«No», había dicho Inés, apoyándose en la puerta cerrada del dormitorio cuando Minaya, que había devuelto los manuscritos al cajón donde los encontró, se dispuso a salir. «Tiene que ser aquí. Me gusta esa cama, y el espejo del armario.» Lo dijo con una voz que no era tan invitadora como de antemano resuelta a cumplir ese exacto deseo aun cuando Minaya no accediera a quedarse, como si él no fuera un cómplice, sino un testigo del placer que ella imaginaba y en el que de cualquier modo estaría sola. Dijo «tiene que ser aquí», sonriendo con tranquila audacia, y él supo en seguida que se quedaría aunque no pudiera compartir su coraje ni olvidar el miedo a que los descubrieran, que no había cesado desde que Inés vino a su habitación y le dijo, con la misma sonrisa, que había encontrado en una chaqueta de Manuel la llave del dormitorio nupcial. Fue Minaya quien le pidió que la buscara: cualquier día, cualquiera de esas noches en que no podía dormir, era posible que Manuel buscara en el dormitorio los manuscritos que él mismo debió esconder tras la muerte de Solana. Durante un cierto tiempo, Minaya confió en que alguna vez se repitiera el azar que le permitió encontrarlos, pero Manuel no volvió a olvidarse de cerrar con llave el dormitorio, lo cual, sospechaba Minaya, era tal vez la prueba de que su tío ya recelaba de él. Oyó pasos acercándose, y aún no se atrevía a desear que fueran los pasos de Inés cuando sonaron los tres golpes callados de la contraseña y ella se deslizó en la habitación vestida y pintada para el juego usual y secreto de las citas nocturnas, haciendo a un lado, con su falda amarilla y su blusa y medias de domingo por la tarde y la sombra de maquillaje en los pómulos, la penumbra de medianoche, la grave presencia, sobre el escritorio, del bloc azul y de los manuscritos, de las cuartillas donde Minaya iba trazando la biografía de Jacinto Solana. Pero ahora, cuando tuvo a Inés ante sí, sólo le importaba su hermosura y la arrasadora certeza de que iba a estar toda su vida enamorado de ella. No se volvió inmediatamente para abrazarla: la vio primero reflejada en los cristales del balcón, de pie tras él, que aún escribía, y esa imagen adquirió para Minaya la cualidad inmóvil de un símbolo o de un recuerdo futuro, porque en ella estaba cifrado el único porvenir no inhabitable que concebía para sí mismo.
Emboscado y solo, a las tres o a las tres y media de la madrugada -no tenía reloj y no había escuchado el del gabinete, y era incapaz de calcular el tiempo pasado desde que habló con Medina- volvió a sentarse frente al escritorio, y se vio en el cristal a la misma luz que lo alumbraba tres horas antes, pero ahora sólo se veía a sí mismo sabiendo que nunca más iba a repetirse junto a la suya la serena figura de Inés, inútilmente buscada ahora en el cristal vacío, en la deslealtad de los espejos. El presente se había quebrado para condenarlo sin remedio a la usura de la memoria, que ya lo urgía a conmemorar con pormenores obsesivos el primer abrazo de la media noche y la sonrisa que había en los ojos de Inés cuando le mostraba la llave como una ambigua invitación que únicamente se reveló del todo en el dormitorio nupcial, después de que Minaya guardara los manuscritos bajo el vestido de novia.
– Nadie va a oírnos. Don Manuel se ha dormido con las pastillas que le dio Medina, y los demás duermen muy lejos de aquí.
Hubiera bastado decir que no por segunda vez, obligarla a que se retirara de la puerta, salir solo tal vez y aceptar el insomnio y la rabia, pero no hizo nada, sólo mirarla enfermo de deseo y de miedo: se sentó en la cama, dejó caer los zapatos, se levantó la falda para desabrocharse las medias. Minaya vio los largos muslos blancos, las rodillas levantadas, los pies al fin desnudos e indóciles a sus besos, rosados y blancos y moviéndose como peces en la penumbra de los espejos. Cuando le entreabría lo muslos para descender al rosa húmedo de su vientre creyó escuchar el ruido de una puerta lejana, pero ya no le importó el miedo, y ni siquiera el pudor, ni la vida, ni la conciencia que se deshacía como la forma de la habitación y la identidad y los límites de su cuerpo. Oía la voz de Inés confundida en la suya y le mordía los labios mientras la miraba a los ojos para descubrir una mirada que nunca hasta esa noche le perteneció. Asidos como dos sombras rodaron al suelo arrastrando consigo las sábanas de la cama, y sobre la alfombra, entre las sábanas manchadas, se buscaban y derribaban y mordían en una persecución multiplicada por los espejos en el aire púrpura y oscuro. Como si hubieran sobrevivido a un naufragio en el mar y a la tentación de rendirse a una muerte dulcísima bajo las aguas se hallaron de nuevo inmóviles sobre la cama y no podían recordar cómo ni cuándo habían regresado a ella. «Ahora no me importa morirme», dijo Minaya. «Si me ofrecieras ahora mismo una copa de veneno la bebería entera.» Sentada en la cama, Inés le acariciaba el pelo y la boca, y lentamente lo hizo volverse hacia ella, entre sus muslos, hasta que los labios de Minaya encontraron la hendidura rosa que ella misma entreabría con el pulgar y el índice de las dos manos para recibirlo. Pero no había ya premura ni desesperación, y la serena codicia del paladar se prolongaba y ascendía en la indagación de la mirada. Empujado por el aliento oscuro que había revivido más hondo cuando apuraba su vientre, subió hasta demorarse en los pechos, en la barbilla, en la boca, en el pelo mojado que le tapaba los pómulos, y luego sintió que se desvanecía estremeciéndose inmóvil, lúcido, suspendido en el límite de una dulzura sin regreso. «Tú no te muevas», dijo Inés, «tú no hagas nada», y empezó a moverse ondulada y girando bajo sus caderas, apresándolo, hiriéndolo, apurando el aire para expulsarlo muy lentamente al tiempo que se levantaba y curvaba hincando en las sábanas los codos y los talones, y sonreía con los ojos fijos en Minaya, murmurando, «despacio», diciéndole en voz baja palabras que él nunca se había atrevido a decirle. Como un animal herido se incorporó alzando la cabeza, y fue entonces cuando se rasgó el tiempo como si una piedra vengativa hubiera roto los espejos que los reflejaban, porque escucharon tras ellos el ruido de la puerta y vieron la temible lentitud con que se movía el pomo y entraba en el dormitorio la larga mancha de luz que se detuvo a los pies de la cama cuando apareció Manuel en el umbral, descalzo, con su pijama de incurable y su pañuelo italiano en torno al cuello, mirándolos con un estupor del que hubiera estado ausente la ira si no fuera por aquella mano que se levantó inmóvil cuando Manuel dio un paso hacia la cama, como en un gesto helado de maldición. Abrió la boca en un grito que no llegó a oírse, y aún dio un paso más antes de que sus pupilas quedaran vacías y fijas, no en Inés ni en Minaya, sino en la mano que había descendido hasta apoyarse abierta en el lado del corazón, curvándose asida a la tela del pijama al mismo tiempo que Manuel iba cayendo de rodillas y volvía a alzar sus ojos azules para mirarlos. Inés no vio esa mirada última: dijo que había hundido el rostro en el pecho de Minaya y que le hincaba las uñas cuando oyó que algo rebotaba pesadamente contra el piso de madera. Temblando de frío abrió los ojos y vio en el espejo del tocador que estaba sola y muy pálida sobre la cama. Minaya, todavía desnudo, se inclinaba sobre el cuerpo de Manuel, tanteándole el pecho bajo el pijama. Está muerto, dijo, y cerró con llave la puerta del dormitorio. Manuel tenía la boca abierta contra el suelo y los ojos fijos en la luz de la mesa de noche. Inés, para no verlos, bajó sonámbula de la cama y extendió una mano cobarde hasta rozarle los párpados, pero Minaya la detuvo y la obligó a incorporarse zarandeándola como a un niño que no quiere despertar. Por primera vez en su vida no lo paralizaba el miedo: ahora el miedo era un impulso para la inteligencia o para el sucio coraje de simular y huir.
– Escucha. Ahora vamos a vestirnos y a arreglar un poco la cama y la habitación. Dejaremos abierta la ventana, para que se vaya el olor del aire. Eso no les hará sospechar: Manuel pudo haberla abierto antes de morir. Te irás a tu dormitorio, y yo al mío, y dentro de una hora iré a despertar a Utrera. Le diré que estaba desvelado y que oí un grito y algo que caía cerca del gabinete. Nadie va a descubrirnos, Inés.
Contó luego la historia con el desesperado fervor con que se cuentan ciertas mentiras necesarias, la dijo ante la mirada incrédula de Utrera, que ya estaba vestido cuando él fue a llamarlo, la repitió una y otra vez añadiéndole pormenores que le hicieron sentirse vil, pero no menos perseguido, y cuando oyó que Amalia se la contaba a doña Elvira le pareció que la historia, al suceder en otra voz, ingresaba del todo en la realidad, y a él lo aliviaba transitoriamente de su peso. Pero Utrera, cuando levantaban el cuerpo de Manuel para tenderlo en la cama, había examinado la ventana abierta, la colcha, la vela medio consumida que aún olía a cera en la palmatoria de la mesa de noche. Mañana me iré de aquí, dijo en voz alta Minaya, encerrado y solo, frente a los cristales del balcón que da a la plaza de las acacias, súbitamente poseído por el presentimiento del destierro. Oyó un timbre lejano y luego pasos y voces en la escalera, los pasos lentos, la voz indudable de Medina, pero aún no salió de su habitación. Podía oírlos y reconocer cada una de sus voces, porque estaban todos en el gabinete, al otro lado de la puerta, pero también allí, en el cuaderno azul, en las últimas páginas que ahora empezaba a leer, preguntándose quién de ellos, quién de los vivos o de los muertos había sido un asesino treinta y dos años atrás.
SEGUNDA PARTE
al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido
Cervantes, Don Quijote, I, Prólogo
Aún escuchaba el rumor cóncavo de las galerías, portillos de hierro cerrándose tras los pasos de alguien, taconazos de guardias, una espesura de voces que resonaban en las altas bóvedas como el mar en una caracola y parecían voces y pasos infinitamente lejanos, el mar oscuro que se escucha en los sueños. Había dejado atrás el portillo de la última galería, alto y pintado de negro, como la reja de una catedral, y ahora pisaba corredores usuales, pavimentados de baldosas y no de cemento húmedo, con puertas grises y oficinas tranquilas al otro lado de las puertas donde interminablemente esperé y asentí, firmé impresos escritos a máquina, dócil, cobarde, temiendo siempre no haber entendido del todo lo que me decían y repitiendo mi nombre sin eludir el recelo de que al oírlo el hombre inclinado sobre la máquina de escribir levantara la cabeza para ordenar al guardia que me acompañaba que volviera a esposarme. Las oficinas eran innumerables e iguales, y en todas ellas había alguien que movía la cabeza al oír mi nombre y no me miraba, sólo leía algo en una lista y preguntaba algo y abría con aire absorto un gran libro de registro para cerrarlo luego sin haber encontrado lo que buscaba en él o pedirme que firmara en alguna parte tendiéndome sobre el mostrador una pluma que yo ya no sabía sostener entre el pulgar y el índice, demasiado delgada y demasiado frágil para mis dedos torpes por el frío, por diez años de no tocar ni usar una pluma. Ahora el guardia caminaba delante de mí golpeando rítmicamente el manojo de llaves contra el costado de su pantalón y yo ya no esperaba que la libertad y la calle estuvieran al otro lado de ninguna puerta. Ahora las puertas eran de madera y no de hierro y estaban pintadas de verde como los postigos de las ventanas, pero seguían resonando del mismo modo hondo y definitivo cuando las cerraban y no había presos barriendo los corredores. Dije mi nombre otra vez, firmé un recibo, me dieron una maleta abierta y guardé en ella mis papeles y mi ropa mientras dos guardias con la guerrera desabrochada me miraban fumando, en una habitación sin ventanas donde había armarios metálicos numerados y una lámpara baja que oscilaba sobre la mesa adensando el humo de los cigarrillos en su cono de luz. El otro guardia, el que me había guiado hasta allí, dejó pesadamente el manojo de llaves encima de la mesa y me ordenó que le siguiera, pero esta vez la última puerta que cruzamos no tenía cerrojo y daba a un patio pequeño con muros muy altos de ladrillos ocres y garitas en las esquinas del tejado, alzadas contra un cielo bajo y pálidamente gris en el que se perfilaban como estatuas simétricas dos guardias civiles con relucientes capotes de hule. No miraban al patio, no hicieron nada cuando lo crucé temblando de miedo y de ignorada alegría y sosteniendo con los dedos crispados el asa de la maleta mientras me acercaba al portón cerrado y unánime como un muro en el que alguien, otro guardia civil, abría un portillo y se apartaba a un lado para que yo pasara, diciéndome algo que ya no me detuve a oír, porque el portillo se había cerrado a mi espalda con un largo estrépito de cerrojos y yo estaba solo ante la fachada de la cárcel, bajo la bandera amarilla y roja que restallaba en el viento como las alas de un gran pájaro. La cárcel era una alta isla ocre en el descampado y la niebla. Frente a ella, al otro lado de la carretera, había un edificio de largos muros encalados y ventanas con los cristales rotos que parecía una nave industrial o un almacén abandonado. Caminé hacia allí, pisando el barro cruzado por huellas de caballerías y automóviles, pero aún no vi el automóvil negro y parado junto a una esquina: tal vez lo vi, sin reparar en él, y sólo cuando escuché el motor que se ponía en marcha recordé que lo había visto y que se movían las varillas del limpiaparabrisas a pesar de que no estaba lloviendo. Para guardarme del viento caminaba muy cerca de la pared, con el ala del sombrero sobre los ojos y las solapas del abrigo levantadas, y no me volví cuando escuché el motor y luego los neumáticos que resbalaban en el barro. Lo sentía avanzar despacio tras de mí, como si no quisiera adelantarme, y yo apresuré el paso y me acerqué más aún al muro que no terminaba nunca, camino del árbol solo y de la barraca levantada con materiales de derribo que algunas veces, desde una ventana alta de la cárcel, había visto junto a la carretera, único indicio de que existía una ciudad más allá de la llanura baldía que vislumbraban mis ojos. Los hombres que abandonaban la ciudad al amanecer montados en lentas bicicletas se detenían en ella para beber una copa de aguardiente y salían luego frotándose las manos ateridas, expulsando el vaho caliente del alcohol mientras tomaban de nuevo los manillares y enfilaban la carretera pedaleando con las cabezas hundidas entre las solapas de los chaquetones oscuros, como si partieran hacia un destierro invernal y lejano. Del techo de hojalata subía una columna de humo que el viento desbarataba entre las ramas del árbol. Sin volverme a mirar el automóvil negro empujé la puerta de tablas mal unidas y entré en un lugar angosto y cálido y lleno de humo y cajas de botellas. El mostrador era un tablón dispuesto sobre dos barriles que olía intensamente a madera empapada en alcohol. Tras él, alumbrada por una lámpara de petróleo, una mujer muy gorda daba de mamar a un niño enrojecido por el llanto. Clavados en la pared había carteles amarillentos que anunciaban remotas corridas de toros y un almanaque de 1945 en el que una negra con un chal rojo ceñido a la cintura sonreía mostrando un bote de cacao. La mujer del mostrador, inmóvil sobre una caja vacía, examinó demorada y metódica mi cara, mi maleta, el barro de mis zapatos. Le pedí una copa de coñac y no desprendió al niño de su gran pecho blanco ni dejó de mirarme cuando se levantó para buscar la botella. No miraba mis ojos, sino los indicios de lo que había sabido desde que me vio entrar: la torpeza, el recelo no mitigado aún, el modo en que mi mano sostenía la copa y la alzaba, con un leve temblor. Bebí de un trago el coñac y asentí en silencio cuando la mujer me preguntó si quería otra copa. El cristal de la pequeña ventana que daba a la carretera estaba sucio y opaco por el vaho, pero pude ver tras él la silueta negra del automóvil, que se había detenido. El alcohol me ardía con violenta dulzura en la garganta y hacía más intensos los colores de las cosas. Con la segunda copa aún intacta fui a sentarme junto a la ventana, cobijado en el abrigo, en el desvanecimiento cálido del alcohol, levantando entre mis ojos y la puerta que tal vez iba a abrirse la tenue máscara del abandono y el humo. Fumaba con los ojos entornados, aguardando, no indolente, perdido, sintiendo en mis venas la crecida del alcohol como ondulaciones sucesivas en el agua de un lago, entornaba los ojos como si aguardara el sueño para no ver sino el humo ascendido y azul y la sucia penumbra de los barriles y las botellas alineadas, la mancha roja en el calendario cuyas hojas enumeraban los días de un tiempo en el que yo no había existido. Bebí un trago y cerré del todo los ojos y al otro lado de la ventana se cerró de un golpe la puerta del automóvil negro. Cuando volví a abrirlos, ella, Beatriz, estaba mirándome entre el humo que el aire exterior y helado había estremecido, más alta de lo que yo recordaba, como impasible al tiempo, como si acabara de cumplir los treinta años que tenía la última vez que la vi, alta y grave con su melena rubia y el abrigo gris y la boina que sostenía en las manos como si no estuviera segura del modo en que debía comportarse. La mujer gorda había acostado al niño y ahora limpiaba sobre el mostrador una fila de botellas. De soslayo la vi mirarnos mientras Beatriz me abrazaba rozándome con su pelo rubio del que ascendía un perfume desconocido y tomaba mi cara áspera entre sus manos para reconocer y tocar lo que veían sus ojos no empañados por el llanto. Nos contemplaba sin interés ni pudor, con inerte fijeza, limpiando el polvo de las botellas con un trapo sucio que a veces pasaba despacio sobre el mostrador, y cuando me acerqué a ella para pedirle otra copa estudió el abrigo y las medias y los zapatos altos de Beatriz mirándome luego, con expresión diferente, como si nos comparara, preguntándose tal vez por qué una mujer que vestía así había entrado en su taberna para buscarme.