No hablábamos al principio, o sólo decíamos, entre largos silencios, las palabras necesarias e inútiles, buscando la tregua de los cigarrillos y las copas, acodados bajo la luz gris que venía del otro lado de la ventana, de la llanura donde aguardaba el automóvil negro, ocupado ahora por un hombre solo que fumaba apoyando los codos en el volante. «Creíamos que estabas muerto», dijo Beatriz, acariciando su mechero de liso y dorado metal, muy cerca de mi mano, sobre la madera manchada, aproximando sus dedos, las uñas sin pintar que hendían las nervaduras de la mesa, deteniéndose luego, cuando parecían a punto de tocarme, para rozar el filo reconocido y metálico, el paquete de cigarrillos americanos que ahora formaban parte de su perfume y de su lejanía. «Nadie sabía dónde estabas. Nadie podía decirme si habías muerto o si estabas en la cárcel o habías conseguido huir a última hora por la frontera de Francia. Una mujer me dijo que le habían dicho que te vieron enfermo o herido en el campo de Argeles, pero también decían que habías huido hacia el mar y que te hicieron preso en el puerto de Alicante. Al cabo de un año empecé a escribir y a recibir cartas. Escribí a los amigos desterrados preguntando por ti, pero no estabas en Francia, ni en Méjico, ni en Argentina. No estabas muerto ni vivo ni en ninguna parte, pero yo esperaba todos los días que me llegara una carta tuya. El mes pasado vino a casa un camarada recién salido de esta cárcel. Fue él quien nos dijo que tú también ibas a salir muy pronto.»
De modo que el ambiguo, que el sagrado plural seguía siendo cierto, a pesar del mechero dorado y las medias de seda, y aún se llamaban camaradas y no sombras o supervivientes y en plural me habían esperado y creído muerto y ahora venían para recibirme y acogerme no en el cálido interior del automóvil ni en una casa probablemente clandestina, sino en ese plural antiguo, fracasado e intacto tras el que se escondían, en estancias sucesivas, la impotencia y el miedo, el fervor de los antiguos nombres, de las banderas perdidas, la ternura no confesada de Beatriz, que buscaba mi mano sobre la mesa y no se atrevía a tocarla, rozando siempre el límite del espacio que nos dividía como la hoja de un cuchillo, la pregunta desesperada y única que ya no me haría nunca. Desde muy lejos, tras el humo, yo la miraba hablarme y calculaba las palabras que había bajo cada irrupción del silencio, indiferente, como un médico que no precisa auscultar el cuerpo tendido junto a él para saber el lugar exacto donde se aloja la dolencia. Era como si el tiempo o el azar que rija tales transfiguraciones hubieran empleado los diez últimos años en culminar una obra -el rostro, las manos, la figura de Beatriz- que antes, cuando yo la conocía, sólo estaba anunciada, y que alcanzaba su plenitud en el preludio de la decadencia. Había algo seco o cruel en sus manos delgadas, acaso la sombra de una determinación obstinada e inútil, una dureza no asida a ningún propósito, leves arrugas, como hendiduras de cuchillas, junto a sus labios, en torno a los ojos codiciosos y firmes. La miraba, sin preguntar aún, la oía hablarme de su vida durante esos años percibiendo la misma zanja en el tiempo que me habían anunciado ya las fechas de los carteles de toros pegados en las paredes sucias de la taberna y aquel mes de julio de 1945 que permanecía inerte en el calendario como una desgarradura de mi memoria. Me había esperado, dijo, queriendo envolverme en la invocación de su espera y de su recuerdo, queriendo vindicar como atributos de un suplicio común las cartas que nunca llegaron a ninguna parte, el buzón desierto en el hueco de la escalera, el horror y el hambre y la soledad del invierno de 1941, y al recordar me reclamaba para sí misma y exigía la parte de mi dolor que yo le había negado. «Y mientras tú en la cárcel, condenado a muerte, y yo sin saber nada», dijo, como si no exigiera sólo el dolor, sino también la culpa de no haber acertado a encontrarme, pero entonces alzó los ojos húmedos hacia mí y súbitamente entendió que se iba volviendo vulnerable, porque estaba sola en su recuerdo, y para defenderse se obligó al orgullo, a la mentida serenidad. Se irguió ante la copa, ante mí, encendiendo un cigarrillo con resolución excesiva, firmes los dedos en el mechero dorado, como si en ese gesto empleara todo el brío que había necesitado para sobrevivir desde la noche de mayo de 1937 en que yo me marché a Mágina sin decirle una sola palabra. «Noto que te sorprende mi aspecto. A mí también me pasaba al principio, cuando me miraba en los espejos. No te he dicho que desde el cuarenta y dos trabajo en una tienda de modas, en la Gran Vía, vendiendo ropa cara a las mujeres más ricas de Madrid. A veces hasta diseño algún modelo. ¿Te extraña? Fue como un cuento o un milagro, yo hacía cosas para un taller de costura donde no ganaba ni para pagar el alquiler y un día apareció ese hombre, Ernesto, el dueño de la tienda, y me dijo que si quería trabajar exclusivamente para él, imagínate, con el hambre que pasaba, que casi no dormía para seguir cosiendo de noche. Me parece que está enamorado de mí, como un caballero antiguo, ya sabes, me invita al teatro y me toma del brazo casi sin tocarme cuando entramos en un restaurant, siempre me regala cosas, el mechero, este abrigo, el perfume, que es carísimo. Ése es su coche, él me ha traído hasta aquí.» El hombre solo, tras la ventanilla del automóvil, perfumado y cobarde, imaginé, golpeando los dedos nerviosos contra el volante, volviéndose de vez en cuando hacia el edificio de la cárcel para comprobar que no había en la puerta guardias civiles que hubieran sospechado y lo vigilaran, muerto de celos, sin duda, de dignidad y rabia, caballero cornudo. «Claro que le he dicho quién eres y por qué estabas en la cárcel. También sabe que pertenezco al Partido, y no le importa. Dice que se alegra de que yo trabaje con él porque así no corro tanto peligro. Imagínate, quién puede sospechar de mí, si le pruebo vestidos a la mujer del director general de Seguridad.» Pero eran pocos, me dijo, regresando inesperadamente al plural de persecución y secreto en el que sin contar conmigo me incluía, éramos, también yo, muy pocos y aletargados y dispersos, lentamente nos volvíamos a reconocer y agrupar tras el desastre en que se había deshecho el espejismo del maquis, sótanos, sigilosas células que se reunían para contar muertos y discutir consignas repetidas y exhaustas, tenían o teníamos que resistir sin que el silencio se pareciera a la rendición y en un lugar de Madrid me estaba esperando la misma casa que yo había abandonado diez años atrás. «Nadie ha entrado en ella, ni Ernesto, desde que tú te fuiste.» Bebí sin decir nada, volviéndome hacia el automóvil reluciente y quieto en el descampado, cobardemente supuse que Beatriz iba ahora a acusarme. La mujer del mostrador había conectado la radio y sonaba un bolero desde una sucia lejanía. Pero la obscena voz de la radio y las palabras de Beatriz me traspasaban como si yo no existiera, muerto ya en otro descampado del mundo, extraviado y muerto, por ejemplo, en cualquiera de los cuadriculados días iguales del mes de julio de 1945. «Me acuerdo como si fuera ayer del día en que te marchaste. El quince de mayo va a hacer diez años. ¿Te acuerdas tú?» Ahora Beatriz le hablaba a otro hombre que no era yo, y ella lo sabía, pero ya no le importaba, del mismo modo que había dejado de importarle que el otro la estuviese esperando en el automóvil negro. Imperiosamente le hablaba a una sombra, a alguien que tal vez fui yo trece o catorce años atrás, cuando aún no existía Mariana ni la vergüenza de desear lo que me había sido negado, esa clase de injusticia o error que nadie repara y nadie acepta. Pero ni Beatriz ni yo teníamos la culpa de que Mariana hubiera aparecido ante mí en el estudio de Orlando, desnuda frente a un lienzo recién iniciado, con las piernas cruzadas y una paciente sonrisa de modelo, como si estuviera en un café, inocente e impúdica, deslumbrando para siempre la médula más honda y ciega de mi deseo. «Tú no te acuerdas de nada, Jacinto. Volví a casa y no estabas, y al principio tuve un miedo atroz, porque temía que te hubiera sorprendido el bombardeo de aquella tarde. Era medianoche y todavía no habías vuelto, y yo salí a la calle para buscarte. Me encontré a Orlando en un bar de la Puerta del Sol, pero no oía lo que le preguntaba, porque estaba tan borracho que se apoyaba para caminar en uno de esos adolescentes que iban siempre con él. Por fin se me quedó mirando como si no supiera quién era yo y no entendiera lo que le decía, se echó a reír, con esa risa tan desagradable que tenía cuando estaba borracho, y me dijo que habías tomado el tren de Mágina. Seguía riéndose cuando me fui de allí.»