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Una noche pronunciaron el suyo. Tenía los huesos entumecidos de humedad y un ingrato sabor como de ceniza en la boca. Dos guardias lo alzaron del suelo y le ataron las manos a la espalda con un alambre. Pensó en mí, de quien nada sabía desde dos años atrás, en su casa cerrada, en su tierra sola bajo la noche. Lo hicieron subir a la caja del camión y lo maniataron contra el espaldar de una silla, al lado de un hombre de cabeza derribada que se estremecía en sus ataduras con un llanto sordo y continuo. Habían clavado una doble fila de sillas de anea sobre las tablas del camión, y los hombres atados a los espaldares permanecían alineados y rígidos, como si asistieran a su propio velatorio, oscilando gravemente en las curvas de los callejones y rebotando convulsos cuando el camión dejó atrás las últimas esquinas alumbradas y se internó por un camino de tierra en los baldíos del norte de la ciudad. Sintió el ilimitado olor del aire y de los descampados en la noche que los faros hendían buscando el camino del cementerio. El camión avanzó al fin entre cipreses oscuros, y al llegar ante la verja de hierro giró a la izquierda continuando por una estrecha vereda a lo largo de las tapias bajas y encaladas. Alguien gritó al conductor que se detuviera, y el camión retrocedió hasta situarse frente a un tramo de la tapia donde la cal estaba picoteada de disparos. Dos soldados iban desatando las cuerdas que los sujetaban a las sillas y empujándolos luego para que saltaran del camión. Los alinearon ante la tapia, deslumbrados por los faros amarillos que alargaban sus sombras sobre la tierra removida y manchada. Mucho antes de que sonaran los cerrojos de los fusiles y la detonación única que no llegó a escuchar, él ya había dejado de tener miedo, porque se sabía al otro lado de la muerte: la muerte era esa luz amarilla que lo cegaba, era la sombra que se iniciaba tras ella y cobraba la forma de los olivos cercanos y de los hombres emboscados o confundidos con ellos que levantaban sus fusiles y permanecían inmóviles durante un tiempo sin fin, como si no fueran a moverse ni a disparar nunca. No el dolor del vacío ni el vértigo de caer con las manos atadas sobre la tierra o sobre otro cuerpo, sino una súbita sensación de lucidez y abandono y crudo sabor de sangre en la boca cerrada contra la oscuridad.

Enciendo un cigarrillo en la vela y la voy apagando despacio al expulsar el humo. El humo es azul y gris y queda suspendido en el aire como la luz gris en la que emergen la habitación pintada de blanco y la cama deshecha, la plaza azul bajo los tejados y las acacias. Tras las ventanas circulares, como en la cabina de un buque, presencio el amanecer de Mágina, fumando inerte, junto al cristal, como si amaneciera en una ciudad donde yo también estoy muerto.

«Y ahora está tendido en la habitación», pensó Manuel, «con los postigos cerrados, con los ojos cerrados, con las manos unidas sobre la hebilla de ese abrigo absurdo que huele a tren y que no se ha quitado porque tiembla de frío aunque Teresa haya encendido el fuego frente a su cama, las manos unidas, los dedos entrelazados sobre el abrigo y los pulgares chocando rítmicamente entre sí, como si contara el tiempo sin forma ni límites ni destino preciso igual que lo cuentan los latidos del corazón o la gota de agua que cae de noche de un grifo mal cerrado. Me ha oído cuando entré y ha fingido que dormía, o tal vez estaba dormido de verdad y es que su sueño se parece a un fatigado insomnio, vestido, sobre la cama, la maleta sin abrir en medio de la habitación, los zapatos con los cordones desatados manchando de barro el filo de la colcha, y ese olor a manta áspera y a madrugada fría que yo ya había olvidado»: aún antes de que su madre entrara en el comedor, examinándolo todo con una sola mirada en busca de alguna señal que denunciara la llegada del huésped y el enemigo, Manuel sabía que la presencia de Solana en la casa iba a gravitar sobre el previsible silencio en que sucedería la cena, aunque su nombre no fuera pronunciado, pues doña Elvira había sabido siempre usar el silencio como una acusación y un insulto, y el de Solana era uno de los nombres que ella no pronunciaba nunca, obedeciendo a una fiera norma de orgullo que le fue inculcada en su juventud. Cuando apareció al fin en el umbral del comedor, flanqueada por Amalia como por una antigua dama de compañía, Manuel y Utrera se pusieron en pie al mismo tiempo, pero fue Utrera quien se apresuró a apartar la silla destinada a ella en la cabecera de la mesa, sosteniendo el respaldo, mientras doña Elvira se sentaba, con una excesiva inclinación como de camarero de hotel. En aquellos años, dijo luego Medina, Utrera parecía empeñado en mantener un cierto aire de recepcionista de película, solícito siempre y un poco sudamericano, levemente aceitoso, con sus trajes a rayas y el pelo inflexiblemente ondulado por el fijador, con el delgadísimo bigote negro que le exageraba la sonrisa, la línea blanda de la boca.

«Señora», dijo, mientras doña Elvira desplegaba la servilleta y se la ponía en el regazo, mirando sin expresión hacia el otro lado de la mesa, pero también, muy de soslayo, a Manuel, que se sentaba a su izquierda, «no tengo palabras para agradecerle que haya aceptado mi invitación de esta noche. Con su permiso, diré a Amalia que empiece a servir la cena». El ayuntamiento de un pueblo cercano le había encargado una copiosa alegoría de la Victoria, y como le pagaban según el número de figuras, igual que a los pintores del Renacimiento, había decidido invitar a Manuel y a su madre a una cena que él mismo calificó de especial. Después de pedir permiso a Manuel, que se encogió de hombros, Amalia había accedido a servir la cena en la vajilla de plata, y a poner en la mesa dos candelabros de bronce que habitualmente estaban sobre el aparador y eran un testimonio parcial del tiempo en que aún vivía el padre de Manuel y se celebraban en la casa cenas de gala como aquella a la que asistieron Alfonso XIII y el general Primo de Rivera. A la luz de los candelabros, el comedor… y las tres figuras congregadas en torno a la mesa demasiado grande tenían la melancólica apariencia de un simulacro sin fortuna. Como en las cenas de protocolo de su adolescencia, Manuel se miraba obsesivamente los puños de la camisa y las manos que sostenían el tenedor y el cuchillo, alzando a veces la cabeza para asentir a lo que Utrera decía, a su solicitud y sonrisa, lejanas, como los gestos de un actor que se ha quedado solo en el escenario y trata de conmover al público de una sala medio vacía. Notó, de pronto, que Teresa había salido del comedor y tardaba en regresar, y una mirada al perfil de su madre le hizo adivinar que también ella había advertido la ausencia de la muchacha. «Teresa», dijo doña Elvira, interrumpiendo algo que le contaba Utrera. Amalia dio un paso y se acercó a ella, pero miraba a Manuel, como si le pidiera una señal. «Dígame, señora.» Doña Elvira dejó pausadamente el cuchillo y el tenedor sobre el mantel y habló separando apenas los labios. «No te he llamado a ti. ¿Es que no está Teresa?» Amalia aún miraba a Manuel, alisándose nerviosamente con los dedos el filo del delantal blanco. «Vuelve en seguida, señora.» Fue entonces cuando Manuel habló, entendiendo, aceptando la trampa que se le tendía, atreviéndose a mirar los ojos de su madre igual que los había mirado el día en que le dijo que iba a casarse con Mariana, imitando sin darse cuenta su misma fijeza azul, despojada de toda voluntad de explicación o desafío. «Teresa ha ido a subirle la cena a Jacinto Solana.»

También ella había oído la campanilla desde su dormitorio, adivinando en su largo sonido un peligro que no alcanzó a precisar, porque no pudo reconocer la voz del recién llegado, pero en seguida, cuando oyó que se cerraba la puerta de la calle, hizo sonar imperiosamente el timbre para que subiera Amalia, y preguntó y supo, mientras la criada le ayudaba a vestirse, que la antigua amenaza nunca había estado muerta, sólo incubada, durante diez años, dispuesta a regresar en cualquier instante de un porvenir que ella siempre había temido y que ahora se cumplía tan inevitablemente como la llegada del otoño o de la vejez. «Así que no lo mataron en la guerra ni después de la guerra», dijo, «así que lo condenaron a muerte y lo indultaron y ahora ha salido de la cárcel para venir a mi casa». «Le he oído decir que se marchará pronto», dijo Amalia, tras ella, poniéndole el peinador bordado sobre los hombros. «No importa que se quede o que se vaya hoy mismo. Ha venido y mi hijo lo ha visto. El mal ya está hecho.» Pero preguntaba todas las mañanas si se había marchado, sin decir su nombre, aludiendo con un gesto de la cabeza a la parte de la casa donde estaba alojado el extraño, y todos los días, durante la primera semana, recibió la misma respuesta, que no explicaba nada, porque nadie, ni el mismo Manuel, sabía el propósito de Solana. Le dijeron que probablemente estaría enfermo, porque tosía y le temblaban las manos y casi nunca salía de la habitación ni se levantaba de la cama, que cuando Teresa le subía la comida y la dejaba sobre la mesa de noche él hacía como si no la hubiera visto, pero luego, en cuanto la muchacha salía de la habitación, se incorporaba y comía sin quitarse el abrigo ni usar los cubiertos ni la servilleta, interrumpiéndose de golpe si escuchaba un ruido junto a la puerta, como si le diera vergüenza que alguien pudiera descubrir el hambre que había traído. «Aún no ha abierto la maleta», dijo Amalia en la mañana del cuarto día, «ni siquiera ha desatado la cuerda con que la trajo atada, ni la ha movido del sitio donde la dejó cuando vino». La maleta intacta, el abrigo, el armario vacío, incluso la actitud de Manuel, a quien muy pocas veces vieron conversando con Solana, se fueron estableciendo gradualmente como señales de una inmediata partida, de una tregua, al menos, porque al paso de los días la presencia del extraño parecía disolverse sin que ocurriera nada. Doña Elvira no llegó a encontrarse con él en el comedor, como había temido, ni pudo verlo en el patio o en el pasillo de la galería. Pero le bastaba saberlo muy cerca de ella, en la casa, en la misma habitación que había ocupado en 1937, imaginarlo solo, esperando algo, envenenado de un propósito que ella sólo descubriría cuando ya fuera demasiado tarde para atajar su maleficio. «Como entonces», dijo ante Utrera, «como cuando mi hijo se lo traía a merendar procurando, el muy infeliz, que yo no me diera cuenta. Pero en la biblioteca quedaba el olor de las alpargatas de goma». Comían solos, doña Elvira y Utrera, porque Manuel había dejado de asistir al comedor y pasaba el tiempo en el palomar, en las habitaciones altas, ocupado, según supieron por Teresa, en dirigir el trabajo de los albañiles a los que había contratado para que revisaran la techumbre. Eligió la vasta habitación de las ventanas circulares, que había sido durante treinta años almacén de muebles viejos y cuadros religiosos arrumbados contra las paredes y arcones como ataúdes donde se guardaban solemnes trajes de gala y disfraces de carnaval no usados desde el fin de siglo. Los albañiles lo trasladaron todo a un desván, cegaron las madrigueras de los ratones y pintaron de blanco el techo y las paredes de la habitación y los postigos de las dos ventanas que daban a la plaza. Con la ayuda de Teresa, a quien había sugerido que guardara silencio incluso ante su tía Amalia, Manuel limpió el piso de madera hasta devolverle su antiguo tono castaño y dispuso tan meditativamente los nuevos muebles en la habitación que Teresa sospechó que tenía el propósito de trasladarse a ella. Una cama con doble colchón de lana y sábanas limpias y mantas no usadas nunca, frente a las dos ventanas circulares, orientadas al sudeste, para que llegara a ellas la primera luz del día, un escritorio de roble, entre las dos ventanas, con molduras isabelinas recién barnizadas, una reluciente Underwood, una estilográfica inglesa y un tintero y un paquete de hojas en blanco cuidadosamente apiladas en el primer cajón, y en la pared, sobre el escritorio, un paisaje oscurecido y arcádico del siglo xviii en el que se adivinaba un arrabal ocre y una larga góndola cruzando las aguas de la laguna de Venecia. Pero si Manuel iba a confinarse en esa habitación adonde no llegaban las otras voces de la casa no sería únicamente para dormir, pensó Teresa: era como si hubiera decidido prepararlo todo para cortar definitivamente su trato con el mundo, porque tendió una cortina en uno de los extremos y guardó tras ella un infernillo de petróleo y una alacena con platos y cubiertos para una sola persona, embutidos, latas de conserva, botellas de vino que entre los dos subieron más o menos clandestinamente de la bodega y hasta un paquete de velas para alumbrar la habitación cuando a las once de la noche se cortara la luz eléctrica. A la luz de una de ellas, la noche del quinto día desde la llegada de Solana, Manuel y Teresa comprobaron una por una todas las cosas como si revisaran los camarotes y la bodega de un barco que está a punto de emprender su viaje, y Manuel, exhausto, porque no habían cesado de trabajar desde el amanecer, encendió un cigarrillo y se sentó frente a la máquina de escribir, rozando el teclado con la yema del dedo índice, sin atreverse a pulsar las letras agrupadas e iguales, sintiendo sólo su breve tacto metálico como una posibilidad de interminables palabras. Recordó entonces algo que Jacinto Solana le había dicho en una carta muy antigua: las palabras, la literatura, no están en la conciencia de quien escribe, sino en sus dedos y en el papel y en la máquina de escribir, igual que las estatuas de Miguel Ángel en el bloque de mármol donde se revelaban. A la mañana siguiente, cuando Teresa entró con la bandeja del desayuno en el dormitorio de Solana, lo encontró ya en pie, abrochándose frente al espejo el cinturón del abrigo que tal vez tampoco esa noche se había quitado para dormir. «Me ha dicho que se va hoy mismo», se apresuró a decirle a Manuel, cuando volvió a la cocina, y unos minutos más tarde Amalia ya repetía la noticia ante doña Elvira, que no mostró ni una señal de alivio cuando la supo. «Lo he visto en el corredor de la galería», dijo Amalia, «con el sombrero puesto y la maleta en la mano. No lo he oído toser, y ya no está tan pálido como cuando vino». Avanzaba por el corredor igual que había caminado desde que salió de la cárcel, despacio y muy cerca de la pared, como si quisiera abrigarse en ella, fatigado y tenaz, una mano en el bolsillo del abrigo y la otra asiendo la maleta con los crispados nudillos que sobresalían justo al filo de la manga sucia, y no era el olor a cárcel y a tren ni el agobio de los hombros lo que señalaba su porvenir de intemperie y de estaciones sin destino, sino ese gesto lívido de la mano que sostenía la maleta como si fuera un atributo aceptado y necesario de su condición, igual que la sumaria corbata, el cuello oscuro de la camisa, el abrigo de otra época y de otro hombre que tal vez aún estaba en la cárcel. Andaba con la cabeza baja, mirando tras los cristales de la galería la luz ámbar que descendía hacia el patio, pero no llegó a bajar las escaleras, porque Manuel lo estaba esperando y no pareció escucharle cuando él le dijo que se marchaba. «Ven. Quiero mostrarte algo.» «Tengo prisa, Manuel. Me han dicho que pasa un tren para Madrid a las once.» Le quitó la maleta, y lo hizo subir con él a una región de la casa que Solana nunca había visitado: escaleras oscuras, salones vacíos con espejos en las paredes y guirnaldas pálidas pintadas en las esquinas de los techos, hornacinas de vidrio donde brillaban los ojos fijos de santos modelados en cera con bucles de cabello humano. Llegaron al fin a la primera puerta de un corredor cuyo extremo se perdía en la oscuridad, y cuando Manuel la abrió fue como si la luz del día se derramara violentamente sobre ellos. La mesa, entre las dos ventanas, la alta máquina que relucía dorada y negra y metálica en el sol helado de la mañana de enero, las paredes blancas que aún olían tenuemente a pintura, el aire poblado de una fragancia de sábanas limpias y barnices que repetían en la memoria de Solana aquella lejana invitación que conoció como un agravio la primera vez que Manuel lo hizo entrar en la biblioteca de la casa, quedándose en el umbral, exactamente igual que ahora, para permitirle que se internara solo en el deslumbramiento de la delicia. Dio unos pasos, como entonces, sin atreverse a penetrar del todo, permaneció quieto ante la máquina, ante la claridad de las ventanas circulares, tomando la pluma y dejándola luego cuidadosamente, como si temiera dañarla con sus duras manos inhábiles, y acaso fue al ver el paquete de picadura y el papel de fumar cuando advirtió definitivamente que la habitación y la máquina y la cama con su embozo blanco habían sido preparadas para él, porque Manuel sólo fumaba cigarrillos rubios. «Sabes que no puedo aceptar, Manuel. Sabes que no podría pagarte nunca», dijo, mirando todas las cosas ofrecidas e intactas, e hizo un brusco ademán como para salir de allí y renegar de ellas cuando aún era posible no rendirse a su tentación, pero Manuel seguía ante la puerta y le cerraba el paso. «Escribe tu libro aquí. En el primer cajón de la mesa tienes todo el papel que puedas necesitar. Yo me ocupo de que no te moleste nadie.» Dejó la llave sobre la mesa y salió cerrando muy despacio. Oía los pasos de Solana, el silencio, luego los muelles de la cama y otra vez el silencio y los pasos sobre el entarimado, la máquina de escribir, sonando como si el dedo índice golpeara una y otra vez la misma letra elegida al azar y repetida con infatigable saña sobre el papel, sobre el rodillo negro y vacío.