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Rondaba las lindes de «La Isla de Cuba» y espiaba a Frasco desde muy lejos, sin atreverse casi nunca a pisar la frontera invisible que trazaban los mojones blancos sobre la tierra, pero algunas veces él y su perro se internaban en el cortijo con cautela de lobos y espiaban la casa desde el bosquecillo de almendros o perseguían a Frasco escondiéndose tras los olivos, saltando de uno a otro con una inquietante capacidad de silencio. «Cárdena, sal, que te he visto», gritaba Frasco, quedándose inmóvil, fingiendo que aún no sabía el lugar donde se apostaba el loco, igual que cuando iba de caza y advertía un rastro muy reciente, y al cabo de un rato el loco Cárdena y su perro emergían en medio de la carnada mirándolo con iguales ojos de enajenación y recelo y estremecidos por el mismo jadeo de animales acosados. El loco rondaba la casa y perseguía a Frasco para pedirle una garrafa de vino o un cuarterón de picadura, y cuando al fin se hallaba frente a él dejaba en el suelo, sin decir una palabra, una piel de carnero o un cabrito degollado, como un mercader que ignora el idioma de la lejana región a donde lo ha conducido su viaje, y volvía a esconderse y se quedaba al acecho hasta que Frasco regresaba con el tabaco y el vino. Salía entonces de su refugio como para alcanzar a una presa y cuando escapaba hacia los terraplenes del río iba gritando amenazas antiguas y maldiciones cobardes que en la distancia se confundían con los ladridos de su perro. Llamaba a Frasco traidor y judío y lacayo del capital y le auguraba una muerte de alimaña si se atrevía a denunciarlo a la Guardia Civil, cuyos tricornios y capotes oscuros se le aparecían cada noche en las sombras de los árboles como un ejército inmóvil contra el que libraba fantasmales batallas atrincherado en las bardas del corral donde encerraba a sus cabras, apuntando hacia el valle con su fusil sin munición y gritando blasfemias y desafíos que desbarataba el eco entre los precipicios de la sierra.

Algunas horas después de encontrarse con Jacinto Solana en la orilla del río, el loco Cárdena llamó a Frasco silbándole desde los almendros, pero aquella vez no llevaba un cabrito recién degollado en el morral ni lo amenazó de muerte si no le entregaba cinco litros de vino. «Yo conozco a ese que tienes escondido», dijo, sonriendo con sus ojos vacíos, con la boca abierta y húmeda como el hocico de su perro, que jadeaba junto a él, emboscado en sus piernas. «Aquí el único escondido que hay eres tú, Cárdena. Así que ya puedes irte por donde has venido o llamo a los que tú sabes.» El loco Cárdena y el perro se irguieron temblando al mismo tiempo, como si hubieran percibido el olor o los pasos de un enemigo que se les acercara en silencio. «Lo tienes escondido para que no lo maten como mataron a su padre.» Entonces Frasco se volvió: el loco, satisfecho de haberlo atrapado cuando se marchaba hacia la casa, no dijo nada aún, permaneció en cuclillas, mirándolo, mientras acariciaba al perro, que le lamía la mano, haciendo como que seguía el vuelo de un pájaro entre las ramas de los almendros. «No había forma de derribar aquella puerta», dijo, no a Frasco, tal vez al perro o a sí mismo, a la parte de su memoria no estragada por la locura, oscilando sobre sus rodillas flexionadas, como si oyera una música, «dábamos golpes y no abrían, cómo iban a abrir, si ya sabían lo que buscábamos, y entonces pasó el viejo, montado en el mulo, y ese malnacido que luego nos denunció vio el hacha que asomaba por el serón y dice, camarada, préstanos el hacha, que ahora mismo te la devolvemos, y el viejo se asustó, no quería, y el otro, sacando la pistola, si no quieres por las buenas te la quitamos por las malas, te denuncio, a ver qué haces tú a estas horas con un hacha, el viejo temblando, sin bajarse del mulo, me acuerdo como si lo viera, es para cortar un granado, dijo, para qué va a ser, he subido a Mágina nada más que a coger el hacha y ahora mismo me vuelvo a mi huerta, y el otro le puso la pistola en el pecho y le dice, pues ahora vas a echar abajo esa puerta, que ahí dentro hay unos señoritos que no nos quieren abrir, fíjate qué poca educación, y el viejo, que no se podía tener en pie del miedo que le daba la pistola bajó del mulo y sacó el hacha y al principio miraba como de soslayo y daba los golpes muy despacio, como si no supiera manejarla, hasta que el otro le volvió a acercar la pistola y le dijo que a ver si es que estaba de parte de los falangistas de allí dentro, y el viejo dio tres golpes por el lado de la cerradura y derribó la puerta, y en seguida volvió a guardar el hacha en el serón y sin montarse en el mulo lo tomó de la rienda y se fue calle abajo, pero luego, cuando entraron las tropas, a ese Judas le faltó tiempo para presentarse en Falange y decir que él sabía los nombres de los que mataron a la familia de Domingo González, y que yo mandaba la patrulla, y como se conoce que le pidieron más nombres, pues para congraciarse con ellos denunció al viejo como cómplice y nos buscó a los dos la ruina, ahora que ése no va a estar tranquilo mientras yo viva, porque cualquier día cojo el fusil y voy a Mágina y lo mato, y luego que vengan a buscarme, que no me cogerán vivo ni de noche ni de día, antes me ahorco que entregarme a ellos».

Había hablado como recitando una letanía interminable, en un tono monocorde, indiferente, sonámbulo, la barba rígida contra el pecho y las manos enlazadas sobre las rodillas como para ovillarse en sí mismo o mantener el impulso monótono de su balanceo, y bruscamente, sin que ninguna variación de su voz hubiera anunciado que estaba a punto de quedar en silencio, se mordió los labios y volvió a tomar el fusil incorporándose despacio contra la oquedad húmeda de la cueva, fijo ahora en Solana, con una atención agravada por el espanto, como si hubiera reconocido en él al otro hombre, al muerto, a quien no había vuelto a ver desde aquella madrugada de 1937, regresado de la muerte para perseguirlo hasta el último túnel de su refugio, hasta el final de su memoria o de su locura. No se marcharon aún: siguieron quietos, encorvados frente al hombre que ya no los veía, esperando palabras que no pudieron oír, que no significaban nada. «Cárdena», dijo Frasco, poniéndole la mano en el hombro, como para despertarlo, «Cárdena». «Vamonos», dijo Solana, tras él, en voz muy baja. Cuando lo dejaron solo, el loco Cárdena murmuraba lentos jirones de palabras abrazado al cuello de su perro y se arañaba la barba puntiaguda y rígida con rabia minuciosa, como si cumpliera en secreto una metódica flagelación. No me queda sino el fatigado privilegio de enumerar y escribir, de calcular el instante justo en que no hice lo que debí o pude hacer o el modo en que un gesto o una palabra mía hubieran modificado el transcurso del tiempo como las tachaduras o los pormenores añadidos a mi manuscrito modifican la historia que yo imagino y recuerdo tan despojado de todo propósito de sobrevivir por ella en la memoria de nadie como un escriba egipcio que culminara las figuras y signos de un papiro fúnebre para entregarlas a un cofre hermético y a la oscuridad de una tumba. Ahora sé que si en la madrugada del 22 de mayo de 1937, cuando vi a Mariana caminar descalza y como dormida hacia la puerta que conducía al palomar, hubiera permanecido unos segundos más tras la columna de la galería que a ella le impidió verme, habría visto a unos pasos de mí el rostro de su asesino. Ahora sé que mientras yo me miraba en el espejo de mi dormitorio y escribía a la luz del amanecer los últimos versos de mi vida, alguien empuñaba una pistola y subía silenciosamente los peldaños del palomar y mi padre, que había subido a Mágina en lo más oscuro de la noche para buscar un hacha y volver a la huerta antes de que se hiciera de día, se daba cuenta demasiado tarde de que hubiera debido obedecer el presentimiento de miedo que tuvo cuando vio a la patrulla de milicianos y estuvo a punto tal vez de sujetar la brida del mulo y encaminarse hacia otra calle. Tampoco él debió dormir aquella noche, mientras yo daba vueltas por el dormitorio que iba a abandonar a la mañana siguiente y me sentaba en la cama sin que me alcanzara la voluntad para quitarme las gafas o desatar los cordones de mis zapatos y volvía a levantarme como si hubiera oído que me llamaba alguien para caer de nuevo no contra la almohada, sino frente al escritorio donde una lámpara encendida abría en el espejo una hendidura de claridad en la que mi rostro era un retrato de tiniebla futura y una inerte adivinación del modo en que yo habría de recordarlo todo y del tiempo pasado que se cifraba y congregaba allí para velar mi insomnio y atestiguar el límite último de las simulaciones sucesivas de una biografía tan tenazmente sustentada en ellas que se deshacía de pronto, como la ceniza de un papel que no perdió su forma al consumirse en el fuego, cuando ya no era posible usar el antifaz de una nueva impostura. Sin escribir aún, sin atreverme a salir al corredor porque sabía que en cuanto pisara las baldosas blancas y negras como laberinto de ajedrez iba a caminar hacia el gabinete y la puerta del dormitorio nupcial para oír la risa de Mariana y la respiración oscura de Manuel y el rumor de los cuerpos infatigablemente entrelazados y adheridos, yo fumaba quieto ante el escritorio y me miraba en el espejo, igual que un actor tan poseído por el personaje a quien rinde su vida que cuando una noche, en el teatro vacío, después de la última función, se arranca las falsas cejas y la peluca y va limpiándose el maquillaje con rutinaria pericia, descubre que el algodón empapado en alcohol está borrando los rasgos de su rostro verdadero y único tras el que sólo queda una superficie ovalada y lívida, lisa y vacía como las lunas de dos espejos enfrentados. Como las fotos de Mariana o de nuestra mentirosa y mutua juventud que Manuel guarda y clasifica desde mucho antes de que terminara la guerra con la perseverancia melancólica de un guardián en un museo de provincias, colgándolas en las paredes o situándolas como al azar en los aparadores y en los anaqueles de la biblioteca según un orden tan cuidadosamente establecido en los catálogos de su memoria como invisible para nadie que no sea él, mi rostro, aquella noche, era una lúcida y cruenta profecía de mi pasado, y todas las cosas que nunca supe o nunca había querido saber se congregaban densamente en torno mío, a mis espaldas, en las sombras y esquinas de la habitación, en los corredores de la casa, como lejanos parientes que vuelven con sus trajes de luto para velar a alguien que nunca se acordó de ellos cuando estaba vivo y del que nada sabían desde muchos años atrás. Eran las cuatro o las cinco cuando salí del dormitorio, temiendo encontrarme a alguien en el corredor. Sin duda a esa hora él ya se había levantado y aparejaba al mulo y daba vueltas entre la cuadra y la habitación única que le servía de dormitorio y almacén con el desasosiego de los madrugadores excesivos: de niño, antes de que me llamara, yo me despertaba, alertado por el miedo, al oír sus pasos en la escalera o la violenta tos que le provocaba el primer cigarrillo, y me escondía desesperadamente bajo el embozo de la cama, como si al quedarme inmóvil y con los ojos cerrados pudiera detener o dilatar el tiempo o excavar en la hondura cálida de las sábanas una madriguera donde no llegara el olor agrio del tabaco y los pasos de mi padre que subía de nuevo las escaleras para golpear la puerta de mi dormitorio y arrojarme sin excusa a la ingratitud del frío y del amanecer. Recién peinado, inflexible, con la cara roja por el agua helada con que se había lavado a manotazos en el corral, tan inmune al sueño como a la fatiga o la ternura, renegando de mí, porque andaba todavía como dormido y no acertaba a encontrar la montura de la yegua blanca. Junto a él se agravaba mi torpe lentitud, mi cobardía física en el trato con los animales y las herramientas, de tal modo que su ciego brío en el trabajo me asustaba más que la posibilidad de un castigo. La forma de una azada era tan brutal e intratable como el hocico de un mulo. Él notaba la ineptitud, la cobardía de mis gestos, el aire ausente con que yo cumplía sus órdenes, y movía la cabeza como aceptando una ofensa que nunca hubiera merecido.

Pero yo no pensé ni una sola vez en él aquella noche. Traidoramente, mientras yo aplastaba un cigarrillo en el mármol de la mesa de noche y abría la puerta del dormitorio resuelto a apurar la indignidad o la vergüenza, a aproximarme como un lobo a la región de la casa donde era posible oír la risa y las sucias palabras invitadoras de Mariana, las perentorias órdenes, breves gritos sofocados de exaltación y agonía, el azar empujaba a mi padre como un lento imán hacia su casa de Mágina y modulaba su paso para conducirlo al lugar y al instante preciso en que una puerta cerrada y una pistola y un hacha harían germinar contra todos nosotros la confabulación de la muerte. Quiero detenerlo ahora, cuando escribo, quiero que elija otra calle para volver a la huerta o que tarde tanto en encontrar el hacha que cuando pase junto a la casa donde se escondía Domingo González ya esté derribada la puerta y él se haga a un lado para que el mulo no pise las astillas. Cualquier alteración menor en la arquitectura del tiempo puede o pudo salvarlo y salvar a Mariana y detener al asesino que ya sostenía la pistola y la espiaba acallando su aliento contra las tablas mal unidas de la puerta del palomar. La vio de espaldas, acodada en la ventana, mirando la línea de los tejados y las higueras de los patios sobre la que ascendía el humo lejano de las chimeneas y el helado azul del amanecer como si contemplara el mar desde la cubierta de un buque, serena y sola, como quien ha emprendido un viaje que le fue anunciado por un sueño, desnuda bajo la tela translúcida del camisón que dibujaba la forma de sus caderas y sus muslos en el tenue contraluz de un aire cernido por el silencio y el rumor de las palomas dormidas que despertaron de un golpe y volaron contra las esquinas y el techo del palomar cuando resonó en toda la casa el espanto brevísimo de los disparos. Yo entonces escribía. Ante el testigo que me miraba en el espejo con solemnidad impasible, yo había leído en voz alta, enfermo irremediable de la literatura, los versos que concebí como una frase murmurada y muy larga mientras rondaba sonámbulo el corredor de la galería y el dormitorio nupcial, y en mi voz envenenaba de sombra aquellas palabras que varios meses después habría de encontrar, desconocidas e impresas, indiferentes, definitivamente extrañas, como la belleza de una mujer a quien alguna vez quisimos y ya no puede conmovernos, en las páginas de un ejemplar sucio y descosido de Hora de España que un soldado olvidó en el tren donde nos llevaban al frente. «Mágina», escribí, «22 de mayo de 1937», y cuando iba a tachar una palabra para que se quebrara el ritmo excesivo de uno de los versos, fue como si estallaran todos los cristales de la galería y de la cúpula bajo el estrépito de una multitud de hombres o de animales perseguidos. Tuve un presentimiento de sirenas y de motores de aeroplanos ascendiendo sobre la oscuridad hendida por los reflectores y el relumbrar de la metralla, porque el instinto del miedo me devolvía a las noches atroces de los bombardeos sobre Madrid, pero tras el primer estampido, en cuyo recuerdo inmediato yo discernía ahora voces muy próximas que se alejaban y un tumulto de pasos sobre los tejados y disparos de fusiles, sólo vino un silencio muy semejante al que preludia el silbido de una bomba que no llega a estallar. Corrí hacia la ventana y aparté los visillos y pude ver al otro lado del callejón, muy alta, al filo del alero, a una sombra que corría inclinada y resbalaba sobre las tejas y se perdió al final como si bruscamente hubiera desertado del cuerpo al que perseguía. Luego nada, el silencio, un minuto vacío como la espesura de un bosque donde ha sonado el disparo de un cazador, luego los pasos y las voces y el llanto de una mujer que era Amalia y entraba sin llamar en mi dormitorio para decirme que Mariana estaba muerta en el palomar, y la memoria súbita de Mariana caminando descalza sobre las baldosas frías a un paso de mí, de mi vergüenza oculta tras una esquina de la galería -estaban echadas las cortinas sobre los ventanales del patio, y una figura invisible y simétrica a mi fascinación o a mi insomnio se apostaba tras ellas, tensa la mano en la culata de la pistola y el oído atento al rumor como de roce de seda de las pisadas de Mariana-, del estupor y el deseo acrecido hasta un límite ya indivisible de la voluntad de morir desde que supe cómo era el sabor de su boca y percibí en mis dedos la tibieza húmeda que los apresaba al final de sus muslos. Algunas noches, en la casa, este invierno, he abandonado la habitación de las ventanas circulares creyendo que huía de la máquina de escribir y sólo cuando he llegado a la puerta del gabinete y he visto, al encender la luz, el retrato nupcial donde Mariana me mira con la lealtad de los muertos desde la lejanía de aquella tarde indeleble en que se puso el vestido de novia y obligó a Manuel a ponerse su uniforme de teniente, ya inútil, para posar ante el fotógrafo, he comprendido y aceptado que estaba repitiendo los mismos pasos que di hace diez años para escuchar su voz tras la puerta cerrada del dormitorio donde ella se revolvía enredada a Manuel y respiraba con la misma fiebre que me había derribado bajo su cuerpo cuando decía mi nombre y tanteaba como un ciego mi rostro en la oscuridad perfumada y ávida del jardín. Igual que aquella noche, con el fervor de quien acude a una cita imposible, yo entraba en el gabinete y buscaba bajo la puerta del dormitorio que nadie ha ocupado desde entonces una raya de luz, indicio de la que alumbró el brillo de los cuerpos y siguió encendida cuando amanecía en la ventana, cuando Manuel quedó dormido de fatiga y felicidad y Mariana, apartando muy cuidadosamente el brazo abandonado al sueño que aún ceñía su cintura, se puso el camisón y cerró los postigos antes de salir, para que la claridad del día no despertara a Manuel. Me quedaba parado junto a la puerta de cristales del gabinete, y no había en el aire el olor ya olvidado del cuerpo de Mariana, sólo la discordia entre la inmovilidad de los lugares y la fuga del tiempo, la persistencia de la mesa con tapete verde y del reloj de bronce sostenido por una Diana cazadora y del sofá de flores amarillas que ya estaban allí mucho antes de que Mariana llegara a la casa y que tal vez permanezcan en la misma indiferente quietud cuando Manuel y yo hayamos muerto. Avanzaba, tras encender la luz, me servía acaso una copa de anís de la botella que Manuel y Medina dejaron sobre la mesa después de apagar la radio donde habían oído las músicas remotas del Himno de Riego y La Internacional, hurtaba un cigarrillo rubio de la pitillera de Manuel y cuando alzaba los ojos hacía la fotografía oval, desde cualquier ángulo de la habitación, Mariana estaba mirándome, fija en mí, como si me persiguieran sus ojos en el gabinete igual que me buscaron, sin que un solo gesto o un movimiento de la cabeza la delataran, mientras el fotógrafo preparaba su cámara y ordenaba las luces y Orlando y yo conversábamos en voz baja en la penumbra que cubría la otra mitad del estudio. Como la delicada huella del roce de una hoja que perteneció a un árbol extinguido en otra edad del mundo y sobrevive para siempre trasmutada en fósil, o las nervaduras de una concha fijadas en la roca que está muy lejos del mar con una precisión más inalterable que la de las efigies de las monedas antiguas, así el instante en que encontraron mis ojos la mirada de Mariana, después de todo un día en que nos eludimos como dos cómplices que no quieren ser vinculados a un crimen, perduró gracias al azar y al fogonazo del magnesio más firme que la memoria y tan indudable como el perfil o la leve túnica de bronce de la Diana cazadora que estuvo siempre sobre el aparador del gabinete. Oía desde allí el jadeo tenaz y fracasado de Manuel y la carcajada y la súplica rota por un largo quejido en el que no reconocía la voz de Mariana, y aún seguí sin moverme, atento como un espía y apoyado en la oscuridad, cuando se hizo el silencio y la respiración de los dos cuerpos rendidos llegó hasta mí como el sonido del mar que uno escucha y todavía no ve tras una línea de altas dunas. Yo escribía imaginariamente, contaba sílabas y palabras como si segregara una materia inevitable y ajena del todo a mi voluntad, largo hilo de baba y sucia literatura tan interminable como el flujo del pensamiento que me seguía a todas partes y trazaba la forma de mi destino y de cada uno de mis pasos. Seguido, empujado por la literatura, calculando bajo el remordimiento y los celos y el miedo a que alguien me sorprendiera en el gabinete la posibilidad espuria de contar aquel trance en el libro futuro que siempre estaba a punto de empezar a escribir, salí al corredor tanteando las paredes y los muebles, y ya volvía hacia mi habitación cuando el sonido de una baldosa suelta que alguien pisaba a mis espaldas me hizo esconderme tras una esquina de la galería. La vi pasar tan cerca que hubiera podido tocarla con sólo extender una mano impulsada por el instinto de repetir una sola caricia, pero su cercanía era tan remota y prohibida como la de los ciegos, y como a ellos la circundaba un espacio irremediable de soledad. Despeinada, descalza, con un cigarrillo recién encendido entre los labios muy pálidos, su cara alumbrada por el alba tenía la misteriosa intensidad de una mirada que lo adivinase todo, una serena luz entibiada por los estragos del amor y la melancolía de la fatiga y del conocimiento, como si al final de aquella noche su belleza y su vida se hubieran depurado de todo atributo banal para resumirse en la perfección de unos pocos rasgos indelebles, del mismo modo que a Orlando le habían bastado unas pocas líneas trazadas como al azar sobre el espacio blanco del papel para dibujar un perfil de Mariana que nunca pudo ser apresado por las fotografías.