Había bebido demasiado coñac y ya se me disgregaban las fronteras del tiempo y los límites y los perfiles de los rostros. Mariana o Beatriz, mil novecientos treinta y siete o cuarenta y cinco o treinta y tres, años y cuerpos y culpa no rescatada de su propia ceniza, fervor de nada, lealtad de los muertos, duros ojos mirándose sin ternura para exigir y acusar, inmunes al presente, a la exacta mañana de enero en la que no había sucedido el reconocimiento imposible. Yo únicamente quería estar solo, emboscado en mi abrigo, bebiendo hasta que muy despacio se me anegara la conciencia, las piernas juntas bajo la mesa, las solapas alzadas, todas las cosas tan lejanas de mí como la ciudad cuyas primeras casas había visto desde la carretera. «Y a dónde vas a irte, entonces», dijo Beatriz, y yo no respondí nada, al principio, dejé la copa sobre la mesa y miré el descampado, el aire limpio de niebla como una lámina de hielo. «A Mágina. Voy a la casa de mi padre.» Se levantó sin apuro, guardando en su bolso de piel el mechero y el paquete de cigarrillos, y al inclinarse el pelo le cayó de un golpe a un lado de la cara. Desde la ventana la vi caminar a altas zancadas sobre el barro. Me levanté para pedir otra copa y cuando volví a la mesa el automóvil negro ya no estaba en el descampado.
Recuerda Manuel que estaba sentado junto a la mesa de la cocina, mirando, tras los cristales de las puertas blancas, la mañana oscura que se iniciaba en el jardín levantando una niebla tardía, agriamente erizada de lluvia. Amalia le había servido un tazón de café con leche que estaba tibio y tenía un sucio color de barro y una rebanada de pan desusadamente blanco que él deshacía despacio sobre la taza y rehundía en el café con una cucharilla. «Cómaselo usted todo, don Manuel, que es pan de verdad», le dijo Amalia, «a doce pesetas me lo ha vendido el del estraperlo». Delicia del pan blanco, del tazón de loza con dibujos azules, de la cucharilla de plata y la servilleta de lino sobre las rodillas. Por aquellos años, recuerda en voz alta ante su sobrino Minaya, se entregaba a los placeres menores del tacto como a la única y clandestina felicidad que nadie podía advertir ni arrebatarle. Tocaba las leales cosas a las que siempre perteneció buscando en ellas la posibilidad de una delgada huida sólo accesible para las yemas de sus dedos, y la presencia del lino, de la curvada loza, de los cubiertos de plata, secretamente lo salvaba del ingrato sabor del café al amanecer y del humo de la estufa, cargada con leña húmeda, que agrisaba el aire de la cocina como una prolongación de la intemperie y de la fría niebla donde tan lentamente iban emergiendo el jardín y la ciudad, su propia vida aletargada. Sonó en el patio la campanilla de la puerta, y era tan temprano aún que Amalia y Teresa, y el mismo Manuel, se quedaron inmóviles al oírla, sin decidirse a abrir y ni siquiera a reconocer que la habían escuchado, porque a esa hora, igual que durante la noche, el sonido de la campanilla parecía anunciar siempre una amenaza. Amalia dejó de remover platos en el fregadero y Manuel, con involuntaria cautela, salió al patio, haciendo un gesto silencioso a Teresa para que aún no fuera a abrir. En el cristal translúcido de la puerta del zaguán se dibujaba una alta figura masculina. «Abre», dijo Manuel, y volvió a la cocina. Un hombre solo no le daba miedo. Cuidadosamente ajustó en la boquilla el primer cigarro de la mañana y se dispuso a esperar y oír, de espaldas al patio y a la voz que tardó un poco en reconocer. «Don Manuel», dijo Teresa, «ha venido don Jacinto Solana».
Lo vio parado en el patio como en mitad del tiempo, no exactamente regresado de la cárcel, sino de la memoria y de la muerte y de los diez años que habían pasado desde la noche de 1937 en que tomó un tren para Madrid. El tiempo de su ausencia y el misterio de su destino durante aquellos años lo circundaban en el vacío como las losas y las columnas del patio para erigir su regreso con la calidad súbita de una aparición, porque parecía venido de ninguna parte, más fatigado y más viejo, pero indemne en su orgullo, en su soledad, en su manera irónica de decir «Manuel», sonriendo antes de abrazarlo, como si la ironía y la sonrisa mantuvieran la antigua virtud de eludir los filos atroces de las cosas y él no viniera de una cárcel donde le habían amputado ocho años de su vida. Tenía el pelo gris, cortado al rape, blanco en las sienes y en las puntas mal afeitadas de la barba. Tenía la voz más grave, pero tal vez siempre la tuvo así y era que Manuel no había sabido recordarla. «Pero es el mismo», pensó, viendo el modo en que se quitaba el sombrero y dejaba en el suelo la maleta de cartón atada con una cuerda para mirar con sus afilados ojos grises las columnas del patio, la galería, la gran vidriera de la cúpula. «A la izquierda la puerta de la biblioteca», dijo, como si repitiera una lección, «a la derecha la escalera de mármol con el espejo en el primer rellano. Me gustaba imaginarlo todo. Me imponía la disciplina de recordar todas las cosas con absoluta exactitud. Al fondo la cocina, y el salón del piano, y las puertaventanas pintadas de blanco que dan al jardín». No era su voz más grave, era el tono, la lentitud con que decía las palabras, como si no le importaran o no viera a quien se las decía: eran sus ojos, comprendió Manuel más tarde, ajenos a la sonrisa y a la voz y dotados de una expresión tan oscura como su conciencia, como la verdadera naturaleza de su desesperación. En la cocina Teresa y Amalia se acercaron reverencialmente a saludarlo. «Pero tiene usted las manos heladas, don Jacinto, acérquese a la estufa, que ahora mismo voy a ponerle el desayuno.» Las uñas sucias, las patillas de las gafas aseguradas con un hilo negro, los ojos ávidamente fijos en el café y el trozo de pan que Teresa disponía ante él. Llevaba un enfático abrigo que le venía grande, con cinturón y hebilla y faldones muy anchos, como los que se usaron algunos años antes de la guerra. Había dejado el sombrero encima de la mesa, pero no se quitó el abrigo ni se bajó las solapas para desayunar: se frotaba las manos grandes y desconocidas ovillándose en su vasto abrigo junto a la estufa, tan cerca de ella que lo sofocaba el humo, bebió el café sosteniendo la taza con las dos manos y no usó la servilleta para limpiarse la boca cuando hubo terminado. Apuró con la cucharilla las migas de pan que quedaban en el fondo de la taza y sólo entonces levantó los ojos hacia Manuel, que lo miraba fumando, desde el otro lado de la mesa, comprobando melancólicamente el impudor del hambre y los estragos del tiempo que los había derribado y los reunía ahora con la misma saña con que los dividió: no para ofrecerles el alivio del reconocimiento, sino la certeza de su imposibilidad. «Pan blanco», dijo Solana, «se me había olvidado hasta el sabor que tenía. ¿Sabes cuándo lo probé por última vez? En marzo del 39, el día antes de que los fascistas entraran en Madrid. Nos tiraban pan blanco desde los aviones, Manuel». Nunca, dice Manuel, nunca desde que regresó a Mágina lo escuchó complacerse en el dolor ni rememorar el odio o las batallas perdidas. En su voz, la guerra, cuando surgía, era tan lejana como todas las cosas, y nunca se detuvo a contarle por qué a principio de junio del 37 abandonó su trabajo en el Ministerio de Propaganda para alistarse voluntario en el ejército ni cuáles habían sido las circunstancias de su detención cuando acabó la guerra. Supo, únicamente, que cuando lo hirieron en el Ebro era sargento de ametralladoras, que' entre enero y marzo de 1939 estuvo en Madrid y vio a Orlando, que en 1940 compartió una celda de condenado a muerte con Miguel Hernández. Cuando terminó de desayunar se puso en pie y hundió las manos en los bolsillos del abrigo, y por un instante Manuel lo reconoció: era su antiguo gesto de resolución, la manera secreta y súbita que siempre tuvo de marcharse aunque permaneciera inmóvil. Había salido el sol en el jardín, y un viento helado golpeaba los cristales y estremecía el mecedor bajo la palmera. Lo miraron al mismo tiempo al oír el chirrido de las cadenas que lo sujetaban, y tal vez vieron los dos el mismo fantasma suspendido sobre el mecedor blanco, pero aún no hablaron de Mariana. «He empezado a escribir un libro», dijo Solana, señalando vagamente su maleta, en la que acaso guardaba ya los primeros borradores. «En la cárcel, como Cervantes», entreabrió los labios para sonreír y Manuel advirtió que le faltaban varios dientes. «Se llamará Beatus Ille. ¿Te gusta el título? Trata de Mágina, y de todos nosotros, de Mariana y de ti, de Orlando, de esta casa. Por eso necesitaba volver a verla. En enero del 39, cuando volví a Madrid, descubrí por casualidad dónde vivía Orlando, y fui a verlo. Era un piso muy oscuro y muy grande, en Arguelles, una casa antigua con todas las ventanas tapiadas que se mantenía en pie de milagro, porque estaba muy cerca del frente de la Ciudad Universitaria, era como una isla rodeada de escombros. Los bombardeos la alcanzaron una semana después, y supongo que Orlando murió sepultado entre las ruinas. Ya no vivía con aquel muchacho que vino con él a tu boda, y que tanto escandalizaba a Utrera y a tu madre. Se había casado, y no me preguntes el motivo, porque no lo sé. Lo vi muy enfermo, escupiendo constantemente en un pañuelo manchado de sangre, tiritando de frío sobre un colchón que parecía rescatado de algún muladar, porque en aquel piso no había camas ni muebles, sólo las baldosas desnudas y los radiadores helados de la calefacción. Su mujer era una especie de enfermera huraña que no dijo una sola palabra mientras yo estuve allí. Nos vigilaba en pie, desde la puerta de la habitación, y de vez en cuando le tomaba la temperatura y le traía tazones de caldo que él apuraba en seguida, como si tuviera miedo. Al principio no pareció reconocerme. Se reía mucho, con una risa tan extraña como su tos, se burlaba de mis galones de sargento llamándome "héroe comunista" y no sabía o no recordaba nada de la guerra, como si no le importara que estuviéramos a punto de perderla. "Los he engañado, Solana", me decía con aquella risa sórdida de moribundo, "querían llevarme al frente y han tenido que declararme inútil. Busca por ahí, entre esos papeles del suelo, busca uno donde dice que soy inútil para el servicio militar". Le pregunté por aquel cuadro que había decidido pintar cuando estuvo en Mágina, te acuerdas, el que imaginó en el cortijo el día antes de tu boda. Había decidido llamarlo "Une partie de plaisir", y nos decía a todos que iba a ser su obra maestra. No lo recordaba, por supuesto. "Me he retirado de la pintura, Solana. El arte y la felicidad son incompatibles". Pero yo vi en el suelo las últimas cosas que había pintado. Eran sólo acuarelas, y en todas se repetía el mismo paisaje. La colina de Mágina sobre los olivares, el perfil de la ciudad tal como aquel día lo vimos desde el cortijo. Las acuarelas tenían una belleza que no era de este mundo, que no era la perfección, sino algo que está más lejos y que ni siquiera pertenecía al arte, y menos aún al hombre que las había pintado. Entonces pensé que uno solo de aquellos paisajes bastaba para justificar a Orlando, y a todos nosotros, que fuimos cómplices de su deslumbramiento. Recordé con vergüenza todas las cosas que yo había escrito, los artículos en El Sol y en Octubre, los romances en el Mono Azul y en los murales de guerra, y me di cuenta de que necesitaba romperlo y olvidarlo todo para escribir algo que se pareciera a las acuarelas de Orlando.» Bruscamente Solana se quedó en silencio, dando vueltas aún a lo largo de las cristaleras del jardín, con la cabeza baja y las manos fieramente hundidas en los bolsillos del abrigo. «Ha vuelto a irse», pensó Manuel. Mientras hablaba, lentamente había ido recobrando los gestos, el modo de mirar y de mover las manos, el frío fervor de otro tiempo, pero ahora el silencio lo devolvía a su figura presente y desconocida y un poco temible: las duras mandíbulas sin afeitar, la nuca rapada y alta como un signo de obstinación o fracaso, los ojos miopes y enrojecidos de sueño que se posaron como dos espías en él cuando Jacinto Solana se quitó las gafas para limpiar los cristales empañados y le dijo lo que Manuel había adivinado y temido desde que lo vio en el patio: «Cuéntame cómo mataron a mi padre.»
Lo llamé desde lo alto de la vereda, pero el estrépito del agua que se desbordaba en la acequia desde la alberca no lo dejaba oírme, y entonces, en lugar de ir a donde él estaba o de llamarlo de nuevo, me quedé junto al álamo seco donde en mi adolescencia solíamos atar a la yegua para mirarlo largamente antes de que él pudiera advertir mi llegada, para mirarlo solo y absorto en su trabajo, como él siempre había querido vivir. Estaba en cuclillas, inclinado al filo de la alberca, bajo la sombra del granado, con el sombrero de paja que me ocultaba su rostro y la blusa negra y abrochada hasta el cuello que había vestido siempre. Vi sus grandes manos enrojecidas sacudiendo briosamente en el agua un haz de cebollas para limpiarles el barro de las raíces, y cuando se incorporó para poner el haz en una canasta de mimbre vi al fin su cara con la colilla del cigarro pegada a un lado de la boca. Desde la cima de la vereda la huerta descendía en una ladera de terrazas minuciosamente cultivadas, con ángulos tan precisos como los de una hoja de papel, limitados por las acequias y las higueras y granados en cuyos troncos tantas veces había hendido yo mi nombre con una navaja. Bajé la vereda y me detuve a la mitad para volver a llamarlo. Se levantó despacio, limpiándose las manos húmedas y rojas en el faldón de la blusa, y apagó cuidadosamente la colilla antes de besarme dos veces, como siempre había hecho, pero ahora era mucho menos alto que yo y tuvo que erguirse para alcanzar mi cara. «Anda que me has escrito una mala letra, malnacido.» Ante él siempre me paralizaba un antiguo pudor que no era del todo ajeno al miedo que le había tenido en otro tiempo, cuando era un hombre temible y grande como un árbol y me decía que iba a volverme idiota de tanto leer libros. «Es la guerra, padre», me disculpé, sin que él me atendiera, «que no me deja tiempo ni para escribirle». «¿La guerra?» dijo mirando en torno suyo, como si al no advertir sus señales en la tranquila tierra cultivada y en las acequias pensara que yo estaba mintiéndole. «¿Qué tienes tú que ver con la guerra?» Quise afirmar, y aun acusarle, quise decir algo con el preciso fervor, pero en mi propia voz, cuando le hablaba, reconocí el mismo tono vacuo de exageración o mentira que tenían entonces los comunicados oficiales. «Usted aquí no se entera o no quiere enterarse, pero les estamos dando un escarmiento a los fascistas» concluí. Recuerdo que se sentó, encogiendo los hombros, en el poyo de piedra que había bajo el granado, y que hurgó en la blusa buscando su colilla apagada, mirándome como si comprobara que al cabo de veinte años se había cumplido aquella sospecha suya de que los libros iban a volverme idiota. «Eso nos decían cuando nos mandaron a Cuba. Que íbamos a darles un escarmiento a los insurrectos. Y ya ves, un poco más y tú no naces.»