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Sólo más tarde, cuando leyó los manuscritos, pudo Minaya entender por qué Manuel le había mentido diciéndole que no quedaba ni una página del libro que Solana estaba escribiendo cuando lo mataron. Decía Beatas Ille en el inicio de la primera cuartilla, pero no era, o no lo parecía, una novela, sino una especie de diario escrito entre febrero y abril de 1947 y cruzado de largas rememoraciones de las cosas que habían sucedido diez años atrás. A veces Solana escribía en primera persona, y otras veces usaba la tercera como si quisiera ocultar la voz que lo contaba y lo adivinaba todo, para dar así a la narración el tono de una crónica impasible. De rodillas junto al cajón abierto, junto al vestido de novia que se derramaba en torno suyo, Minaya deshizo con torpe y ansiosa lentitud los nudos de las cintas rojas, y cuando tocaba una a una las cuartillas manuscritas con el fervor incrédulo de quien ha presenciado un milagro, oyó que se cerraba sigilosamente la puerta del dormitorio, y antes de volverse recordó en un instante de lucidez y pavor que no había retirado la llave de la cerradura. Pero no era Manuel, sino Inés, quien estaba a su lado, quien giraba la llave para que no pudieran sorprenderlos y lo miraba, alta e irónica, como a un ladrón que al ser descubierto olvidara entre sus manos el fruto de su codicia. Dejó caer los manuscritos, de rodillas todavía, sin acertar a decir nada ni calcular una posible disculpa. «He visto a Utrera dando vueltas por la galería», dijo Inés, «ha estado a punto de sorprenderte», y su voz no era acusadora, sino cómplice, cuando se arrodilló junto a él para guardar el vestido. «Mira lo que he encontrado. Son manuscritos de Jacinto Solana.» Pero Inés no pareció escucharle: había visto, entre las ropas de novia, una rosa de tela amarilla que Mariana debió quitarse del pelo antes de que le hicieran la foto nupcial, y se la llevó, como él dice, al olvido de pasados rencores, a la amistad, que es más fuerte que las diferencias políticas. Investido de uno de esos guardapolvos que llevaban los mecánicos hace treinta años, reina sobre los tres operarios que le ayudan en el taller y sobre las estatuas como maniquíes desarmados a las que apenas da un toque de pintura o barniz cuando se las presentan, pues asegura que su arte, como el de Leonardo, é cosa mentale. Bajo el guardapolvo lleva siempre un traje de hombreras espectaculares para su escasa figura, y un clavel blanco en el ojal. A la caída de la tarde, un operario en funciones de valet de chambre -la burla es de Manuel- le ayuda a despojarse del guardapolvo, y entonces emerge Utrera dispuesto a prolongar su reinado en la tertulia del café y en las mesas camillas de los prostíbulos. Vuelve de madrugada con cautela de borracho y suele entrar en su estudio por el portillo del callejón. Usa demasiada colonia y demasiada brillantina, pero supongo que esa es otra de las señales del éxito. Nunca me mira a los ojos».

El mismo guardapolvo, piensa Minaya, la misma sonrisa encrudecida por el brillo de los dientes postizos, casi los mismos cafés, más oscuros ahora o más abandonados, tan excesivos y vacíos como el taller donde Eugenio Utrera, reclinado sobre una mesa baja que tiene algo de banco de zapatero, araña con su afilada gubia un trozo de madera para obtener algo que se parece a un santo o a una virgen románica. Las manos, los largos índices amarillos, las nervaduras azules, el cigarrillo apagado en la boca húmeda de saliva, un hombre que no es exactamente Utrera murmura al fondo del cocherón, empequeñecido, borrado, por el espacio vacío y el alto techo que tiene hacia la mitad una gran claraboya de vidrio. Termina una talla, la deja sobre la mesa cubierta de periódicos viejos y peladuras de aserrín que le permiten recibir al menos el aroma dulce y casi perdido de la madera fresca, se sacude las solapas del guardapolvo y mira su obra y la odia con una devoción que sólo emplea secretamente para maldecirse a sí mismo. En la pared, junto a la repisa donde se alinean las figuras ya barnizadas, hay recortes de periódicos clavados con chinchetas en los que ya nada se puede leer, porque la humedad desvaneció hace años las fotos y los titulares que anunciaban la inauguración de un nuevo monumento esculpido por Utrera. «Vírgenes ortopédicas», escribió Solana, «desnudos de alambre y manos amputadas: la cabeza, los labios de cera que sonríen como en lo alto de una pica, las manos extendidas al final de un cuerpo de alambres y varillas de mimbre. Luego, sobre la nada, sobre tan leve armadura, añaden túnicas y mantos bordados, para que nadie advierta la obscenidad de estas vírgenes. Utrera no copia a Martínez Montañés, como él supone, sino a Marcel Duchamp».

En un ángulo del taller estaba el último coche que compró el padre de Manuel antes de morir, lóbrego tras sus ventanillas cerradas como ciertas urnas de cristal. «Mire», dijo Utrera, señalándolo con orgullo, «mire cómo reluce todavía. ¿No se parece a una carroza virreinal? Hoy en día ya no se hacen automóviles como éste». Limpia una silla, tirando al suelo los periódicos manchados que la cubrían, se la ofrece a Minaya, guarda en un cajón el trozo de madera donde empezaban a insinuarse unos rudos ojos ovalados.

– Vírgenes románicas -murmura, como disculpándose-, ahora todos quieren tener una virgen románica en el comedor o un santo barbudo para sujetar los libros. Claro que hay clientes más serios: para ésos hago falsificaciones especiales, aunque no crea que los de la tienda me pagan mucho más. ¿Quiere que le diga un secreto? La semana pasada terminé un crucifijo del siglo XIV.

Su habla incesante, anota Minaya, se amortigua en el taller, como si aquí no le estuviera permitida la petulancia que exhibe en el comedor, en la biblioteca, en las partidas de naipes del gabinete, en los cafés de Mágina donde alguna vez lo ha visto como aletargado frente a un vaso de agua y una copa de coñac, pálido en la penumbra húmeda que huele a madera empapada de alcohol y a sumidero de urinario. Lo ha visto, sin que Utrera lo advirtiese, al fondo de cafés donde no llega nunca la luz del día, lo ha seguido de noche por los callejones del regreso cobarde, cuando baja a la casa desde la plaza del general Orduña tambaleándose y murmurando esas cosas que dicen para nadie los borrachos solos, los oblicuos alcohólicos aún no eximidos de la vergüenza. Desde que llegó a Mágina, la conciencia de Minaya ha ido adelgazándose hasta quedar resumida en una mirada que averigua y desea, como un espía en un país extranjero que hubiese olvidado su identidad verdadera y lejana para no ser más que una pupila y una secreta cámara fotográfica. Ha visitado los claustros góticos de la iglesia de Santa María y en sus capillas, alumbradas por cirios, ha visto las estatuas de Eugenio Utrera, alzadas sobre tronos que unas mujeres enlutadas adornaban con grandes ramos de flores. Los ojos en blanco, ausente la media luna de las pupilas de vidrio, los duros rasgos de las vírgenes brillando en la penumbra con tersura de cera. Pero hay en todos esos rostros un aire único y ambiguo que no obedece tan sólo al descuido y a la monotonía de un taller agobiado de encargos. Mirar las vírgenes y verónicas y magdalenas penitentes de Utrera en las capillas de Santa María fue una señal de alerta para Minaya, una advertencia de que estaba a punto de descubrir algo tan escondido y frágil que sólo una brusca revelación podría darle forma definitiva. Recordó las fotografías, el dibujo de Orlando, recordó una tarde de domingo en que esperaba a Inés junto al monumento a los Caídos y una noche en que sorprendió a Utrera buscando algo entre los jardines que rodean la estatua, de rodillas, borracho, sosteniendo una linterna que apenas alcanzaba a alumbrarle el rostro. El héroe caído tiene el pelo y los rastros de una mujer y una pequeña marca circular en la frente. Ahora se atreve a decirlo, en el taller de Utrera, cuando el viejo enumera la humillación y la escoria, la persistencia de la ingratitud y del olvido. Sus manos tienen el mismo color exangüe de los periódicos usados que cubren la mesa y yacen en el suelo y sobre las sillas y en la repisa donde se alinean santos de madera y latas de barniz. Al oír el nombre, Mariana, que ha pronunciado Minaya, Utrera aparta los ojos de sus propias manos y alza despacio la mirada hasta detenerla en el otro, y le sonríe con el mismo aire de interrogación y recelo que usó ante él la primera vez que se encontraron en el comedor.

– Fue por los ojos, ¿verdad? Los ojos y los pómulos. Su boca era admirable, y su nariz, como usted ya habrá notado, era justo un poco más larga y aguda de lo que admiten las normas de la estatuaria. Pero su belleza estaba sobre todo en los ojos rasgados y en aquellos pómulos tan altos. No eran perfectos, pero al mirarlos uno casi sentía en las manos la sensación de modelarlos.

No fue en la iglesia, sino más tarde, cuando salió de allí para mirar en la plaza de los Caídos el rostro que sólo podía descubrirse entre las piernas del Ángel, desde un ángulo tan inusual como difícil, donde Minaya se dio cuenta de que todos los rostros femeninos de Utrera eran retratos parciales de Mariana. Bastaba una variación menor en la boca o en el dibujo del rostro para convertirla en una mujer desconocida, pero eran siempre los mismos largos ojos ensimismados en el aire oscuro de las capillas y los mismos pómulos que Orlando había resuelto para siempre con un solo trazo de su lápiz. Ahora Utrera ha olvidado todo recelo para entregarse al orgullo: de pie, frente a Minaya, con su guardapolvo sucio y la tensa o involuntaria sonrisa de los dientes postizos, fuma y accede a recordar, a concederle la categoría de cómplice.

– Usted tiene razón. El rostro del Caído es un retrato de Mariana, un retrato funerario, para ser más exactos. Yo le había hecho la mascarilla mortuoria, pero la perdí antes de que terminara la guerra. Volví a encontrarla muchos años después, en el cincuenta y tres, me parece, cuando ya estaba trabajando en el monumento a los Caídos. Estaba en el cajón de un armario viejo, en el sótano, tan perdida que me pareció un milagro haber dado con ella. Al principio pensé que el Ángel debía tener el rostro de Mariana, pero mostrarlo a la luz después de todos aquellos años que había permanecido oculto en el sótano hubiera sido una profanación. ¿Ha visto las fotografías de esas estatuas egipcias que aparecen en las tumbas de los faraones? Estaban hechas para la oscuridad, para que nadie más que los difuntos pudieran contemplar su belleza. En quince años nadie, absolutamente nadie, había averiguado mi secreto. Ahora tengo que compartir con usted ese retrato de Mariana. Prométame que no va a decírselo a nadie.

Prometido, dice, miente Minaya, imaginando de antemano el modo en que contará estas cosas a Inés y las palabras que hubiera usado Solana en los manuscritos para describir la conversación y la escena. Todas las cosas, pensaba entonces, han sido ya escritas, y sólo importan en la medida en que puedo contarlas a Inés para incitar en sus ojos un brillo de apetecido misterio. Igual que ella, en ciertas noches clandestinas, se abraza desnuda a su cuerpo, que nunca deja de desearla, para contarle un libro o una película o el breve sueño que ha tenido mientras él fumaba en la oscuridad y no la sabía dormida, así Minaya quiere decirle lo que ahora sabe, el orgullo de Utrera, y su rabia oculta, el orgullo y la rabia de mirar el cocherón vacío y sus manos inútiles y saber siempre, sin embargo, que ha agregado al mundo un solo rostro memorable, la forma única de los ojos y pómulos tapados, como por un velo, por rasgos que no les pertenecían, las líneas precisas de un rostro de muchacha dormida que sonríe en el interior de un sueño disgregado en la muerte. Vuelve a la casa desde donde vindicó su gloria sin otros testigos que una copa de coñac o un espejo escarchado, y algunas veces, cuando se dispone a abrir la puerta del callejón, se yergue sobre el extravío del alcohol y decide prolongar sus pasos hasta la plaza en sombras donde lo esperan el retrato de Mariana y la certeza de su orgullo con una lealtad incesante que sólo poseen las estatuas y los cuadros. De noche, para que nadie lo siga, como un avaro que desciende al sótano donde todas las noches cuenta y mira sus monedas y deja que se deslicen entre los dedos ávidos. Tropieza, enciende el mechero, no acierta a sostener la llama y a cobijarla del aire, palpa el granito que tan delicadamente pulió, reconoce cada ondulación y detiene el dedo índice en el breve círculo rehundido que hay en mitad de la frente. Oye unos pasos muy cerca, pero es demasiado tarde cuando se incorpora porque alguien, una figura alta y familiar, lo ha visto arrodillado junto a la estatua. Al levantarse tan bruscamente la sangre se le agolpa en las sienes y una náusea de coñac le sube del estómago, pero le importa más la segura vergüenza, la obligación de fingir. Es ese joven, Minaya, el sobrino de Manuel; qué hace aquí, sino espiarme, en esta medianoche tan fría. -Ahora usted está pensando que yo también me había enamorado de Mariana. Espero que me creerá si le digo que no fue así. Era la clase de mujer que todo artista desea como modelo, pero nada más, al menos para mí, sobre todo si tiene usted en cuenta que iba a casarse con el hombre a cuya hospitalidad yo debía la vida. Yo no traiciono a mis amigos.-¿Y Solana?