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Luego, cuando la vi tendida y muerta ante todos nosotros, entendí que tal vez no era la luz del amanecer lo que afilaba sus rasgos, sino una secreta adivinación de la muerte que ya la estaba llamando hacia el palomar con una voz que únicamente ella escuchaba. «¿No ha oído usted el tiroteo, don Jacinto? Han matado a la señorita Mariana.» Amalia lloraba tapándose la cara con las dos manos, y yo no entendía aún o no aceptaba, me levanté del escritorio y la sacudí por los hombros, le aparté las manos de la cara y la obligué a mirarme porque no comprendía sus palabras borradas por el llanto, y ella se limpió las lágrimas y señaló hacia arriba repitiendo que una bala perdida, que un disparo en la frente, que Mariana estaba muerta ante la ventana sin postigos del palomar, con las rodillas sucias de estiércol y el camisón levantado hasta la mitad de sus altos muslos blancos, con las manos extendidas y abiertas y la cara vuelta hacia un lado y medio tapada por el pelo. Cuando yo subí al palomar Manuel ya le había cerrado los ojos. Estaba arrodillado junto a ella y no lloraba, sólo adelantaba una mano casi firme en la que apenas se advertía el violento temblor que le estremecía los hombros para tocarle muy delicadamente las mejillas o apartar de su boca un mechón de pelo que había quedado prendido de sus labios entreabiertos. Parecía que temblaba de frío junto a un fuego apagado y que nunca iba a levantar la cabeza y a erguirse para volver hacia nosotros, que estábamos oscuramente agrupados ante la puerta del palomar como si un mandato no pronunciado o la línea de un círculo en cuyo centro exacto yacía la cabeza de Mariana nos prohibieran avanzar un solo paso hacia ella. Agrupados, inmóviles, cercados por un silencio en el que el llanto de Amalia latía contra nuestra conciencia unánime como la desgarradura de una herida, sólo nos disgregamos transitoriamente cuando Medina y el juez y un capitán de la Guardia de Asalto se abrieron paso entre nosotros para examinar el cuerpo de Mariana, y enseguida, como si el espacio por donde ellos pasaron nos hiciera vulnerables, nos agrupamos de nuevo para cerrarlo empujados sordamente por esa premura cobarde que reúne a una multitud rodeada por el miedo. Orlando, a mi lado, apretando mi mano, sin mirarme, sin mirar a Santiago, cuyos ojos todavía estaban aletargados por el sueño y acaso por el alcohol de la noche última, Utrera, que parpadeaba y tenía una respiración muy honda entrecortada a veces como por una punzada de dolor, doña Elvira, de perpetuo luto, fija no en Manuel ni en Mariana, sino en un lugar del aire donde no había nada, tal vez en la franja dorada y azul del cielo de mayo que delimitaba el rectángulo vacío de la ventana o en el tejado por donde unos guardias avanzaban a gatas buscando algo entre las tejas rotas, Amalia, que lloraba a gritos y se retorcía las manos grandes y rojas con las que a veces se arañaba el pelo o se limpiaba los ojos y la boca en un gesto sumario. Recuerdo su llanto largo como el gemido de un perro y el modo en que le temblaban a Manuel los hombros y las rodillas cuando Medina lo ayudó a levantarse y lo apartó hacia nosotros, llevándolo como a un sonámbulo o a un ciego que de repente se hubiera quedado solo en las calles de una ciudad desconocida. Me acerqué a él, dije en voz baja su nombre, «Manuel, soy yo, Solana», con desesperada ternura, con inútil pudor, tomándolo del brazo, con una torpe y ciega piedad que iba destinada a él y a mí mismo y al vínculo nunca desmentido de aquella mutua conjura de lealtad que se inició hacía veinticinco años en el patio de una escuela donde vestíamos mandiles azules y había perdurado para cifrarse al final en el nombre de Mariana, pero él no me reconoció o no me vio, extraviado y solo, y siguió temblando como sacudido por una fiebre que le cegaba y le dilataba las pupilas y moviendo los labios como si murmurara algo, como si asintiera a la voz de alguien a quien no veía y lo llamaba.

Como en los sueños, yo soy en el palomar una figura parcialmente ajena a mí mismo y más opaca que las otras. El dolor que recuerdo, la sensación súbita y amarga como el sabor de la sangre en la boca golpeada contra un suelo de humedad y cemento, pertenecen a esa sombra, y ya no puedo revivirlas, porque hay ciertas clases de dolor que actúan como una anestesia para la memoria. Al fondo de una gran oscuridad, el palomar iluminado por el impúdico sol de la mañana del 22 de mayo que se detenía en la cintura de Mariana como el filo bordado del camisón en la mitad de sus muslos, es un espacio cúbico y suspendido en el aire, tan lejos de la casa y de Mágina como yo lo estoy de aquellos días, como Mágina de mí, alta sobre la niebla de los atardeceres y el gris de bronce de los olivos, como las palabras que escribo de las cosas que ya he renunciado a recobrar y nombrar. Estoy solo, el palomar se ha quedado gradualmente y silenciosamente vacío, como una iglesia algunos minutos después de que termine la misa, y en el rellano de la escalera, a mis espaldas, Medina conversa con el capitán de la Guardia de Asalto, que antes de salir se asomó a la ventana para ordenar a sus hombres que lo esperasen en la calle. «Murió instantáneamente», dice Medina, y oigo el clic del resorte metálico que cierra su cartera con la misma inapelable certeza con que él y el capitán establecen el modo en que murió Mariana. «Oyó los tiros y se asomó a la ventana. O a lo mejor estaba asomada ya y el disparo le dio en la frente antes de que pudiera ver nada. ¿No le parece?» El capitán no dice nada, probablemente mueve la cabeza con la pesadumbre de quien acepta una desgracia que ha sucedido a otros. «Pero vamos a ver, Medina, usted que es amigo de la familia, ¿me puede explicar qué hacía esa mujer en el palomar, medio desnuda, y a esas horas? Se casaron ayer, ¿no?» Estoy solo, y por primera vez desde que entré avanzo hacia el lugar vacío donde estuvo el cuerpo de Mariana, sobre la breve capa removida de estiércol y plumas como vilanos o copos de algodón. Acodado en el alféizar de madera podrida donde Mariana puso tal vez sus manos antes de morir, miro el paisaje impasible, los tejados que se prolongan como dunas hacia una distancia de desvanecido azul donde se perfila la sierra casi borrada por un relumbre de sol que tiembla tan invisiblemente como el aire cálido sobre las chimeneas. Había subido al lugar más alto de la casa para despedirse de la ciudad en la que siempre se supo extranjera y mirar por última vez las cosas que Manuel y yo habíamos mirado desde que nacimos, porque hubiera querido, me lo dijo una vez, participar de los paraísos más antiguos de nuestra memoria, desalojar de la suya todos los recuerdos de una vida anterior que no le importaba, de modo que en su gran ámbito voluntariamente vacío quedara dispuesto para recibir una nueva memoria ya nunca dividida de la nuestra, un territorio tan íntimamente dibujado para la felicidad como el recuerdo de ciertas habitaciones de la infancia. Ella nunca nos habló de la suya, y ni siquiera Orlando, que era su amigo más antiguo y el confidente delicado y hermético de aquellas simas temibles de su corazón que no vislumbraba desde muy lejos cuando Mariana se transfiguraba por un instante ante mí en una mujer desconocida, sabía cómo vivió o qué hizo en los años anteriores a la primavera de 1933, al día preciso en que la encontró sentada en un café, frente a un velador en el que sólo había un vaso de agua, con el pelo liso y cortado como el de Louise Brooks y una resuelta disposición a posar como modelo de un pintor o un fotógrafo que no se apresurara a tocarle los pechos en cuanto se quedara desnuda. «Ha muerto igual que apareció ante nosotros», pensé, mirando los mismos tejados y la claridad azul que Mariana vio antes de morir como si pudiera encontrar en ellos la clave que siempre me negaron sus ojos, «ha muerto y se ha ido exactamente igual que vino, como si nunca hubiera estado aquí». No sintió nada, había dicho Medina, no oyó siquiera el disparo, ni supo que iba a morir: un golpe seco en la frente y luego la oscuridad y el olvido mientras caía de espaldas y su cuerpo ya inerte rebotaba sobre las tablas sucias. Pero yo recordaba que tenía las rodillas manchadas de estiércol, y que en su frente, adherida al pelo y al breve borde de sangre oscura que circundaba la herida, había una pluma de paloma, tan pequeña que el asesino no debió advertir cuando le limpiaba la cara. También olvidó recoger el casquillo de su disparo único o acaso no pudo encontrarlo, urgido por la necesidad de huir. Estaba junto al umbral de la puerta, en la hendidura entre dos tablas del suelo, duro y vil y escondido, como esos insectos que al notar un peligro se repliegan y curvan hasta tomar la forma de una pequeña bola gris. Antes de llegar al río apagaron el motor y los faros del automóvil y lo dejaron deslizarse sobre el polvo delgado y blanco donde a la luz de la luna se señalaban las huellas de los pájaros como caracteres de una extraña escritura. Muy despacio el automóvil se internaba en la húmeda niebla gris a medida que descendía hacia el final del camino, y las ramas bajas y flexibles de los olivos azotaban los cristales de las ventanillas y restallaban luego como lentos látigos cuando quedaban atrás, provocando acaso el vuelo y el grito de una lechuza que había mirado sin asombro el paso de la curvada carrocería negra en la que brillaba el polvo con una tonalidad un poco menos lívida que en el camino. Cuando llegaron a la vía del ferrocarril, junto al cobertizo de la estación levantado a la entrada del puente que prolongaba el camino hacia el cortijo, vieron sobre la niebla el bosquecillo de almendros y la explanada y el edificio irregular de «La Isla de Cuba», con sus frontones barrocos tapados por la cal donde resplandecía tenuemente la luna y sus tejados dispuestos a tan desiguales alturas que daban a la casa un aire como de accidentada ruina, igual que esos castillos cuyos escombros apenas resaltan en la ladera donde se alzaron y muestran, sin embargo, sobre todo desde abajo y en la lejanía, las trazas de una arquitectura concebida al mismo tiempo como laberinto y atalaya, un arco al aire, un alto muro de tierra, una techumbre cóncava bajo la que anidan los vencejos. Ya en el llano, muy cerca de las vías, apuraron el último impulso del automóvil para hacerlo virar entre dos olivos, y lo detuvieron allí, oculto bajo las duras ramas en cuyos extremos brotaban ya las aceitunas en perfumados racimos amarillos. Las hojas de los olivos arañaban los cristales de las ventanillas movidas por una brisa que ellos no percibieron al bajar del automóvil, y tenían, tan cerca, desde la oscuridad del interior, un brillo de acero semejante al de los raíles o al de las aguas del río. Sobre la tierra blanca y fría que relumbraba como azufre las sombras de los árboles tenían una precisión de siluetas recortadas en cartulina, y tras el caudal bajo de la niebla, más allá del río cuyo rumor aún confundían con el del viento entre las ramas, la colina de «La Isla de Cuba» preludiaba un espacio ilimitado y vacío, malva, gris y azul, violeta en sus confines últimos, dilatado y alto como una bóveda únicamente sostenida por la claridad de la luna sobre los olivos unánimes que se hundían en precipicios de torrentes secos señalados por las retamas amarillas y ascendían luego por los costados de la colina con la metódica obstinación del mar para detener su avance en las estribaciones de la sierra, adhiriendo aún sus raíces a la roca baldía, como moluscos asidos a la hendidura de un acantilado, en laderas de matorrales agrios a las que ni siquiera el lunático que los plantó allí subiría para arrancarles su fruto. Alarmados, exhaustos, inútilmente en guardia, vieron pasar ante ellos, como una larga y trémula cinta de luces amarillas, un tren nocturno cuya sirena advirtió a Solana que debían ser entre la una y las dos de la madrugada, porque Frasco le había enseñado a calcular la hora según la altura del sol o el paso de los trenes, y a distinguir, aunque no los viera, si eran mercancías o correos o expresos, si viajaban hacia Madrid o volvían a alguna de aquellas ciudades del otro lado de la sierra que Frasco no había visto nunca e imaginaba invariablemente muy grandes y muy próximas al mar. Tendido en la cama, sin apagar aún la luz que Beatriz descubrió antes de que se detuviera el automóvil sabiendo que era únicamente a él a quien alumbraba, reconociéndolo en ella igual que lo hubiera reconocido en otro tiempo en una chaqueta olvidada sobre el respaldar de una silla o en el perdurable olor de su cuerpo entre las sábanas del dormitorio, Jacinto Solana se complacía con la certeza de encontrarse solo en «La Isla de Cuba», y el tamaño de la casa vacía y los olivares y el paisaje que la circundaban acrecían el deleite de la soledad, ya no acuciada por la literatura, porque aquella tarde, lo consignó sin emoción en el cuaderno azul, había terminado la última página de su libro, Beatus Ille, y ahora tenía frente a él, sobre la mesa ya nunca más enturbiada de borradores y humo de colillas, un rimero de hojas tan impecablemente ordenadas como las que se ven en los anaqueles de las papelerías, pero cubiertas del todo por una escritura que apuraba avariciosamente los márgenes y había merecido la absolución del punto final. Tibiamente lo serenaba y exaltaba la sola presencia física de las hojas apiladas, el tacto sólido y cierto de sus ángulos, el olor del papel, como si el libro no fuera la partitura de una música posible que otras inteligencias y miradas futuras habrían de revivir, sino un objeto de antemano definitivo y precioso, ceñido a su peso y a la persistencia de su volumen en el espacio, cerrado en ella y en su forma como una figura de bronce: crecido, con la lentitud imperiosa de un árbol o de una rama de coral, mediante la añadidura del filo de cada una de las hojas que ahora atestiguaban la duración de su progreso, igual que los anillos concéntricos en el tronco recién cortado de un árbol. Pensó en su vida pasada y no pudo entender cómo había podido sobrevivir a tantos años de vacía desesperación en los que aún no existía aquel libro, y recordó con lejana gratitud las historias que escribía de niño en sus cuadernos escolares para mostrárselas luego a Manuel, pasándoselas clandestinamente bajo la tapa del pupitre que compartieron siempre, y cuya sombría madera manchada con lamparones de tinta era igual que la de la mesa sobre la que había escrito doblegado desde que llegó al cortijo. Ilustraba aquellas narraciones copiadas de las peripecias del cine mudo con dibujos premiosamente coloreados por él mismo, y en el pie de cada uno de ellos escribía una breve leyenda entre puntos suspensivos, como en las estampas de los folletines, y en la última página ponía «fin» con altas letras de imprenta, siguiendo cuidadosamente con el lápiz de humedecida punta la línea de las cuadrículas para que los firmes trazos no se desviaran. Como ensayos sucesivos que nunca llegaran del todo a satisfacerlo, escribió muchas veces la palabra «fin» en el cuaderno azul, fascinado acaso por su sonido y su forma como de punta de cuchillo, y probablemente la había escrito aquella misma noche en el centro de la página final de su libro, dos o tres horas antes de que el automóvil con los faros apagados se detuviera entre los olivos, al otro lado del río, trazando sus letras en el papel con la delicadeza y el alivio de un calígrafo chino que da fin, sobre un lienzo de seda, al manuscrito que le ocupó la vida.