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– ¿Quemaron también los libros? -dijo Minaya, mientras examinaba las manchas de tinta azul que había sobre la mesa. Manchas a veces de un dedo, como huellas dactilares, largas manchas como la sombra de las manos de Jacinto Solana.

– No había libros. Don Jacinto no traía ninguno cuando vino aquí. Nada más que la maleta atada con una cuerda y la pistola en el bolsillo de la americana. Escribía con una pluma que le había regalado don Manuel. Por cierto que debieron llevársela los civiles, porque ya no volví a verla.

Apartando el trozo de saco que la cubría, Inés se acodó en la ventana para mirar el río y la línea amurallada y azul de la ciudad, como si no atendiera a las palabras de Frasco. El agua formaba grumosos remolinos pardos en torno a los pilares del puente y los cañaverales de la orilla. Bajo la ventana estaba el tejadillo inclinado desde el que Jacinto Solana había saltado al terraplén, rodando ciego entre las grasientas hojas de las adelfas, entre la oscuridad y el barro, incorporándose luego e hincando los codos en la tierra roja para disparar a los guardias que lo perseguían. Inés, dijo Minaya, y por el tono de su voz supo ella que ahora estaban solos en el pajar y que le bastaría permanecer inmóvil para que él la abrazara por la espalda y le acariciara los pechos, diciendo otra vez su nombre con una voz más oscura y como emboscada entre su pelo, que él indagaba con los labios. Pero esta vez Minaya no la abrazó: Frasco se había marchado, le dijo, y volvería pronto, y él quería abrir mientras estuvieran solos el baúl que había bajo la cama. Al levantar la tapa Minaya tuvo la sensación de estar abriendo un ataúd. «No hay nada», dijo Inés, arrodillada a su lado, «sólo ropa vieja». Removieron hasta el fondo del baúl, donde había un par de zapatos cuarteados, una estilográfica, un mechero de gasolina, una cinta roja igual que las que ataban los manuscritos del dormitorio nupcial. Como la cama de hierro con el somier desnudo y las manchas de tinta sobre la mesa, cada una de las cosas que iban exhumando se añadía oscuramente a las otras para trazar ante ellos el volumen vacío de la presencia de Jacinto Solana. «No dura la memoria», pensó Minaya mientras abría la estilográfica que tal vez tocó Solana unos minutos antes de morir, mientras intentaba accionar el mechero que tantas noches ocupó un sitio preciso entre las costumbres de la escritura y el insomnio, «sólo duran las cosas que siempre pertenecieron al olvido, la pluma, el encendedor, un par de zapatos, una mancha de tinta como una huella sobre la madera». Fue Inés quien encontró el cuaderno y la pequeña bala envuelta en un trozo de periódico. Estaba doblando una chaqueta gris para guardarla en el baúl cuando notó en el forro una superficie dura y lisa, y luego, al seguir palpando, un envoltorio tan pequeño que al principio no lo distinguieron sus dedos del pliegue donde se alojaba. Había una desgarradura en el bolsillo interior, y por ella, sin duda, se habían deslizado el casquillo y el bloc. «Mira, es la misma letra de los manuscritos.» Era un bloc cuadriculado, de tapas azules, de aire escolar, ocupado irregularmente por una escritura que parecía disciplinada por la desesperación. Esa tarde, mientras regresaban a la ciudad en el tranvía, Minaya examinó las páginas donde los trazos de tinta eran ya tan tenues como la cuadrícula, y al descifrar las palabras, que a veces leía en voz alta a Inés, las imágenes del río, de la explanada frente a la casa, de la habitación con la mesa y la ventana única desde la que se veía la silueta de Mágina, se precisaron como un escenario nocturno alrededor de la figura que a la luz de una vela escribe incesantemente aun después de oír el estrépito de los culatazos contra el portón del cortijo, cuando ya redoblan como un galope de caballos las botas de los guardias por las escaleras, pero sabe que va a morir y no quiere que sus palabras finales terminen en el fuego. «Él mismo escondió el bloc en el forro de la chaqueta», le dijo Minaya exaltadamente a Inés, como si hablara para sí mismo, para su voluntad de buscar y saber, «porque este diario era su testamento y él lo sabía desde que empezó a escribirlo». Guardó el cuaderno cuando llegaron a la estación de Mágina, sin haber leído aún el largo relato que ocupaba las últimas hojas ni entender, por lo tanto, el motivo de que en el forro hubiera también un casquillo de bala envuelto en un trozo del ABC republicano del 22 de mayo de 1937. Sólo esa noche, anoche, cuando Manuel ya estaba muerto sobre la alfombra del dormitorio nupcial, Minaya cerró con llave la puerta de su habitación y descubrió que Solana había contado en las últimas páginas del cuaderno la muerte de Mariana, y que la bala que la derribó no había venido desde los tejados por donde los milicianos perseguían a un fugitivo, sino de una pistola que alguien empuñó y disparó en la misma puerta del palomar. Él mismo había telefoneado a Medina y bajado a descorrer el cerrojo de la puerta exterior para que el médico la encontrase abierta cuando llegara, empleando en tales actos una premura inútil, una prisa sonámbula semejante a la que se daban Teresa e Inés en preparar café, botellas de agua caliente, sábanas limpias para vestir la cama donde Minaya y Utrera habían acostado a Manuel, como si la muerte no fuera una cosa definitiva y se la pudiera detener o mitigar fingiendo que no atendían a un cadáver, sino a un enfermo, y que su prisa por ordenarlo sigilosamente todo en el dormitorio nupcial, sin hablar entre ellas ni a los otros, eludiendo mirarse igual que procuraban no mirar al hombre tendido sobre la cama, estaba motivada por ese pudor que en las casas donde hay un enfermo provoca la inminencia de la llegada del médico. Extraviada en un despertar tan oscuro como la niebla de sus ojos, Amalia deambulaba entre el corredor de la galería y el gabinete y el dormitorio nupcial, imponiéndose vagas obligaciones que no terminaba de cumplir, trayendo un vaso de agua para doña Elvira o alisando burdamente la colcha en torno a los pies de Manuel, y murmuraba cosas que en el oído de Minaya se confundían con el murmullo o el rezo de doña Elvira y los copiosos pasos que exageraba el silencio. Como peces en un acuario se cruzaban todos en el espacio del dormitorio y el gabinete, rozándose a veces los cuerpos, pero no las miradas, y si Minaya, venciendo un instante el estupor de una culpa que se parecía a la de esos crímenes que cometemos en sueños, buscaba los ojos de Inés cuando se encontraba a solas con ella en el corredor, hallaba un gesto de huida o una fija mirada que no parecía reparar en él. No temía entonces que los descubrieran: con un miedo que borraba toda culpabilidad o sensación de peligro temía únicamente que Inés hubiera dejado de quererlo.

Ahora la muerte era Manuel, con su pañuelo de seda al cuello y su pelo blanco despeinado que doña Elvira alisaba como en sueños con una seca caricia, eran los ojos abiertos en el umbral de la habitación y la mano que se había levantado como para maldecirlos o expulsarlos curvándose luego como si quisiera apresar el corazón y el estrépito ronco del aire que huía de los pulmones y del cuerpo lentamente derribado y cayendo de un golpe sobre el desorden de las ropas de Minaya y de Inés y del velo de novia que ella había usado para iniciar el juego de fingirse o de ser Mariana en su noche nupcial. Pero todo estaba muy lejos y era como si no hubiera sucedido, porque la muerte arrasaba la posibilidad de recordar y huir, y el instante en que murió Manuel era ya tan imaginario o remoto como la voz de Medina, aletargada por el sueño, cuando prometió a Minaya que llegaría a la casa en veinte minutos. Salió al corredor, con el propósito inútil de comprobar si estaba encendida la luz del patio para cuando llegara Medina, rechazó un café que le ofrecía Teresa, buscó a Inés y cuando la vio venir no se atrevió a mirarla, bruscamente abrió la puerta de su habitación y se encerró con llave y vio sobre el escritorio los manuscritos de Jacinto Solana, el cuaderno azul, el casquillo de bala que al cabo de unos minutos, cuando leyera las últimas páginas del cuaderno, iba a instituirse como el punto final de la historia que había perseguido durante tres meses. Pero ahora sólo había una lucidez culpable en el conocimiento. Entendió que al buscar un libro había encontrado un crimen y que después de la muerte de Manuel no le quedaba posibilidad de inocencia.

Habían vuelto esa tarde de la estación persiguiéndose y abrazándose por los callejones con una obstinación en el deseo que por primera vez excluía todo pudor o ternura, demorando el momento de llegar a la casa y atreviéndose a crudas caricias por las esquinas vacías y a palabras dulces y sucias que nunca habían pronunciado. Pero el juego y la fiebre no terminaron cuando llamaban a la casa. Mientras oían a Teresa, que cruzaba el patio repitiendo «ya va», se ordenaban la ropa, el pelo, se erguían gravemente a ambos lados de la puerta, fingiendo ya indiferencia o fatiga, y ahora la simulación los incitaba más que el asedio.

– Don Manuel está peor -dijo Teresa-. Tuvo que acostarse después de comer.

– ¿Ha venido el médico?

– Claro, y le ha regañado por fumar y no tomarse las medicinas. Cómo va a ponerse bueno, si no hace caso de lo que le mandan.

Al oír a Minaya, Amalia bajó las escaleras tanteando el pasamanos. Venía del dormitorio de Manuel y traía consigo un fatigado olor a habitación de enfermo. «Su tío quiere verlo.» Tenía un brillo sucio de lágrimas bajo los párpados pintados. Cuando Minaya golpeó quedamente la puerta del dormitorio la voz de Manuel invitándolo a que pasara le sonó desconocida, como si prematuramente la contaminara la extrañeza de la muerte. Pero esas cosas las pensó después, mientras estaba solo en su habitación esperando a Medina, porque uno recuerda siempre la víspera de una desgracia imaginando en ella leves vaticinios que no supo averiguar cuando aún era tiempo, y que tal vez no existían. La misma voz venida de la penumbra le pidió que entreabriera las cortinas. «Ábrelas más, del todo. No sé por qué tienen que dejarlo a uno a oscuras cuando está enfermo.» Porque la luz es un agravio, pensó Minaya al volverse hacia su tío, mirando los pómulos hundidos contra la almohada blanca y las delgadas manos inertes sobre la colcha, las muñecas de largas venas azules que emergían de las mangas del pijama. En la plaza, sobre las copas de las acacias, la torre color arena de la iglesia, coronada de gárgolas bajo los aleros, relumbraba en la tarde contra un violento azul cruzado de golondrinas.

– Acerca esa silla. Siéntate aquí, más cerca. No puedo levantar mucho la voz. Medina me ha prohibido que hable. Lleva treinta años prohibiéndome y ordenándome cosas absurdas.

Manuel cerró los ojos y llevó muy despacio la mano hacia el costado izquierdo, conteniendo el aire y expulsándolo luego con un silbido muy largo. Era de nuevo la punzada, el cuchillo, la oscura mano que hendía el pecho hasta apretarle el corazón y luego lo iba soltando con la misma lentitud con que lo había apresado, como si ofreciera una tregua, como si avanzara sólo hasta el justo límite donde empezaría la asfixia.

– Esta mañana, cuando te fuiste al cortijo, entré en la biblioteca y vi que habías olvidado guardar unas cuartillas escritas. Iba a recogerlas yo, porque me parecieron notas para ese libro que no sé si todavía quieres escribir, y temía que Teresa te las desordenara al hacer la limpieza, pero al reunirías vi sin querer que habías escrito mi nombre y el de Mariana, subrayados, varias veces. No me mires así: soy yo quien debe disculparse, y no tú. Porque estuve tentado de abrir de nuevo el cajón y leer lo que habías escrito sobre nosotros. Desde que viniste aquí he respondido a todas tus preguntas, pero esta mañana me dio miedo imaginar qué pensarías de nosotros, de Mariana y de mí, y de Solana, que hacía igual que tú, que lo miraba todo del mismo modo que miras tú, como averiguando la historia de cada cosa y lo que uno pensaba y lo que escondía tras las palabras. Con aquella novela suya que no llegó a terminar me hubiera pasado lo mismo que con tus papeles. No me habría atrevido a leerla.

«Si supiera que no soy un testigo, sino un espía, que he entrado en su dormitorio nupcial y he descubierto los manuscritos que él no ha querido mostrarme, tal vez porque se cuenta en ellos lo que sólo pudo ver una sombra apostada sobre el jardín aquella noche de mayo en que Solana y Mariana rodaban en la oscuridad besándose con la desesperación de dos amantes en la víspera del fin del mundo.» Manuel había hablado en un tono de voz cada vez más bajo, y al final, en silencio, le apretó a Minaya largamente la mano, sin mirarlo, como si quisiera asegurarse de que todavía estaba allí. La mano luego amarilla e inmóvil, con la palma vuelta hacia arriba y los dedos curvos como la garra de un pájaro muerto, la mano que se movió torpemente en el aire no para maldecir o expulsar a Inés y a Minaya, sino para hacer que se desvanecieran como el humo de una habitación cerrada, sombras sus dos cuerpos desnudos o prematuros espejismos que le anunciaban a Manuel el sueño de la muerte cuando perseguido por ella se levantó de la cama y salió del dormitorio cruzando el corredor oscuro para mirar por última vez el rostro de Mariana en la fotografía del gabinete y abrir la puerta de la habitación donde la había abrazado y poseído. Se despertó sobrecogido por la súbita conciencia de que iba a morir, pero ni aun cuando estuvo en pie y se atrevió a caminar descalzo sobre el ajedrez frío de las baldosas logró eludir la sensación de estar habitando un sueño en el que, por primera vez, la punzada en el corazón y la asfixiante ligereza del aire eran cosas ajenas a su propio cuerpo, igual que el vértigo en las sienes y el frío en las plantas de los pies. No debió extrañarle, por eso, que hubiera una línea de luz bajo la puerta del dormitorio nupcial ni que por encima del ruido de su respiración se escuchara un obsceno jadeo de cuerpos entrelazados, el agrio aliento de un hombre que murmuraba y mordía cerrando los ojos para apurar el instante imposible de la desesperación o la felicidad y el grito largo o el llanto o la carcajada de una mujer cuyo fiero gozo estallaba como un escándalo de cristales rotos en el silencio de la casa. Comprendió entonces, al filo del desvanecimiento, la irrealidad de tantos años, su condición de sombra, su interminable y nunca mitigada memoria de una sola noche y de un solo cuerpo, y acaso cuando abrió la puerta y se quedó parado en el umbral, percibiendo en el aire el mismo olor candente de aquella noche, no llegó a reconocer los cuerpos prendidos sobre la cama, brillando en la penumbra, y murió borrado por la certeza y el prodigio de haber regresado a la noche del veintiuno de mayo de 1937, para presenciar tras el cristal de la muerte cómo su propio cuerpo y sus manos y labios asediaban a Mariana desnuda.