«Yo había subido a Mágina», dijo Frasco, «para ver a mi madre y arreglar de camino con el administrador las cuentas de unos jornales, y cuando aquella noche llegué de vuelta al cortijo vi que había luz en la ventana de don Jacinto, pero no quise molestarlo, porque me imaginé que estaría escribiendo, así que encerré la muía en la cuadra y me fui a dormir y a eso de las cuatro o las cinco de la madrugada me desperté sudando de miedo porque había soñado que estaba otra vez en la guerra y que me mataban. Entonces oí disparos muy cerca y pasos que subían por las escaleras y tres civiles entraron en mi habitación derribando la puerta y me hincaron en el pecho los cañones de los fusiles mientras uno de ellos me ponía una linterna tan cerca de los ojos que yo no podía ver nada. Por sus gritos y por el modo en que me miraban y me golpeaban me di cuenta de que esta vez no querían asustar a don Jacinto o llevárselo a la cárcel, sino matarlo allí mismo como a una alimaña. Pero él se defendió, él mató a uno de ellos y hasta cuando ya lo habían herido de muerte debió esconderse en los cañaverales y siguió huyendo río abajo, porque tardaron varias horas en encontrar su cuerpo y el sol ya estaba alto cuando lo trajeron arrastrando por la orilla y lo tiraron al camión».
A Frasco aquella inexplicada y súbita irrupción de la muerte, que venía como un golpe de viento invernal para cobrar su fruto y se alejaba luego al mismo tiempo que los retemblados del motor del camión sin dejar en las cosas señal alguna de su paso, sin que perdurase su infamia, en la mañana de junio, nada más que un charco de barro y ovas frente a la puerta del cortijo, le pareció la confirmación de un destino de luto iniciado ocho años atrás, cuando una patrulla de falangistas llegó a la plaza de San Lorenzo para llevarse a Justo Solana con las manos esposadas y una mancha de sangre en una esquina de la boca. Eran iguales, supo siempre, aunque no se hubieran hablado durante tantos años, aunque el padre no hubiera sabido escribir ni leer ni abandonado nunca no ya Mágina, sino la plaza de San Lorenzo y su huerta al pie de la muralla y el camino que conducía a ella, porque esos tres lugares constituían el único paisaje que le importaba en el mundo. Frasco, que había jugado de niño con Jacinto Solana y había oído en su primera juventud, en conversaciones de barbería o taberna, la historia del hijo levantado contra su padre y desertor de su tierra que huyó una noche para tomar un tren hacia Madrid, comprobó en «La Isla de Cuba» que Jacinto Solana vivía habitado por la sombra de su padre, y que la nunca clausurada huida o deserción que inició veintidós años atrás al subir por fin a uno de aquellos trenes cuyas sirenas como de buques invisibles lo habían soliviantado desde que tuvo memoria se convertía y terminaba en regreso. Su pelo gris, sus tensas quijadas sin afeitar, su duro gesto de soledad y desdén cobraban cada día una semejanza más interior y oscura con los rasgos de su padre, y aun el modo en que se entregaba a su devoción insomne por las palabras escritas repetía con misteriosa lealtad el vínculo obsesivo que desde principios de siglo había mantenido Justo Solana con la tierra que él mismo roturó y desbrozó y en la que edificó una casa y cavó un pozo de aguas hondas y heladas sin otra ayuda que la de sus propias manos ni otro impulso que no fuera el de su voluntad de no obedecer a nadie y su orgullo de fundador y único dueño de su tierra y su vida. De noche, cuando Frasco volvía a la casa y encendía el fuego y preparaba la cena en la vasta cocina donde en las madrugadas del invierno se congregaban las cuadrillas de hombres antes de salir con sus largas varas de brezo hacia los olivares, Solana bajaba de su habitación con un aire de extravío o fatiga y se sentaba junto a la chimenea para beber despacio un vaso de vino mientras miraba o atizaba el fuego y no decía nada aún, como si no hubiera regresado del lugar y del tiempo donde lo confinaba el ejercicio de la literatura ni restablecido el trato con la realidad: miraba entonces el fuego con el mismo lento estupor con que había mirado una cuartilla en blanco, buscando en su presencia vacía el indicio de una palabra futura, y sólo después de haber bebido unos vasos de vino que Frasco llenaba como un copero sigiloso parecía recobrar el uso de la palabra y la conciencia cierta del lugar donde estaba, simulacro o modelo de otra región y otra casa tan firmes en las páginas de su manuscrito como «La Isla de Cuba» sobre la orilla del Guadalquivir. Hablaba de su padre, de una manera indirecta, al principio, como rondando su recuerdo sin atreverse a invocarlo, con un pudor muy semejante al miedo o a la sensación de lejanía que lo injurió para siempre aquella mañana de su infancia en que se despidió de él en la penumbra de un corredor de la escuela, prefiguración o advertencia de la definitiva despedida, tantos años después, en la oscura noche de mayo de 1937, cuando se volvió desde la vereda para decirle adiós y lo vio viejo y vulnerado y solo a la luz ya remota del fuego que había encendido para cocinar la cena que él no quiso compartir. Hablaba al principio como para sí mismo y solía elegir las imágenes más antiguas que le quedaban de su padre, pero no tardó en comprobar que Frasco no era sólo un testigo, sino también un cómplice de su memoria, porque le contaba cosas del viejo Solana que él había olvidado o no había sabido nunca y desmentían bruscamente la figura fatigada y abstracta en la que el olvido había sedimentado sus recuerdos, de tal modo que cuando oía a Frasco hablarle de su padre era como si de pronto descubriese el verdadero rostro de un desconocido, como hallar una mirada fija y extraña y sin embargo familiar y descubrir al fin, tras un instante de irrepetible alucinación o lucidez, que es uno mismo quien sin advertirlo se estaba viendo en un espejo. Supo, por ejemplo, que en los últimos tiempos de su vida en Mágina, antes de que empezara la guerra, Justo Solana había dado en frecuentar, siempre solo y como clandestinamente, las tabernas de borrachos tristes cuyas luces se encendían de noche en las últimas casas del arrabal de la muralla, supo que la soledad, que su casa desierta y demasiado grande, que su fiera determinación de no aceptar la excusa de la vejez cuando el trabajo lo rendía, lo habían ido degradando con la lenta y ahincada constancia con que el paso del tiempo degrada y desfigura un rostro y arrasa los lugares donde nadie vive. Alguna vez lo vio Frasco caminar hacia la plaza de San Lorenzo tanteando las paredes, como si avanzara en la oscuridad, y dijo que en un bolsillo de su chaqueta solía llevar bien doblado y visible algún periódico de Madrid en el que venía la firma de Jacinto Solana. Lo recordaba una tarde, en un rincón de la barbería, impaciente y hosco, pasándose la mano por el mentón sin afeitar mientras aguardaba su turno y no atendía a la conversación de los otros. «Oye, Frasco», le dijo, y sacó el periódico desdoblándolo con extremo cuidado, como si temiera que sus grandes manos fueran a romper aquella materia frágil y desconocida, no el papel, sino la trama tenue de las palabras impresas, «tú que sabes leer, busca una cosa que me han dicho que ha sacado mi hijo. Pero no lo leas muy alto, que no quiero que se enteren ésos». Guardaba luego el periódico y se palpaba el bolsillo como quien se asegura de que no ha perdido una valiosa cartera, y volvía a sacarlo en las tabernas últimas de la noche, ya gastado, como su gesto, anacrónico, inútil, sucios los bordes por donde lo doblaba y las esquinas de las páginas donde dejaba la huella de su pulgar humedecido con saliva, y lo extendía y alisaba sobre el mostrador para preguntarle a alguno de los opacos bebedores si sabía leer y pedirle que buscara un nombre y un apellido en las hojas descabaladas que él tan secretamente conocía.
«Eran iguales», dijo Frasco, «y los mataron igual, como mataban entonces a la gente, sin preguntar ni explicar nada, llegaban un día a la casa de alguien y se lo llevaban en un coche y luego aparecía en una cuneta o al lado de la tapia del cementerio con un tiro en la nuca y las manos atadas con una cuerda o un trozo de alambre. De muchos decían que los mataban porque se habían señalado cuando la guerra, pero al padre de don Jacinto de lo único que lo podía acusar era de no haber pisado una iglesia en toda su vida, y lo fusilaron igual, como si hubiera hecho algo, y don Jacinto pensaba que había sido por su culpa, "para vengarse de mí, Frasco, nada más que para eso", me decía, y yo creo que si al principio de venir aquí tenía aquel desasosiego que no lo dejaba descansar ni dormirse por las noches no era por ese libro que estaba escribiendo, sino del remordimiento de conciencia que le daba al pensar en la muerte tan mala que había tenido su padre. Y mientras, el loco Cárdena allí, en la sierra, a un paso del cortijo, sabiendo todo lo que sabía y acordándose muy bien, aunque parecía que hubiera perdido el juicio, porque había sido miliciano, y no de los que se jugaban la vida en el frente, sino uno de aquellos que andaban siempre con el mono limpio y el gorro terciado y eran muy valientes cuando desfilaban por la plaza de Mágina o lo paraban de noche a uno para pedirle los papeles. El loco Cárdena era el único que sabía por qué mataron al padre de don Jacinto y quién lo denunció. Un día, que estaba borracho o loco de verdad me dijo que él estuvo en la patrulla que fue a buscar a aquel falangista, Domingo González, que llevaba casi un año escondido en el desván de la casa de unos parientes suyos, y que al final pudo escaparse aunque lo persiguieron a tiros por los tejados. Llegaron a la casa antes de que amaneciera, para cogerlos dormidos, pero la puerta era muy fuerte y tenía todos los cerrojos echados, así que les hizo falta un hacha para derribarla».
Los ojos de un azul tan pálido como el de las venas que se traslucían bajo la piel de las sienes, de un azul desleído y líquido como el de los ojos de los ciegos, la barba escasa en las mejillas, larga y ganchuda en el mentón, rígida, como postiza, cruzada por un hilo de saliva brillante que él relamía mientras miraba algo con sus pupilas de animal en acecho, parado entre los olivos, con su perro cojo y misántropo jadeando adherido a las perneras de su pantalón, inmóvil como un árbol en la lejanía, en la ladera que cada noche escalaba seguido por el perro y las cabras medio salvajes de su rebaño para volver al refugio de lajas de pizarra donde él y las cabras y el perro desdentado y cobarde vivían en una obscena confusión de muladar o de establo. Antes de que Frasco lo condujera a su choza y levantara la sucia cortina para penetrar en la oscuridad donde brillaban unas pupilas no animales ni humanas, sólo circulares y fijas, despojadas de toda pertenencia a un cuerpo, de todo vínculo con la luz que relumbraba afuera, en los hinojos amarillos y en las duras esquirlas de los acantilados, pupilas de fósforo encendidas por la sinrazón o el espanto, Solana había visto de cerca al loco Cárdena una sola vez, en la orilla del río, y fue como encontrar de frente a un animal que desafía quieto y luego huye como en un relámpago sin que perdure otro signo de su aparición que la punzada súbita de sus ojos. Indescifrable como un animal, como el perro cuyo bronco jadeo lo había impulsado a volverse urgido por la certeza de que no estaba solo, el loco Cárdena contemplaba a Solana con un gesto de atención impasible, y antes de huir lo estremeció una convulsión violenta y rápida como un escalofrío y dijo algo o simplemente abrió la boca y no pudo recordar cómo era el idioma de los otros hombres, porque decía Frasco que desde la primavera del 39, cuando se internó en la sierra huyendo de las tropas que ocupaban Mágina, el loco Cárdena no había mantenido otro trato en su soledad que el de las cabras y el perro cojo que caminaba siempre tras él como una prolongación de su sombra, de modo que su locura fingida había terminado por volverse cierta y ya no sabía hablar sino en bruscos monosílabos y breves frases sincopadas como jadeos o ladridos que casi nunca llegaba a concluir. La choza donde vivía, adherida a una pared vertical de pizarra, se prolongaba muy honda en una caverna en cuyo recodo último se había cobijado el loco Cárdena con su perro cuando Frasco y Solana entraron a buscarlo. Temblaba, sosteniendo sobre las rodillas muy juntas un viejo máuser que seguía guardando siete años después de terminar la munición, y acariciaba el lomo maltratado del perro mientras movía la cabeza sin atreverse a levantar los ojos y maldecía y negaba como si lo acusaran en un sueño. «Yo no me acuerdo de nada. Yo no tuve culpa. Fue el otro, paró al viejo, le dice, dame el hacha. Luego les dijo que fui yo.» Soltó el fusil, que cayó al suelo con el temblor de las rodillas, y se arañó la barba o arañó el aire con sus largas uñas curvadas y duras, como picos unánimes, retrocediendo hasta apoyar la nuca en la pared. «Cárdena», dijo Frasco, dando un paso hacia él, encorvado en la penumbra, porque el techo de la cueva era tan bajo que no les permitía erguirse, y aguardaban allí en una actitud como de vano acecho, agobiados por el hedor del aire, por la espera lentísima, «Cárdena, conmigo no te hagas el idiota, que sabes que no me puedes engañar. Cuéntanos lo mismo que me contaste ayer, cuando te di la garrafa de vino».