Utrera guarda silencio: cuando vuelve a hablar elude los ojos de Minaya, premeditadamente grave, casi herido, como forzado contra su voluntad a dar un paso más allá de la discreción. «No se debe hablar mal de los muertos.» Al salir del taller, la claridad del mediodía deslumbra a Minaya en el jardín. De espaldas, en su sillón de mimbre, Manuel permanece en una quietud sólo desmentida por el humo del cigarrillo que sube azul hasta deshacerse en los racimos de glicinas.
El tranvía baja despacio la ladera de Mágina hacia el Guadalquivir. Lejos, entre los olivos azules y las dunas de trigo o pardo barbecho, relumbra el río como una lámina de metal, de plata, del mismo vidrio lívido y azul que tiene el aire en el límite de la sierra. A medida que va descendiendo hacia el Guadalquivir, el tranvía avanza más rápido entre los olivares, cuyas largas hileras se abren como en abanicos de puntos de fuga sucesivos. De perfil junto a la ventanilla, Inés mira los olivares y las casas blancas que surgen por un instante como islas entre la geometría de sus espesuras, sosteniendo sobre sus rodillas una cesta de mimbre tapada con un lienzo a cuadros azules. Los olivos y la línea densa de chopos que anuncia el río, la lejana sierra con sus racimos de casas blancas colgadas de las laderas, son para Minaya como esos paisajes de montañas azules y curvados ríos que se vislumbran al fondo de ciertos retratos del Quatrocento donde una muchacha sonríe de perfil. Con aire casual acaricia la mano que reposa en la cesta, las manos, las rodillas de Inés, los tobillos juntos y la mirada que reconoce y aguarda una señal entre las adelfas y los olivos. «Después de la próxima curva, cuando lleguemos al río, está la casa donde yo nací.» La ondulada llanura vibra de verdes y platas y amarillos de jaramagos, y antes de que pueda verse el río desde las ventanillas un olor a cieno y agua umbría anuncia su vasta vecindad casi inmóvil. «Mira», Inés se incorpora, baja el cristal y señala una casa que hay al otro lado de un bosquecillo de granados y cipreses, «ése era el molino de mi abuelo, ahí fue donde yo nací». Pero la casa queda en seguida atrás, a penas entrevista, como el brillo inédito que surgió en los ojos de Inés cuando la miraban. Hubiera querido detenerse allí, y bajar con ella para adentrarse en la vereda que conduce a la casa entre las ramas de los granados, y reconocer la parra bajo cuya sombra le contaba su tío cuentos de viajes y el dormitorio donde todas las noches esperaba el sueño oyendo el paso del agua por la bóveda del molino y el viento lejano que estremecía los árboles y llevaba hacia Mágina hondas sirenas de trenes o de improbables buques. «De noche, para que me olvidara del miedo a la oscuridad, mi tío entraba en el dormitorio y se sentaba a mi lado, dejando las muletas sobre la cama. Me hacía escuchar el agua y el silbido de los trenes, y cuando se oía venir a alguno desde muy lejos me contaba que no era un tren, sino un barco que pasaba por el estrecho de Gibraltar.»
Hubiera querido conocer uno por uno todos los lugares e instantes de la vida de Inés, los días infantiles en el molino, los siete años en el internado para huérfanas, la casa donde ahora vivía y que ella nunca le dejaba visitar, convertirlo todo en una parte de su propia conciencia con la misma perentoria sed de pupilas y labios con que a veces la desnudaba y acariciaba y abría. Pero del mismo modo que el cuerpo de Inés emergía siempre como intocado y solo de los mutuos asedios, su pensamiento y sus recuerdos no se revelaban a Minaya sino en fogonazos de imágenes descabaladas que solían tener, porque aludían casi siempre a la infancia de la muchacha, el aire estático y el azaroso desorden de las estampas en colores. Inmóvil para la mirada durante un minuto, a pesar del tránsito del paisaje junto a la ventanilla del tranvía, la primera estampa se ha fijado ahora en las pupilas de Minaya: hacia 1956, una niña acuna a un muñeco de cartón a los pies del hombre tullido que la mira y fuma sentado bajo una parra, escarbando el suelo con sus muletas. «Ya estamos llegando», dice Inés. Al otro lado de las vías hay un cobertizo abandonado que en otro tiempo debió servir de estación, y más allá el río, su orilla de fango rojo y los terraplenes cubiertos de adelfas y cañaverales. «Preséntenle mis respetos a don Manuel», dice el revisor desde el estribo cuando el tranvía vuelve a ponerse en marcha. Cruzan el puente de piedra sobre las lentas aguas, y cuando llegan al otro lado Inés, volviéndose, le señala a Minaya la cima de la colina donde se tiende Mágina, parda y remota, alta de picudas torres, Mágina sola sobre la colina de vertederos y terraplenes, rasa en lo azul, como en las últimas acuarelas de Orlando.
Había sido Manuel quien le sugirió a Minaya que visitara «La Isla de Cuba», ofreciéndole a Inés como guía en su descenso, pero ahora, cuando miró otra vez la ciudad y el valle desde la explanada del cortijo, cuando estrechó la mano grande de Frasco, el casero, testigo de los últimos días y de la muerte de Solana, sintió que no le habían llevado allí ni la sugerencia de Manuel ni su propio deseo de conocimiento, sino el orden clandestino de los manuscritos hallados por él en el dormitorio nupcial, cuya última página estaba fechada el 30 de marzo de 1947, un día antes de que Jacinto Solana bajara a «La Isla de Cuba» en el trance de su penúltima huida, sabiendo acaso que nunca más iba a volver a Mágina. Como si avanzara sobre un papel en blanco donde la ausencia de toda palabra encubría una escritura invisible, Minaya subió a la zaga de Inés por la vereda abierta entre los olivos hasta llegar a la explanada donde estuvo tendido el cadáver de Jacinto Solana, frente al portón de la casa. «Pregúntale a Frasco», le había dicho Manuel, «él fue el último de nosotros que vio vivo a Solana».
El primer día de abril de 1947, al amanecer, Jacinto Solana tuvo la tentación de subir al cementerio para buscar la fosa común donde habían enterrado a su padre. Sin decir a nadie su propósito salió muy temprano para que no pudieran verlo cuando cruzara la plaza del general Orduña, pero no advirtió su error ni recordó la enfática fiesta que se celebraba hasta que un grito le hizo levantar la cabeza cuando pasaba junto a la iglesia de la Trinidad. Ante la fachada, en lo más alto de la escalinata barroca, había tres mástiles y tres banderas y una especie de pebetero encendido junto al que montaban guardia cinco hombres de uniforme azul y botas deslumbrantes que lo miraban desde arriba con los brazos cruzados. Uno de ellos llamó a Solana complaciéndose en repetir su nombre y sus dos apellidos y lo insultó con previsible frialdad, señalando las banderas con un ademán no del todo colérico mientras desenfundaba la pistola. «Levanta el brazo, y canta bien alto, que te oigamos.» Los ojos fijos en el suelo, la mano alzada y cobarde y estremecida por un temblor que no era de miedo, sino de una vergüenza abisal y futura, Jacinto Solana oyó desde lo más oscuro de su conciencia su propia voz cantando el himno de quienes le apuntaban con la misma claridad hiriente con que escuchaba la risa y los usuales insultos. «Aquella mañana me asomé a su habitación y vi que estaba guardando sus cosas en la misma maleta que había traído de la cárcel», dijo Manuel. «Quería irse de Mágina, sin decirme a dónde, y sin saberlo tampoco, porque no había ningún sitio a donde pudiera ir. Entonces le dije que se fuera una temporada a " La Isla de Cuba", al menos hasta que terminara su libro. Algunas veces, de niños, nos íbamos allí desde la huerta de su padre, montados en la yegua blanca, para bañarnos en el río. Se marchó aquella misma tarde, yo mismo lo llevé a la estación del tranvía. Nunca más volví a verlo.» Beatus Ille, piensa Minaya, con una melancolía que no le pertenece del todo, súbita y general, indiferente como el paisaje de olivos que se prolonga hasta el desvanecido azul y las estribaciones de la sierra. Inés ha entrado en la casa llamando a Frasco, y cuando su voz deja de oírse Minaya queda perdido transitoriamente en la soledad de los lugares desconocidos y vacíos, que siempre se le antoja definitiva. Frente a la casa hay una breve elevación sembrada de almendros de donde viene una brisa con olor a tierra húmeda, subida acaso desde el río. Frasco apareció entonces entre los almendros, con una azada sucia de barro al hombro y un ancho sombrero de paja que le tapaba la cara. Se oían rozar ásperamente las perneras de su pantalón contra los jaramagos, y por el brío de su paso y la tensión muscular que se adivinaba en su manera de sostener la azada Minaya hubiera dicho que no era un anciano, sino un hombre de cuarenta años quien se le acercaba. Caminaron juntos hacia la casa, conversando al azar sobre la lluvia reciente, sobre la enfermedad de Manuel, sobre el tiempo lejano en que aquella finca, que había sido la mejor de todo el término de Mágina, llegó a tener diez mil olivos. Pero eso fue mucho antes de la guerra, precisó Frasco, que aún recordaba la visita de Alfonso XIII con su traje de sportman y sus altas polainas de cazador y el polvo que levantaron en el camino los automóviles del séquito. Sentados en el zaguán, junto a la mesa de madera desnuda, miraron en silencio a Inés mientras les servía la comida. En el zaguán, en toda la planta baja de la casa, reinaba una penumbra húmeda como aliento de pozo que hacía relucir las piedras del pavimento, gastadas como guijarros.
– Me han dicho que usted vio cómo mataron a Solana.
– Yo no lo vi. Sólo lo vieron ellos, los que lo mataron. Yo oía las ráfagas de los naranjeros que llevaban los civiles y los tiros de la pistola de don Jacinto, que saltó al barranco del río desde el cobertizo. Yo había estado un año entero en el frente de Córdoba, y sabía distinguir muy bien cada clase de disparo. Me tenían esposado aquí mismo, dos de ellos, apuntándome con los fusiles, como si me pudiera escapar, y yo oía las ráfagas y los gritos, y de vez en cuando la pistola de don Jacinto, que la llevaba siempre, hasta cuando estaba escribiendo. La tenía en la mesa, junto a sus papeles, y cuando bajaba al río para bañarse la dejaba entre la ropa, porque sabía que iban a venir por él. Me acuerdo de que tardaron varias horas en encontrar el cadáver, porque cayó muerto en el río y la corriente lo había arrastrado, así que ya era de día cuando lo trajeron aquí y lo dejaron tirado en medio de la explanada, empapado en cieno y con toda la cara llena de sangre. No me dejaron acercarme a él, pero yo vi de lejos que le brillaban en la cara los vidrios rotos de las gafas.
Inés había escuchado el relato de Frasco con la misma atención fascinada con que oía de niña en la oscuridad las historias de islas y altos buques vacíos que remontaban el valle del Guadalquivir en las noches sin luna. Estaba de pie, a espaldas de Minaya, y de vez en cuando le tocaba el hombro o le rozaba el cuello con un gesto muy leve, pues nada le complacía más que envolver en secreto toda señal de ternura. Con un estremecimiento de gratitud apretó la mano que le tendía ella en la sombra cuando iban siguiendo a Frasco escaleras arriba hacia la habitación que ocupó Solana durante los tres últimos meses de su vida, un gran pajar con el techo inclinado y largas vigas atadas con ramales, con una sola ventana, al fondo, tapada con un trozo de saco que tintaba la luz de un amarillo de polen. Bajo la cama estaba el baúl que nadie había abierto en los últimos veintidós años, porque Frasco no quiso tocar nada desde que los civiles se marcharon llevándose el cadáver empapado de Jacinto Solana.
– Barrí las cenizas. El suelo estaba lleno de papeles quemados, por todas partes, hasta debajo de la cama, no sé cómo no se prendió fuego en el techo, que es de madera y cañizo, ya ve usted, y ardió toda la casa. No quemaron todos los papeles al mismo tiempo, en una hoguera, parece que los hubieran ido quemando uno por uno.