Vivía solo, en la huerta que él mismo había roturado, en la casa que levantó únicamente con sus manos antes de que yo naciera: un cobertizo con pesebres, una cuadra pequeña para los cerdos, una sola habitación donde estaba el fuego, la cama, los sacos de simientes y los aperos, los platos de barro donde cocinaba su comida exactamente con el mismo placer que hallaba en todos los oficios de la soledad, porque ahora, cuando está muerto, sé que era un hombre dominado por una fiera voluntad de estar solo, y que si se marchó de Mágina el 19 de julio de 1936 no fue porque tuviera miedo de la guerra, sino porque la guerra le ofreció el pretexto que siempre había deseado para abandonar la ciudad y huir el trato tedioso con los otros hombres. En la tarde de aquel 19 de julio salió a la calle y vio a un hombre que cruzaba corriendo la plaza de San Lorenzo y se apostaba en una de sus esquinas. El hombre, un desconocido, tenía la camisa empapada en sudor y miró a mi padre con la boca abierta, diciéndole algo que él no pudo entender, porque en seguida sonó un disparo en la plaza vacía y el desconocido, empujado contra la pared como por un golpe de viento, rebotó en ella sujetándose el vientre y cayó muerto sobre el empedrado.
A la mañana siguiente, sin hablar con nadie, mi padre cargó en la mula un colchón, una cama de hierro desarmada y el tomo segundo de Rosa María o la Flor de los Amores, un folletín en tres volúmenes de infinitas páginas y lóbregas litografías que había heredado de su padre y que muy probablemente no terminó de leer nunca. De niño yo me había internado en aquellos volúmenes con la exaltación y el horror de quien atraviesa de noche un bosque deshabitado, y muchos años después, cuando volví a Mágina para asistir al entierro de mi madre, descubrí que hacia la mitad del segundo tomo de Rosa María o la Flor de los Amores mi padre guardaba, cuidadosamente recortados y doblados, algunos de los artículos que por entonces yo había empezado a publicar en los periódicos de Madrid. Nunca le dije que los había visto: nunca él accedió a revelarme, siquiera indirectamente, que los leía y guardaba con un orgullo más fuerte que su voluntad de renegar de mí, que había huido de Mágina y del porvenir que él mismo me asignó aun antes de que yo naciera, cuando cavó un pozo en la roca viva y allanó una ladera de tierra estéril y levantó la casa que yo no quise compartir ni heredar y donde al fin pasó inflexiblemente solo los tres últimos años de su vida, lejos de una ciudad y de una guerra que no le importaban, del mismo modo que nunca le importó Alfonso XIII ni Primo de Rivera ni aquella vaga República que había cambiado las banderas de los edificios públicos y los nombres de algunas calles de Mágina. Porque yo le hablaba de ella y la defendía, debió pensar que la República pertenecía, como Madrid y la literatura, al mismo género de espejismos que me habían envenenado la imaginación desde que iba a la escuela e irremediablemente me volvían un extraño a sus ojos sin que él pudiera hacer nada por recobrarme.
Viejo y menudo bajo la blusa negra, pero dotado aún de una fuerza física que permanecía intacta porque era un atributo de su coraje moral, se cargó al hombro la canasta de cebollas y la subió a la casa sin permitir que yo le ayudara. Apilados bajo el cobertizo había canastas y sacos de hortaliza húmeda que me mostró con orgullo. «Fíjate lo que me importa a mí esa guerra. Cuando vi cómo mataban casi a nuestra misma puerta a aquel hombre me dije: "Justo, se han terminado de volver locos, y eso no es asunto tuyo." Así que cargué cuatro cosas en la mula, cerré con doble llave la casa y me vine a la huerta. No he vuelto a poner los pies en Mágina desde aquel día. La gente viene aquí y me compra la hortaliza, o me la cambia por lo que a mí me hace falta, que no es casi nada porque hasta el pan me lo hago yo. Y tú, ¿de qué vives?» «Tengo un empleo en el Ministerio de Propaganda.» Me miró en silencio moviendo la cabeza con un aire de desengaño que yo ya conocía: él, que nunca pidió nada ni obedeció a nadie, que nunca quiso trabajar sino para sí mismo ni tener nada que no hubiera ganado con sus propias manos. «Mira que comer del Gobierno… Vergüenza debiera darte, Jacinto.» Pero yo ya no podía explicar nada y ni siquiera defenderme, y no porque supiera que él no me iba a entender, sino porque yo mismo, en aquel lugar y en aquel instante, no era capaz de concebir una razón que me justificara. Las palabras usuales, las palabras todavía sagradas, la pura sensación de alegría y de furia que aún nos arrebataba en la primavera de 1937, eran aquella tarde cosas tan improbables y lejanas como la misma guerra en la conciencia de mi padre: un hombre desconocido y muerto en la claridad candente de la siesta de julio, un ruido de sirenas a medianoche que se confundían a veces con el pitido de los trenes que cruzaban el valle, una escuadrilla de aviones que volaban más alto que todos los pájaros y relumbraban al sol antes de perderse al otro lado de la sierra. Lo había sentido desde que crucé la puerta de la muralla y reconocí, junto a ella, el pilar donde cuando era un niño llevaba a la yegua blanca para lanzarla luego al galope por el camino de la huerta. Venía de casa de Manuel y tenía fijos en la memoria los ojos de Mariana, pero en cuanto dejé atrás la muralla y pisé el polvo delgadísimo de las veredas fue como si me despojara de mi figura presente para convertirme, a medida que descendía hacia el encuentro con mi padre, en la sombra de lo que yo había sido cuando aquellos caminos y el valle y la sierra azul eran el único paisaje de mi vida. Pensé que el tiempo no es sucesivo, sino inmóvil, que las regiones y los límites de su geografía se pueden dibujar con la precisión que tiene el mundo en los mapas escolares. Como las acuarelas de Orlando, la huerta de mi padre era una región indemne del tiempo, y yo no podía regresar a ella, igual que uno no puede cruzar un espejo o unirse a las figuras de un cuadro: podía, únicamente, si bien en ello no intervenía mi voluntad, aceptar el olvido, la transfiguración, el miedo y la imposible ternura que había sentido durante tantos años frente a mi padre, la parte de culpa que me correspondía por su desengaño o su vejez.
También entonces, como ahora, cuando tan inútilmente escribo para revivirlo, era imposible la gratitud. En la tibia tarde de mayo se prolongaba sobre nosotros la sombra de los terraplenes y de la muralla sur de Mágina, y el aire tenía el olor húmedo de las hojas de los granados, la transparencia fría del agua por las acequias. Ante mis ojos las terrazas de la huerta descendían hacia el valle como las estancias de un jardín sucesivo. Él estaba barriendo la tierra apisonada del cobertizo, y se detuvo al llegar a mi lado, mirando a donde yo miraba, como si hubiera adivinado la tentación que tan súbitamente me poseía, no como un deseo o un propósito, sino con la imperiosa certeza de un dolor que nos vuelve a herir cuando ya lo habíamos olvidado: «Que el mundo termine aquí, que no haya nada al otro lado de la sierra, sólo aquel mar de naufragios y acantilados oscuros que yo imaginaba entonces, porque lo había visto en un grabado de Rosa María.» Pero tal vez estoy queriendo corregir el pasado: es ahora, diez años después, encerrado como un fugitivo en esta habitación de ventanas circulares, cuando siento la ciega, la inútil tentación de arrancarme la conciencia como Edipo se arrancó los ojos para que no quede en mí sino la memoria de aquel jardín y de mi padre: alto, abotinado, asfixiado por el cuello duro y los botines que crujían de un modo extraño cuando caminaba por el corredor de la escuela, porque sólo se los ponía para asistir a los entierros, alto y de pronto cobarde cuando llamó a la puerta y pidió permiso sin atreverse a entrar antes de que el director se levantara para recibirlo. Yo acababa de cumplir once años, y una noche, después de echar el último pienso a los animales y atrancar la puerta de la calle, él se sentó frente a mí y apartó el libro que yo estaba leyendo para mirarme a los ojos. «Mañana voy a sacarte de la escuela. Bastante tienes con lo que sabes ya.» Detrás de mí, junto al fuego, mi madre cosía algo o simplemente lo miraba a él, no impasible, sino vencida de antemano, y aunque yo hubiera querido decirle algo o pedirle ayuda habría sido imposible, porque el llanto me detenía la voz y todo era muy lejano tras la niebla de las lágrimas. «No llores, que ya no eres un chiquillo. Los hombres no lloran.» Él recogió el candil de la repisa de la chimenea y le hizo una señal a mi madre. Me dejaron solo, alumbrado por las ascuas rojas de la lumbre, los ojos fijos en el libro y en las palabras que se deshacían como si estuvieran escritas sobre el agua. Al día siguiente, antes del amanecer, aparejé a la yegua blanca y la llevé a beber al pilar de la muralla. Amanecía cuando yo cabalgaba despacio por el camino de la huerta. Pensé no detenerme: seguiría hasta el fin el mismo camino blanco, más allá de las huertas, de los olivares, del río y de las remotas colinas azules que se ondulaban ante las primeras estribaciones de la sierra. Pero al llegar al álamo seco bajé de la yegua y la dejé atada de la brida, y me senté en el pesebre para esperar la plena luz del día, porque había traído mi cartera con los cuadernos escolares y quería terminar un ejercicio de aritmética, como si eso importara, como si tuviera ante mí un plácido porvenir de patios y pupitres y exámenes en los que siempre, no por amor al estudio sino por una especie de vengativa obstinación, conseguía la nota más alta. Esa mañana, sentado en el pupitre que compartía con Manuel, lo dejé copiar los ejercicios de mi cuaderno sin decirle una sola palabra, y no jugué con él ni con nadie cuando salimos al recreo. Con sus mandiles azules y sus cuellos blancos, los otros corrían gritando tras un balón o trepaban por las rejas del patio, pero yo no era como ellos. Yo miraba el gran reloj en la fachada de la escuela, parado desde siempre en las diez y cuarto, y esa hora detenida era más temible porque ocultaba el paso verdadero del tiempo, las otras agujas invisibles que aproximaban el momento en que mi padre, después de vender las últimas hortalizas y cerrar su puesto en el mercado, iba a ponerse el cuello duro y el traje y los botines de los entierros para informar al director de que yo, su hijo, Jacinto Solana, no iba a volver a la escuela porque ya era un hombre y él me necesitaba para trabajar en su tierra hasta el fin de mi vida. Pero cuando al fin llegó y entramos juntos en el despacho del director, lo vi infinitamente dócil, extraviado, vulnerable, murmurando «¿da usted su permiso?» con una voz que yo no le había escuchado nunca. Asentía, murmuraba cosas sosteniendo el sombrero con sus dos grandes manos que de pronto se me antojaron inútiles, difícilmente erguido en el filo del sillón donde sólo se había atrevido a sentarse cuando el director se lo indicó, y entonces yo sentí la necesidad de defenderlo o de apretar su mano y caminar junto a él igual que cuando era pequeño y lo acompañaba a vender la leche por las casas de Mágina. «Pero usted no sabe el disparate que está a punto de cometer, amigo mío»: defenderlo del director y de su blanda sonrisa y de sus palabras, que cobraban la misma cualidad hostil de la mesa de roble donde apoyaba las manos y del retrato de Alfonso XIII que había colgado sobre su cabeza. «Debo decirle que su hijo es el mejor alumno que tenemos en la escuela. Le auguro un porvenir magnífico, ya se incline por las ciencias o por las artes, caminos ambos para los que la naturaleza lo dotó de excepcionales cualidades. No, no es preciso que usted me lo diga: la agricultura es una profesión muy digna, y una gran fuente de riqueza para la nación, pero las jóvenes cabezas como la de su hijo están llamadas a profesar un destino, si no más digno, sí de mayor responsabilidad y altura.» Hizo una pausa para recobrar el aliento y se puso resueltamente en pie, posando en mis hombros sus manos blandas y pequeñas, con un gesto en el que al cabo de los años sospecho una vaga intención alegórica. «Su hijo, amigo mío, debe seguir aún bajo la custodia de sus maestros. ¿Quién le dice que no tenemos ante nosotros a un futuro ingeniero, a un médico eminente o, si me apura, a un tribuno de cálida oratoria? Muy grandes hombres salieron de un hogar humilde. Ahí tiene usted a don Santiago Ramón y Cajal.» Cuando al cabo de una hora salimos del despacho del director, caminamos en silencio por un corredor muy largo hasta la puerta de mi clase. Por encima del vago rumor que venía de las aulas alineadas yo escuchaba los pasos de mi padre y el crujido incómodo de sus botines, y recordaba su voz pronunciando al final las palabras que ni siquiera me había atrevido a desear -«Bueno, pues si usted lo dice lo dejaré aquí, con la falta que me hace, a ver si llega a ser algún día un hombre de provecho»-, pero no podía hallar en ellas la transitoria salvación que parecían prometerme, sino una culpa oscura y más cierta que la gratitud: la conciencia de una deuda que tal vez no merecía, que nunca iba a devolver. Antes de marcharse, mi padre se inclinó para darme un beso, sonriéndome de un modo que me hirió porque era la sonrisa de un hombre al que yo ya no conocía. «Anda, vuélvete a la clase, y no te entretengas al salir, que tienes que llevarme el almuerzo a la huerta.» Se volvió para decirme adiós desde la claridad última del pasillo, y cuando entré en el aula y Manuel se hizo a un lado para dejarme sitio en el pupitre me tapé la cara con las manos, para que no supiera que había estado llorando.