– Y no lo conoce nadie, Minaya, absolutamente nadie, y seguirá inédito hasta que yo lo descubra, quiero decir, si tú me guardas el secreto. Ya tengo hasta pensado el título de mi tesis doctoral, «Literatura y compromiso político en la Guerra Civil española. El caso de Jacinto Solana». No negarás que suena bien.
Minaya limpió una parte del cristal empañado y vio de nuevo a los jinetes inmóviles en las esquinas. Abrigos grises en el anochecer de enero, duros rostros embridados bajo los cascos, pértigas de caucho negro colgadas de los arzones, levantadas como sables cuando galopaban y perseguían entre los automóviles. Apuró su copa, vagamente acató la fecha y la contraseña para una cita clandestina a la que no iría, prometió silencio y gratitud, salió del bar y de la Facultad cruzando ante los jinetes y las celosías de los jeeps, deseando que no fuera adivinado el miedo en la quietud de su paso, en su cabeza baja. Bruscamente, esa noche, imaginó la mentira y escribió la carta, y le contó luego a Inés que tardó diez días interminables en recibir la respuesta de Manuel, y que en el tren nocturno en el que vino a Mágina no se escuchaba hablar a nadie y había indolentes guardias de paisano fumando contra las ventanillas oscuras de los corredores, mirándolo a veces, como si lo reconocieran.
Dijo Inés que lo vio parado entre las acacias, sin decidirse aún, examinando la casa, los balcones, las molduras de escayola blanca, como para dar tiempo a su memoria a que los reconociera, quieto y solo tras el brocal de la fuente, sin defenderse de la llovizna que le mojaba el pelo y el abrigo, indiferente a ella. Estaba cambiando las sábanas de la cama en la habitación que esa misma mañana le había dicho Manuel que dispusiera para recibir al huésped, y dijo que desde la primera vez que se asomó al balcón y lo vio allí, en la plaza, mirando tan fijo hacia la casa, supo que era él, y que muy pronto, cuando tirase el cigarrillo y asiera la maleta con un gesto de brusca resolución, iba a sonar el timbre en el silencio del patio y luego los pasos de Teresa sobre las losas de mármol. Salió a la galería y se ocultó tras los visillos para verlo de frente cuando se abriera la puerta, enmarcado en la claridad del umbral, alto y con el pelo despeinado y húmedo, con un abrigo a cuadros grises y de hombros caídos que subrayaba su aire de fatiga y una maleta pequeña que no quiso darle a Teresa cuando ella lo invitó a pasar al salón, donde ya estaba encendido el fuego.
– Inés -gritó Teresa, asomándose al hueco de la escalera-, dile a don Manuel que ya ha llegado su sobrino, el de Madrid.
Siguió quieta al otro lado de los visillos, la cara muy cerca del cristal, porque le gustaba quedarse así durante horas, detrás de todas las ventanas, mirando la calle o el patio de columnas blancas o el corral con un álamo y un pozo seco que esta noche ha cruzado por última vez camino de la estación de Mágina. Le gustaba mirarlo todo desde lejos, las cosas inmóviles, el tránsito de la luz en los vidrios de la cúpula, y sin que nadie notara su presencia -era tan sigilosa y delgada que sólo un oído muy atento, y ya avisado, podía descubrirla- reclinaba en el cristal la nariz y la frente y dibujaba líneas o palabras en el vaho de su aliento, regresada a un tiempo lentísimo que era el de su infancia, perdida en él, inmune a los voces que la llamaban. Antes de volver a la cocina, con su andar oscilante, Teresa alzó los ojos desde el centro del patio buscando la sombra de Inés tras los visillos de la galería, porque sospechaba que no la había obedecido y seguía allí, mirándola, escogiendo acaso un ángulo favorable que le permitiera ver todavía al recién llegado, y volvió a ordenarle que se diera prisa en avisar a don Manuel. Dieron las seis de la tarde, primero muy cerca de Inés, en el reloj del gabinete, y unos segundos más tarde, cuando la muchacha ya subía las escaleras del palomar, las campanadas del reloj de la biblioteca, para ella hondas y distantes, sobresaltaron a Minaya, que no se había atrevido a sentarse y permanecía muy firme y atento a la puerta cerrada, con el abrigo bajo el brazo y la maleta muy cerca de sí, como si aún no estuviera seguro de que lo fuesen a aceptar en la casa. La realidad, calculo, imponía ingratas correcciones a su memoria. Los techos no eran tan altos como los recordaba, y los libios ya no cubrían prodigiosamente todas las paredes, pero el suelo entarimado brillaba exactamente igual que tuluncos y crujía levemente bajo sus pisadas, y el fuego estaba ardiendo en la chimenea de mármol para recibirlo. Había dos ventanales de cuadrícula blanca, casi de celosía, y a través de sus vidrios la plaza que unos minutos antes había abandonado le pareció imaginaria o lejana, como si la ciudad y el invierno no mantuvieran un vínculo preciso con el interior de la casa, o sólo en la medida en que le añadían un paisaje íntimo para mirar desde sus balcones y una sensación de atardecer hostil que hiciera más cálido su ámbito cerrado. Vio entonces, mientras esperaba y temía, las dos primeras imágenes de Mariana, que después, día tras día, iban a repetirse y prolongarse en otras cuando su rostro, no siempre reconocido, apareciera ante él en las habitaciones de la casa, en los escritos de Jacinto Solana, en una plaza y en alevinas iglesias de la ciudad. Vio primero el dibujo de Orlando, enmarcado entre dos estantes de la biblioteca, el rostro en escorzo, casi de perfil, de una muchacha con el pelo corto y caído sobre los pómulos, la nariz afilada, la barbilla breve y los ojos muy abiertos, fijos en algo que no estaba fuera de ella, sino en su conciencia absorta, en su leve sonrisa. Orlando, leyó, mayo de 1937. Sobre la repisa de la chimenea, en una foto que a pesar del cristal que la protegía iba tomando un tinte sepia, la misma muchacha caminaba entre dos hombres por una calle que indudablemente era de Madrid. Llevaba un abrigo con cuello de piel abierto sobre un vestido blanco y zapatos de tacón, pero de su rostro sólo podía precisarse con exactitud la gran sonrisa que se burlaba del fotógrafo, porque tenía caída sobre la frente el ala del sombrero y un velo le ocultaba los ojos. El hombre que caminaba a su izquierda sostenía un cigarrillo y miraba al espectador con aire de ironía o recelo, como si no aprobara del todo la presencia de Minaya o hubiera descubierto en él a un espía. En el de la derecha, el más alto de los tres y sin duda el mejor vestido, Minaya creyó reconocer a su tío. Manuel fue sorprendido por el disparo del fotógrafo cuando se volvía hacia Mariana, que inesperadamente se había tomado de su brazo y lo estrechaba contra ella sin advertir el don que le concedía, atenta sólo a la pupila de la cámara, como a un espejo en el que la complaciera mirarse mientras caminaba.
– Ese hombre, el de la izquierda, es Jacinto Solana -dijo Manuel, a su espalda.
Minaya recordaba una alta figura de pelo gris, una mano pálida y grande sobre sus hombros, pero el rostro que aquella tarde descendió hacia él para besarlo tenuemente en las mejillas se había borrado siempre en su memoria ante la exactitud casi temible del gran reloj cuyo péndulo dorado oscilaba despacio tras el cristal de una caja con apariencia de ataúd. Ahora, cuando el reloj y las estanterías y la casa entera cobraban dimensiones sin misterio, la antigua figura de pelo gris se desvanecía ante Minaya suplantada por las facciones de un desconocido. Era mucho menos alto que en los recuerdos y no tan corpulento como en la fotografía, y tenía el pelo blanco y la estatura desarbolada no por la vejez, sino por el largo abandono y la costumbre de la enfermedad, esa dolencia cardiaca que le había quedado de sus heridas en la guerra y que se agravaba con los años, alimentada por él mismo, por su desidia, porque seguía fumando y nunca tomaba las pastillas que le recetaba Medina. Cualquier sobresalto le provocaba violentas palpitaciones y un dolor oscuro y tenaz que no le permitía dormir y era como una mano de sombra que penetrara en su pecho para apretarle el corazón hasta el límite de la asfixia en el preciso instante en que lo vencía el sueño. Se incorporaba, estremecido por la certeza de que había estado a punto de morir, encendía la luz y se quedaba inmóvil sobre la cama, la mano en el corazón, atenta a su latido, y ya no podía volver a dormirse hasta el alba, pues apenas cerraba los ojos se desataba el vértigo del miedo y la mano invasora se deslizaba otra vez dentro de su cuerpo, palpando entre los pulmones y las costillas, subiendo desde el vientre, como un reptil que calladamente se le enroscara al corazón. El miedo al ataque definitivo y la atención obsesiva con que se auscultaba probablemente hacían más grave su dolencia, pero también terminaron por permitirle que adquiriera una serena familiaridad con la muerte, pues sabía el modo en que iba a venir y al reconocerla desde lejos poco a poco había dejado de temerla. Sería, como tantas veces, ese dolor en el brazo izquierdo, la punzada en el pecho traspasándolo sin previo aviso, igual que un disparo o una cuchillada, tal vez cuando desayunaba a solas frente a los ventanales del jardín o una tarde, en la biblioteca, o derribándolo muerto sobre las tablas del palomar. Sería esa misma punzada hecha súbito disparo o puñal y la marea del espanto subiendo desde el estómago y cobrando en el pecho la forma de aquella mano ya conocida y letal que esta vez no iba a detenerse, que horadaría hasta arrancarle el aliento y el corazón para que no volviera nunca más de la angustia y pudiera quedarse dulcemente muerto y abandonado sobre la cama, mejor aún, en el palomar, sobre las mismas tablas donde Mariana agonizó con la frente hendida por una sola bala. El hábito de la soledad y la codicia de la muerte eran en él formas residuales o secretas de recordar a su mujer y a Jacinto Solana, y haberlos sobrevivido durante tantos años le parecía una deslealtad no mitigada ni por la devoción de su memoria. En el dormitorio que compartió con Mariana una sola noche guardaba su vestido de novia y los zapatos blancos y el ramo de flores artificiales que ella llevó en la mano el día de la boda. Tenía catalogados no sólo todos sus recuerdos, sino también las fotografías de Mariana y de Jacinto Solana, y las había distribuido por la casa según un orden privado y muy estricto, lo cual le permitía convertir su paso por las habitaciones en una reiterada conmemoración. No le bastaba con las pocas imágenes que un hombre puede o tiene derecho a recordar: se exigía fechas, lugares precisos, tonos exactos de luz y pormenores de ternura, enumeraciones de citas, de palabras, y de tanto pensar en Mariana y en el que fue su mejor amigo se le gastaron los recuerdos, de modo que ya no estaba seguro de que hubieran existido verdaderamente fuera de las fotografías y de su memoria. Por eso le sorprendió tanto que en la carta de su sobrino apareciera el nombre de Jacinto Solana: alguien que no era él mismo ni estaba vinculado a su casa había escuchado ese nombre muy lejos de Mágina y tenía incluso noticia de su vida y de unos versos que para Manuel no habían existido hasta entonces sino como atributos de su más secreta autobiografía. Leer ese nombre, Jacinto Solana, escrito por otra mano, en Madrid, a finales de enero de 1969, era una prueba de que el hombre a quien designaba había ciertamente vivido y dejado en el mundo rastros de su presencia que no pudieron borrar ni el tiempo ni los voraces ejecutores de uniforme azul que un día estremecieron las losas del patio y el entarimado de las habitaciones con las pisadas de sus botas y quemaron en el jardín todos los libros de Jacinto Solana y despedazaron a patadas su máquina de escribir.