas y cálidas, como adensadas por la oscuridad, y adelantaban las manos para rozarlas entre sí o tocar tan sólo las ropas o la piel o el aire perfumado que las circundaba, varados no en la tranquila fatiga, sino en el estupor de haber sobrevivido a la felicidad. Dijo luego Inés que cuando iba a levantarse para encender la luz Minaya la retuvo a su lado. Quería detener el tiempo, no dar un paso más allá del instante en que la oscuridad aún los cobijaba como un ala de seda, no volver a la luz usual que lo igualaba todo y los regresaría al pudor, otra vez desconocidos, las manos apresurándose a ordenar la ropa y a borrar de la biblioteca las señales que a la mañana siguiente pudieran descubrirlos. Una copa de vino volcada en el césped, una botella vacía, un rectángulo de luz avanzando sin misericordia sobre la penumbra del jardín como un río de cuya crecida se apartaran los amantes sin deshacer el abrazo. Mariana, incorporándose, apoyó su hermosa cabeza despeinada en el tronco de la palmera, inmune al miedo que los había hecho retroceder cuando se encendió la luz y vieron en su mancha cuadrada la sombra de alguien que tal vez los había estado espiando. «Solana», dijo, con el cigarrillo en los labios, tomando entre sus dos manos el rostro oscuro que tenía frente a sí, acariciándole luego el cuello y atrayéndolo, como si lo guiara, hasta acogerlo entre sus pechos blancos bajo la luna, «Jacinto Solana», como un reto y una invitación que nunca habrían de cumplirse, porque estaban apurando ya la ceniza del tiempo que les había sido concedido.
De pronto Minaya estaba solo y era como si nada pudiese atestiguar que había estado besando a Inés en un sofá de la biblioteca iluminada e inerte. En su conciencia permanecía la sensación de las caricias y de la oscuridad, sin asidero alguno que la vinculara al presente, y menos aún a la borrosa escena que la había precedido, del mismo modo que no deja huella una aparición al extinguirse. Ante el fogón estaba la mesa de cristal donde ella dejó el libro que leía mientras lo esperaba, donde estuvieron la botella y las copas y el cenicero con las colillas manchadas de carmín, pero Inés, antes de marcharse, había guardado el libro en su estante preciso y retirado las copas y la botella con la misma premura con que se ajustó la falda y abrochó los botones de su blusa, perdiéndose luego tan irrevocablemente como si nunca fuera a volver. «Ahora está en su cuarto, probablemente desnuda bajo las sábanas, porque tal vez todavía me espera y esta huida ha sido una trampa para invitarme a seguirla.» Pero no hizo nada, sólo insistir en el alcohol, en la cobardía y la dicha, sólo mirar el dibujo de Orlando y la foto donde Jacinto Solana le sonreía a él, Minaya, adivinando, entendiéndolo todo, con ese aire como de quien comprueba con desdén que ha sucedido lo que él siempre imaginó y que el don de la profecía es un privilegio melancólico. Subió luego sin atreverse siquiera a pasar junto al dormitorio de Inés, costeando los corredores de la casa como las últimas calles de una ciudad no del todo reconocida ni inhóspita, dócil al sueño y a la madura noche donde estaban, como en una especie de memoria futura, los abrazos de Inés y la placidez de las sábanas que lo aguardaban para recordarle el mandamiento del abandono y el olvido, porque en el mundo era febrero de 1969, la tiranía y el miedo, pero en el interior de aquellos muros sólo perduraba un delicado anacronismo a cuya trama pertenecía también él, aunque no lo supiera: Inés, que no era de este tiempo ni de ningún otro porque su presencia bastaba para cancelarlo, Mariana en el dibujo y en las fotografías, Manuel en su uniforme nupcial y Jacinto Solana no inmóvil en su figura y en la fecha de su muerte, sino escribiendo siempre, también ahora, contando, imaginaba Minaya, cómo el impostor y huésped, a las tres de la madrugada, entra en el gabinete y descubre que hay una llave en la cerradura de la habitación prohibida, que será infinitamente fácil empujar la puerta y contemplar lo que nadie más que Manuel ha visto en los últimos treinta y dos años. Una habitación grande, inesperadamente vulgar, con muebles oscuros y cortinas blancas sobre los postigos del balcón que da a la plaza de las Acacias. Avanzó a tientas, cerrando la puerta a sus espaldas, encendió una cerilla y se vio a sí mismo en el doble espejo del armario, su cara pálida que emergía de la oscuridad como en un retrato tenebrista. Pero no era del todo un lugar funerario, porque la sábana del embozo estaba limpia y como recién planchada y el aire no olía a cerrado, sino a fría noche de febrero, como si alguien acabase de cerrar el balcón. Aquí se encierra, pensó, para acariciar los bordados o el filo de las sábanas como si acariciara el cuerpo de la mujer que estuvo tendida en ellas una sola noche, para mirar la plaza desde el balcón que sólo él puede abrir o mirar el espejo en busca de un recuerdo de Mariana, despeinada y desnuda, y tal vez ya no siente nada, porque nadie es capaz de un recuerdo incesante. Abrió el armario, vacío como el de una habitación de hotel, buscó en los cajones del tocador, donde había ropas y medias de Mariana y una polvera con un espejo en la tapa y en cuyo fondo tocó una materia rosa y tan tenue como polen, y en el último cajón, bajo el vestido nupcial, que se enredaba en sus manos como una espuma de seda, halló el paquete de viejas cuartillas manuscritas y atadas con una cinta roja. No era preciso acercar la palmatoria para leer el nombre escrito en la primera página: podía reconocer a Jacinto Solana no sólo en su caligrafía insomne, sino, sobre todo, en la aptitud para el secreto que parecía haberse perpetuado en él aún después de su muerte. Lo mataron, creyeron desbaratar su memoria pisoteando la máquina de escribir que se le oyó golpear sin tregua durante tres meses en la habitación más alta de la casa, rasgaron y quemaron en una hoguera que se alzó en el jardín los papeles que había escrito, pero igual que un virus que se aloja en el cuerpo y regresa cuando el enfermo lo creyó exterminado, las palabras furtivas, la escritura incesante de Jacinto Solana aparecía de nuevo veintidós años después, y en un lugar, supuso Minaya, que a él le hubiera complacido: la habitación más intacta de aquella casa, el cajón donde se guardaba el vestido nupcial y las sedas íntimas de la mujer que amó, de tal modo que el olor del papel se confundía con el perfume de la ropa, heredero lejano de otros perfumes que estuvieron en la piel de Mariana.