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Al oír el silbido todavía lejano Mariana avanzó hasta el filo del andén para mirar la vía desierta que iba a perderse entre los sembrados verdes y los primeros olivares, y el viento ábrego, el que anuncia la lluvia, le estremeció el pelo y la falda y la tela blanca de la blusa, como si estuviera asomada a un muelle junto al mar. «Ya viene», me gritó, señalando la columna casi inmóvil de humo que se inclinaba sobre las copas de los olivos, y luego volvió hacia mí alisándose el pelo y la falda que al levantarse había descubierto durante un instante delicioso sus rodillas, pero la sonrisa que ahora había en sus labios ya no me pertenecía, y su impaciencia por la llegada del tren donde venía Orlando era un agravio muy semejante al desasosiego de los celos. Odié el tren y odié a Orlando, porque venían para decapitar mi soledad con ella, emisarios del tiempo que me la arrebataba y de las horas futuras en que me arrasaría su ausencia. Despojado de la voluntad, de la resignación, del orgullo, yo ya no consistía sino en los dos ojos sedientos que miraban a Mariana y en la conciencia de la tregua última que se concedía envenenadamente a mi imaginación. Se estaba marchando ya, aunque pareciera inmóvil, yo la sentía perderse con la lentitud de las agujas de un reloj, de un tren que inicia su partida en silencio deslizándose hacia las luces rojas de la oscuridad, y la estación vacía, la quietud indolente de la mañana de mayo, fueron de pronto, cuando sonó el segundo silbido y vi la columna de humo que se aproximaba, el paisaje de una isla abolida donde yo me había quedado desertado y solo, mirando el reloj, que señalaba el mediodía, calculando el lugar y el destino de mi próxima huida, sin internarme en el porvenir más allá de tres días, porque tras ese límite no quedaría nada. La tregua, que para mí estaba deshaciéndose como un rostro de humo, duraba interminablemente para Mariana, y esa mutua discordia en la percepción del tiempo me hería como una deslealtad más cierta que su matrimonio con Manuel. «Cuento los días, Jacinto, no puedo vivir en esa casa, con esa mujer que no me mira y me odia sin decirme nada, con ese tipo, el escultor, que me mira siempre al escote y tiene las manos húmedas. Hasta Manuel se me vuelve un desconocido.»

Era al principio, esa mañana, cuando llegamos a la estación, en el Ford que había pertenecido al padre de Manuel, cruzando las calles iluminadas y vacías de la ciudad, la avenida de tilos que terminaba en la explanada alta de banderas donde un mozo de uniforme nos saludó levantando el puño. Había silenciosas mujeres de luto y soldados heridos en los bancos del andén y violentos carteles de guerra en todas las paredes que tenían un aire entre anacrónico y lejano, como si la guerra que exaltaban no tuviera nada que ver con la tranquila estación y la mañana de Mágina. Estábamos solos, Mariana y yo, habíamos estado solos en la casa cuando bajé a desayunar y la encontré esperándome en el comedor, recién bañada y liviana, con el pelo húmedo y la camisa blanca desabrochada hasta muy cerca del inicio de los pechos sueltos y pálidos que yo vislumbraba en su leve penumbra cada vez que ella se inclinaba hacia mí para decirme algo y que me devolvían con súbita claridad y dolor a la tarde de 1933 en que la vi desconocida y desnuda en el estudio de Orlando. Había sido siempre así, pensé, rozarla siempre con mis ojos y mis manos y no cruzar nunca el abismo que divide a los cuerpos cuando están tan cerca que un solo gesto o una sola palabra bastaría para rasgar la telaraña cobarde que anuda el deseo a la desesperación, cuatro años justos que se resolvían en ceniza y en nada, con la fría serenidad visible de lo que ya ha sucedido, igual que se deshacía en el café el azúcar que yo estaba vertiendo en la taza, frente a Mariana, moviéndolo con una cucharilla, impasible, atento, turbiamente absorto en mi desayuno y en su camisa entreabierta. Pero estábamos solos y el silencio de la casa era como un don último que yo nunca me hubiera atrevido a solicitar, y, del mismo modo que en Mágina parecía no existir la guerra, porque no sonaban sirenas nocturnas ni había escombros quemados en medio de las calles, la ausencia de los otros me permitía el privilegio clandestino de imaginar que nadie iba a venir para disputarme a Mariana, limpiamente ofrecida a mis ojos en el comedor vacío. Manuel se había marchado muy temprano al cortijo, usando el tranvía, y no el automóvil, para que Mariana y yo pudiéramos subir a la estación a recoger a Orlando. Cuando me acomodé junto a ella en el asiento de cuero y cerré de un golpe la portezuela al mismo tiempo que Mariana encendía el motor fue como si también a mí me arrebatara su empuje, muy violento al principio, muy duramente contenido por ella cuando doblábamos el primer callejón camino de la plaza del general Orduña, pasando luego como un rumor o un largo golpe de viento contra los cristales cuando enfilamos las anchas calles despobladas del norte y Mariana, que había permanecido inclinada y tensa sobre el volante, se echó hacia atrás y me pidió que le encendiera un cigarrillo. Ilimitadamente ahora me pertenecía, no a mí, que iba a perderla, sino a la ternura de mis ojos que agregaban en el interior cálido del automóvil nuevas imágenes desconocidas a la figura de Mariana. Mariana de perfil contra el cristal de la ventanilla, sus manos deslizadas o firmes en el volante, su pelo castaño levantado y luego caído sobre la frente y el gesto rápido de la mano que lo apartaba y en seguida volvía a posarse en la palanca del freno, su frente y su nariz y su boca y al otro lado las fugaces calles reconocidas de Mágina, el cementerio lejano entre los descampados, las sombras de los tilos que sucesivamente hurtaban su rostro y lo devolvían a la luz, su risa, cuando detuvo el automóvil frente a la estación, como si hubiéramos culminado una aventura.

Nos dijeron que el tren de Orlando tardaría dos o tres horas en llegar. El retraso contrarió a Mariana como si esa espera dilatara la suya para huir de Mágina, pero yo secretamente agradecí las horas inéditas que se me concedían. Hacía tanto tiempo que no estaba solo con ella que era incapaz de calcular la duración exacta del que ahora poseía: cada minuto futuro era una moneda de esos tesoros excesivos que encontramos en algunos sueños, un tenue hilo de arena vertiginosamente derramada al que yo me asía para recobrarla. La veía venir, volver desde el trance preciso en que supe que la había conocido únicamente para perderla, la Mariana recién aparecida de mil novecientos treinta y tres, la Mariana posible, no deseada aún, la muchacha sin nombre con el mechón recto sobre las cejas y los ojos pintados como Louise Brooks que yo había visto antes de conocerla en unas fotografías que me mostró Orlando. La veía volver mientras caminábamos a un lado de las vías, más allá del andén, por la larga orilla de jaramagos tiernos que lo prolongaba, con las cabezas bajas, un poco separados, mirando el avance lento de nuestros propios pasos o la lejanía gris de los olivares. «Estoy con Manuel a todas horas, fíjate que hoy es el primer día que nos separamos desde que salió del hospital, pero en esa casa es como si siempre estuviera sola. Me da miedo todo, hasta contar los días que faltan para que nos marchemos. Me da miedo pensar en el viaje a París, yo, tan aventurera, que la primera vez que salí de Madrid fue para venir a Mágina. No puedes saber cómo te agradezco que hayas venido. Desde que echamos la carta estuve esperando que nos contestaras y temiendo siempre que te quedaras en Madrid. Llamaban a la puerta y salía corriendo para ver si era el cartero, y si sonaba el teléfono cerraba los ojos esperando que fueras tú quien llamaba. Contigo en la casa ya no me da miedo esa mujer, ni esa gente. Medina estaba seguro de que no ibas a venir. Le tomé odio, por ese modo en que lo decía, tan de médico, como si él pudiera saberlo todo.»

Estábamos ya muy lejos del andén, y al llegar a los primeros olivos iniciamos demoradamente el regreso. Mariana me tomó del brazo y descansó su peso en mí con un gesto que en otro tiempo fue usual, en Madrid, antes de Manuel, en las calles inciertas de la madrugada y la tentación nunca cumplida de abrazarla. «Mañana», decía al sentir su mano y la proximidad de sus caderas, rígido y cobarde, mañana y luego nunca, la otra casa, el dormitorio oscuro, el insomnio, el silencio y la espera y la oscuridad donde Beatriz no dormía. «Casi no puedo recordar lo que hacía antes de conocerte a ti», dijo Mariana. A un paso el andén, los soldados perezosos que la miraban, el reloj, donde iban a dar las once. Pero ella seguía apoyada en mi brazo y cuando levantaba la cabeza para buscar mis ojos yo veía en la transparencia de los suyos algo que no tenía nada que ver con sus palabras, que no era mío, ni de Manuel, ni de nadie, que pertenece ahora únicamente a la memoria del hombre en quien se fijaron por última vez, la certeza de una cita y de un disparo en el palomar, la voluntad de morir, ahora lo sé, para no ser nunca más vulnerable al abandono ni al miedo. «Modelo», repitió riéndose, «quién se acuerda de eso. No debieras recordármelo ahora. Yo no era nadie, menos que nadie, yo no era nada cuando te conocí. Iba de un sitio a otro, sin pararme nunca, porque si me hubiera detenido en alguien o en algo me habría deshecho en seguida, como una cara en el agua. Cuando apareciste tú y me miraste fue como si al fin yo me encarnara en mí misma. Ahora mismo te estoy viendo, tan callado y tan firme, mirando el cuadro, y no a mí, porque te daba vergüenza mirarme desnuda. Aquel día fue como si me viera por primera vez en los espejos. Tú no necesitabas hablar, ni siquiera moverte, para que se supiera que estabas en el mundo. Nunca había leído nada con tanta atención como los poemas tuyos que me dejaba Orlando. "Mira, esto lo ha escrito Solana. Salvo para nosotros dos, es un secreto." No dormía de noche leyendo los libros que me regalabas tú. Traje conmigo el primero de todos, La voz a ti debida, con la dedicatoria que le pediste a Salinas que escribiera para mí. "Para Mariana Ríos, con afecto, septiembre de 1933." Al leer aquellos poemas tenía siempre la sensación de que eras tú quien los escribía».