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Medina lo vio venir, pálido y todavía de uniforme, recién salido del hospital militar donde Mariana lo había acompañado durante los últimos meses, durante las noches de agonía y fiebre en las que tantas veces un dolor agravado por las pesadillas lo había hecho sentirse sumergido en la muerte, sin otro asidero con la lucidez y la vida que la mano que sostenía la suya y le enjugaba la frente y le acariciaba en sueños el rostro sin afeitar. La cara de Mariana se desvanecía en esfinges de animales, en caras de médicos que se inclinaban sobre él desde una altura infinita, en sombras sin cuerpos que las contuvieran, en una tranquila luz semejante a la de los amaneceres que poco a poco volvía a cobrar la forma y los rasgos de Mariana. Una vez, no podía recordar cuándo, porque en el hospital la medida del tiempo se deshacía y alargaba como los rostros de las pesadillas, despertó y Mariana no estaba sola junto a él, pero no era un médico quien la acompañaba. Alzándose ciegamente desde la oscuridad y el légamo de sábanas empapadas en sudor frío para no perder una delgadísima posibilidad de conciencia reconoció una voz que le decía algo, su olvidado nombre tal vez, un rostro afilado y el brillo de los cristales de unas gafas, y antes de desvanecerse de nuevo pudo saber quién era y decir «Solana», regresando en seguida a un asfixiado sueño en el que seguía oyendo su voz, las voces, como si ya estuviera muerto y ellos conversaran junto a su ataúd. Pero el día en que despertó por fin, libre del cieno de los sueños, Mariana estaba sola junto a la cabecera de la cama, con una blusa blanca y una cinta azul prendida en el pelo castaño, sonriéndole vencida por la felicidad. Así la vio Medina, en Mágina, una semana después, sentada junto a Manuel ante el velador del jardín, y en seguida pensó que no era la clase de mujer que él había imaginado mirando la fotografía, y menos aún la que Mágina había calculado y temido. «Tú eres Medina, ¿verdad?», le dijo, al levantarse, estrechándole la mano con un gesto absolutamente masculino, con la inmediata simpatía de ciertas mujeres hacia los amigos del hombre que aman. «Manuel y Solana me han hablado mucho de ti.» La piel clara, translúcida en las sienes, los ojos verdes o grises, la breve barbilla y la nariz como de pájaro atento que tan delicadamente supo dibujar Orlando. Era una mañana de abril muy cálida, y Mariana llevaba desabrochados los botones de la blusa blanca hasta el inicio de los senos.

«Así que esa era Mariana», dijo Medina, moviendo la cabeza como si aún le durara el asombro de aquella mañana remota. «Si usted la viera no la reconocería, porque no se parecía en nada a la foto de Madrid, ni siquiera a la que le tomaron el día de su boda. Sólo el dibujo de Orlando es aproximadamente fiel a la realidad. Pero es que los muertos dejan de parecerse en seguida a sus fotografías. Calculo que entonces Mariana debería tener veintisiete o veintiocho años, pero no los aparentaba en absoluto: su cuerpo se parecía un poco al de esa muchacha, Inés, pero no tenía el andar tan grave, ni esa reserva que se nota en los ojos de Inés cuando uno la mira. La mirada de Mariana era de una transparencia absoluta, cosa que a mí me inquietaba siempre, por algún motivo que nunca llegué a alcanzar. Era como si sus ojos pidieran algo, como si estuvieran vacíos, como si uno. con sólo mirarla, la viera desnuda. Al verla aquel día pensé que se parecía un poco a Hedi Lamarr. Por entonces a mí me gustaban las mujeres como Jean Harlow.»

Fue allí, en el jardín, a principios de mayo, cuando decidieron escribirle a Solana, y Medina supo que habían roto muchos borradores sobre el velador de hierro pintado de blanco antes de encontrar las palabras precisas, las cautas y fervorosas y cobardes palabras de invitación escritas con la caligrafía inglesa de Manuel que Solana leyó en su casa de Madrid jurándose que no habría tregua, que no accedería nunca a sonreír y a aceptar y a ser testigo de la culminación de su fracaso, rompiendo luego la carta con minuciosa rabia no hacia Manuel ni Mariana, sino hacia sí mismo, prometiendo a la pared vacía, a los trozos de papel que aún sostenía en las manos, que el veinte de mayo de mil novecientos treinta y siete no estaría en Mágina.

Abro los ojos pero todavía no puedo ver nada ni recordar nada. Boca abajo, la cara contra la sábana, las manos tensamente asidas a los barrotes de la cabecera, palpo el hierro frío y reconozco sus molduras como si reconociera y tocara los límites de ese cuerpo que lentamente va siendo el mío. En la primera oscuridad que han encontrado mis ojos se van precisando zonas de luz amortiguada, la mancha clara de las cortinas, la forma de la puerta, la ventana, circular como un ojo que me hubiera estado espiando mientras dormía, fijo en mí y en la plaza que el rumor del agua cayendo sobre el brocal de la fuente me trae ahora a la memoria, y la agrega al mundo. Parece como si al despertarme yo hubiera echado a andar de pronto el reloj que hay sobre la mesa de noche: verde pálido en la penumbra, esfera y agujas fosforescentes que señalan una hora vagamente suspensa entre las cuatro y las cinco de la madrugada. Rozo la pared con los dedos, tras los barrotes de la cabecera, en busca del interruptor de la luz, pero es inútil, porque la cortaron a las once. En la mesa de noche, junto al despertador, dejo siempre la palmatoria, el tabaco, una caja de cerillas, el papel y la pluma. A veces me despierto urgido por una intuición que en sueños me pareció memorable y que se deshace en nada cuando quiero escribirla. Sueño que escribo una página definitiva y perfecta, que no hay o no encuentro suficiente papel para recibir todas las palabras que siguen fluyendo y se derraman y pierden y desvanecen en el aire mientras yo busco una sola hoja en blanco, un papel, una superficie lisa donde pueda inscribirlas para salvarlas del sueño. Escribo y la tinta se deshace en grandes manchas azules, en papeles súbitamente líquidos, trazo signos con una navaja sobre la piedra húmeda de una pared que es la de cualquiera de las celdas donde me he despertado durante ocho años y la punta de acero se quiebra sin poder herir esa dura materia. Quiero escribir pero he olvidado cómo hacerlo y estoy solo ante el pupitre donde me sentaba en la escuela. Sueño el insomnio, el miedo, el papel en blanco. Enciendo a tientas la palmatoria: un punto de luz que asciende, cuando parecía extinguido, una lengua amarilla y picuda que alumbra el reloj, la mesa de noche, mis propias manos que lían un cigarrillo, porque ya sé que no volveré a dormirme. Llevo la palmatoria a la mesa, dispongo en torno mío el tintero, la pluma, el papel de fumar, las hojas blancas y apiladas, el cenicero. Trazo una larga línea sobre el papel no manchado y la miro como si fuera la escritura de un idioma que ignoro.

«Por qué no escribes un libro de verdad», decía él, «una novela como Rosa María, para que yo pueda leerla». Un solo libro que tuviera la misteriosa apariencia que habían poseído todos los libros en mi infancia: un objeto denso y necesario, un volumen grávido por la geometría de las palabras y la materia del papel, con duros ángulos y tapas gastadas por el largo trato con la imaginación y las manos. Tal vez ahora no estoy escribiendo para mí ni para salvar una memoria proscrita: oscuramente me conduce el deseo de tramar y hacer un libro igual que un alfarero modela una jarra de arcilla: para que lo toquen sus manos de muerto y lo lean y revivan sus ojos cegados por el miedo final y el estupor de un destino que no le pertenecía. Me dicen, dice Manuel, que nadie sabe por qué lo mataron, pero eso es un modo piadoso o cobarde de no decir que lo mataron porque era mi padre. Probablemente temían que yo hubiera logrado escapar: acaso calcularon que no bastaba una sola muerte para agotar mi castigo o mi culpa. Sé, me han dicho, que el segundo o el tercer día de abril de 1939 lo vieron llegar a la plaza de San Lorenzo exactamente igual que se había marchado tres años atrás. Ató la brida del mulo a la reja de la ventana, abrió la puerta con su gran llave de hierro, descargó el colchón y la cama desarmada y preguntó a un vecino quién había ganado la guerra, moviendo pensativamente la cabeza cuando se lo dijeron. Durante varios días no salió de la casa. Escuchaba la radio hasta muy entrada la noche, vigilaba la plaza tras los postigos de un balcón, y cuando alguien llamaba a la puerta se apresuraba a abrir, contra su antigua costumbre.

Al cuarto día llegó a la plaza una camioneta pintada de negro y se detuvo bajo los álamos, enfilando a la casa. Con estrépito de puertezuelas violentamente cerradas y botas militares bajaron cinco hombres uniformados de camisa azul y boina roja. Dentro de la camioneta, junto al conductor, quedó un hombre de paisano que hacia a los otros señales afirmativas indicándoles la puerta todavía cerrada. Cuando abrió para mirar quién llamaba le hincaron el cañón de una pistola en el pecho, obligándolo a retroceder hacia el interior del portal, gritándole que no bajara las manos de la nuca. «¿Eres tú Justo Solana?» dijo uno de ellos, el que le había apuntado por primera vez. Golpeándolo con las culatas de las pistolas lo empujaron hacia la calle, hasta que estuvo cerca de la ventanilla por donde lo miraba el hombre de paisano. Estuvo un rato así, inmóvil, cercado por las pistolas, con las manos unidas bajo la nuca, y al final el hombre de paisano, que había bajado el cristal de la ventanilla para mirarlo mejor, dijo: «Éste es. Lo he reconocido en seguida», y los otros, como si obedecieran una orden, lo hicieron subir a culatazos en la camioneta y luego saltaron a ella apuntando todavía hacia las ventanas cerradas de la plaza, que sólo volvieron a abrirse muy levemente cuando el ruido del motor se había perdido por los callejones.

He visto el lugar a donde lo llevaron. Un convento, ahora abandonado, que durante la guerra fue almacén y cuartel para las milicias anarquistas, en una de esas plazuelas sin árboles que uno encuentra a veces inopinadamente al final de una calle de Mágina. En 1939 blanquearon la fachada del convento para tachar los grandes rótulos pintados en rojo que la cubrían, pero los años y la lluvia han desleído tenuemente la cal y ahora pueden adivinarse de nuevo las iniciales, las palabras condenadas. F.A.I., debió leer en la fachada cuando lo hicieron bajar de la furgoneta. Loor a Durruti, pero sin duda ignoraba quién era Durruti y qué significaban las iniciales furiosamente escritas con brochazos rojos. Eran únicamente una parte de la guerra que al final lo había atrapado, tan indescifrables como la guerra misma y los rostros de los hombres que lo empujaron y el motivo que usaron para detenerlo. Los sótanos, la capilla, las celdas de los frailes, estaban llenos de presos, y habían tendido una alambrada espinosa entre las columnas del patio para alojar allí a los que ya no cabían en las celdas. Desde la calle se veía una niebla de rostros oscuros adheridos a las rejas de las ventanas, de ojos y manos asidas a los barrotes o surgiendo desde la penumbra como animales extraños o ramas de árboles que inútilmente se alargaran para alcanzar la luz. Había también, supongo, en los corredores altos, donde apenas llegaba el ruido de los tacones y las órdenes y los motores de los camiones cargados de presos que se detenían en la plaza, un atareado rumor de papeles y máquinas de escribir, ventiladores, tal vez, listas de nombres interminablemente repetidas en papel carbón y comprobadas por alguien que iba deslizando un lápiz por el margen y se interrumpía de vez en cuando para corregir un nombre o trazar a su lado una breve señal.

Sé que todos los días, a la caída de la tarde, llegaba a la puerta del convento una hilera de burros cargados con hojas de coliflor. Volcaban los serones en el zaguán, y una cuadrilla de presos vigilados por guardianes marroquíes recogía el forraje a grandes brazadas y lo arrojaba a los otros sobre la alambrada del patio. Las grandes hojas de un verde entre azulado y gris se derramaban entre las manos tendidas de los presos, que peleaban para conseguirlas y las desgarraban y mordían luego ávidamente sus nervaduras chupando su jugo pegajoso y amargo. Él no comió. Él no quiso humillarse entre los grupos de hombres que se disputaban una hoja de forraje de vacas y avanzaban a gatas buscando entre los pies de los otros un resto inadvertido o pisado. Después de comer esas hojas que crujían como papel de estraza y dejaban un sucio rastro verde y húmedo alrededor de la boca, algunos presos, tal vez los que más fieramente habían peleado para conseguirlas, se retorcían sobre las losas y vomitaban apretándose el vientre y amanecían muertos e hinchados en medio del patio o en el rincón de una celda. Silencioso y solo, él miraba los rostros desconocidos y las cosas extrañas que sucedían a su alrededor y pensaba que eso, al fin, era la guerra, la misma crueldad y desorden que había conocido cuando en su juventud lo llevaron a Cuba. De vez en cuando, a medianoche, escuchaba los retemblidos de un camión parándose junto a la puerta del convento. Entonces el silencio se imponía de golpe sobre el murmullo de los cuerpos amontonados en la oscuridad, y todas las pupilas quedaban fijas en el aire, nunca en los rostros de los otros, porque mirar a otro hombre era tener ante sí la prefiguración de la llamada y la muerte. Al ruido del camión sucedía el de los cerrojos y el redoble de las botas por los corredores. Entre dos columnas del patio, en el umbral de una celda, se detenía un grupo de figuras uniformadas, y una de ellas, alumbrando con una linterna la lista mecanografiada que sostenía en la otra mano, iba leyendo lentamente los nombres, equivocándose a veces al pronunciar un apellido difícil.