«Vamos», dijo Beatriz, y abrió la puerta del automóvil, pero ni el herido ni el otro parecieron oírla, como si no creyeran en el espejismo que ella les anunciaba al señalarles la casa. Salió con la cabeza baja para que las ramas del olivo no se le enredaran en el pelo, y cuando buscó otra vez la luz que había visto deslizarse de ventana en ventana, como los fantasmas del cine, ya no pudo encontrarla, pero había una figura inmóvil en la mitad de la explanada, al filo del terraplén del río, y aunque desde tan lejos le era imposible descifrar su rostro, reconoció melancólicamente, como quien al oír una música recobra una íntima sensación olvidada, la forma de los hombros, el modo en que Jacinto Solana miraba a veces las cosas con la cabeza vuelta a un lado y las manos perezosamente hundidas en los bolsillos. «Iré yo sola», dijo entonces, «vosotros esperáis aquí». Cruzó las vías, el puente, se perdió en la niebla, emergió de ella al otro lado del río y desde allí se volvió para comprobar con alivio que el automóvil se disolvía en la sombra de los dos olivos que lo ocultaban. Indiferente y quieto como un árbol mineralizado por la luna, Solana no advertía su avance, y únicamente vio a Beatriz cuando ya casi al final del camino ella dijo su nombre, en voz baja, primero, como si temiera que aquella luz, que dilataba las formas y les otorgaba una dureza como de figuras de sal, pudiera también agrandar y desfigurar el sonido de las voces, gritando luego o tal vez oyendo su propia voz como los gritos pálidos de los sueños, porque el rumor del agua la borraba, y se desvanecía en el brillo de la luna y en el combado espacio de los olivares y la sierra líquida y azul, leve y tendida como la niebla. «Jacinto», dijo otra vez, más alto, pero a él su voz no le sonó como un grito, «soy yo, Beatriz».
«Están muertos los tres», escribió unas horas más tarde en el cuaderno azul, después de dejarlos escondidos en la bodega y de bajar la pesada trampilla con la sensación de que estaba ajustando la losa de un sepulcro, «están muertos y lo saben y tal vez yo mismo lo estoy, porque la muerte es una enfermedad contagiosa. Cuando guardaron el automóvil en el cobertizo y los llevé a la cocina daban vueltas como en una celda de condenados y comían con la misma agria codicia que yo vi tantas veces en aquellos hombres que sabían que a la madrugada siguiente los iban a fusilar. El herido tirita y suda de fiebre y Beatriz le pasa un pañuelo húmedo por la frente y luego vuelve a escarbar el fondo de una lata de sardinas con sus dedos sucios de aceite, con sus largas uñas pintadas. Me dicen que llevaban veinticuatro horas sin comer, que anoche, después del encuentro con los guardias civiles, huyeron por carreteras que no conocían y no se detuvieron hasta el amanecer, en una casa abandonada, en medio de una llanura rojiza en la que no había nada ni nadie, ni un árbol, ni un animal, ni un hombre, ni una sierra o una ciudad en la lejanía. Cuando anocheció partieron otra vez hacia el sur, y de pronto, dice Beatriz, cuando había perdido la conciencia de las horas que llevaba conduciendo, vio en la luz de los faros el cartel de una ciudad, Mágina, y luego una gasolinera iluminada y desierta donde tal vez habría un teléfono público. Como otras veces, en los años pasados, cuando no le bastaban las cartas y llamaba a Manuel para preguntarle si sabía algo de mí, pidió su número a la telefonista y aguardó largamente hasta oír la voz alarmada y entorpecida por el sueño que pronunció el nombre de " La Isla de Cuba" y le explicó el modo de llegar hasta aquí. " La Isla de Cuba", me dice, con fatigada ironía, "únicamente tú podías terminar viviendo en un sitio que se llamara así"».
Estaban muertos, aunque nadie viniera para descubrirlos en la bodega durante todo el día que pasaron allí, y lo seguirían estando si a la noche siguiente, cuando ya el herido había perdido el conocimiento y deliraba y gemía revolviéndose sobre los almohadones y las mantas que pusieron para él en el asiento posterior del automóvil, lograban cruzar la sierra por el camino que les señaló Solana desde «La Isla de Cuba», la vieja ruta de los arrieros que quedó abandonada cuando asfaltaron la carretera general, porque llevaban a la muerte consigo igual que fugitivos de una ciudad tomada por la peste. Estaban muertos desde el instante justo en que el pasajero, que no había dicho ni una sola palabra desde que salieron de Madrid, como si el silencio formara parte de su identidad clandestina, les pidió que detuvieran el automóvil en medio de una llanura por donde la carretera avanzaba ilimitadamente en línea recta hacia una oscuridad cuyo último límite no parecía que fueran a alcanzar nunca, y bajó de él, calándose el sombrero sobre los ojos, deteniéndose luego en la cuneta, de espaldas a ellos, como si buscara algo en el horizonte oscuro, con una mano en el bolsillo de la chaqueta donde probablemente guardaba una pistola. Beatriz vio en el espejo retrovisor unos faros amarillos que se fueron agrandando hasta cegarla y alumbraron de costado al hombre todavía inmóvil y más alto contra la línea de la oscuridad. Oyó puertas que se abrían y luego una voz lejana, un grito, una orden, y el pasajero se volvió hacia la luz y echó a correr resbalando sobre la grava de la cuneta, y cuando ya entraba en el automóvil quedó por un momento paralizado contra la ventanilla, estremeciéndose una vez, y luego otra, sujetándose al filo de la portezuela abierta cuando sonó el segundo disparo, cayendo derribado en el interior como un soldado herido cuando abandonaba la trinchera.
Muertos, pensó Solana, mientras los miraba comer, acodado en la repisa de la chimenea, presenciando desde la soledad no arañada por su aparición los estragos de la huida y del miedo, la perseverancia del fracaso, las ropas maltratadas y cubiertas de polvo, los rostros sin afeitar, el cerco de sudor en torno a los cuellos de las camisas blancas. A Beatriz se le torcían al andar los tacones de los zapatos y su alto peinado se le deshacía sobre la frente cuando se inclinaba hacia el herido. No era el fracaso y la desbandada unánime del final de la guerra, recordó, porque entonces los campos arrasados y el universo entero parecían compartir la derrota de los hombres que ocupaban las carreteras como rebaños de desesperación y silencio, sino una huida solitaria, impremeditada, absurda, la deserción de una lugar que fue ganado por el fuego y cuyos supervivientes escapaban vistiendo aún las ropas de la fiesta que estaban celebrando, las livianas chaquetas y pantalones para la noche de junio, las tenues medias desgarradas, los perfumados pañuelos que empapaba la sangre. Cuando terminó de comer, Beatriz se limpió la boca manchada de aceite con el dorso de la mano, dejando en ella un rastro de carmín. Fumaba con los ojos cerrados, expulsando largas bocanadas de humo, y el otro, el amante, el enamorado cobarde que ni siquiera se había atrevido a mirar a Solana cuando le estrechó la mano, se acercó a ella y permaneció de pie a su espalda, como si guardara su sueño, y al inclinarse para decirle algo al oído le puso una mano en el hombro y extendió muy débilmente los dedos hasta rozarle el cuello. «Yo los miraba, yo sabía que él no iba a decirle nada, que cualquier cosa que le dijera no sería sino un pretexto para acercarse más a ella y demostrar ante mí, o ante su propio miedo a perderla, que podía hablarle en un tono de voz que sólo usan los amantes y poner una mano en su hombro y acariciarle el cuello. Entonces Beatriz abrió los ojos y le apartó lentamente la mano mientras me miraba como si la inmovilidad de sus pupilas en las mías pudiera borrar la casa y la persecución y la noche y dejarnos solos en el principio del tiempo. Bruscamente fingí que atendía al herido, busqué agua, un vaso, le humedecí los labios y cuando miré de nuevo a Beatriz sus ojos ya no me buscaban y las manos del otro yacían blancas e inútiles en el respaldo de la silla donde ella estaba recostada.» Volvió a escribir esa noche, cuando al bajar la trampilla de la bodega recobró como un don el sentimiento o la apariencia de su soledad en la casa, cerró todos los postigos de la planta baja y comprobó el cargador y el seguro de su pistola y la dejó sobre la mesa mientras escribía en el cuaderno azul como si aún después de terminado su libro no pudiera eludir el instinto de la literatura, pensó Minaya, como si las cosas no sucedieran del todo hasta que él no las hubiera transmutado en palabras que no apetecían el porvenir ni la luz, sólo la intensidad no mitigada de su propio veneno, duras palabras escritas para el olvido y el fuego. Estuvo escribiendo hasta después del alba, y a la noche siguiente, cuando los otros se marcharon, antes incluso de que el automóvil se alejara por el camino de la sierra, cerró el portón de la casa y regresó a la pluma y al cuaderno azul para contar su partida, pero esa vez no tuvo tiempo de terminar ni una página, y las últimas palabras que logró escribir fueron el preludio de su propia muerte. Oyó ladridos de perros y al asomarse a la ventana vio los capotes que se movían subiendo cautelosamente por el terraplén, el brillo frío de la luna en el charol de los tricornios. Exactamente así lo imaginaba Minaya: súbitamente liberado del miedo y de la literatura, pensó en los otros, en la mirada de Beatriz, en su orgullo sin súplica y en su lealtad más firme que el desengaño y la traición. Más allá de la última línea del cuaderno azul, en un espacio limpio de realidad y de palabras, no recordado por ninguna memoria, Minaya quiso urdir la figura ambigua de un héroe: Solana oye todavía el motor que se aleja y calcula que Beatriz pisará más hondo el acelerador cuando escuche tras ella los primeros disparos. Mientras él siga en la ventana disparando contra los perseguidores el automóvil se internará en la sierra y ganará diez minutos o una hora o un día entero de acuciada libertad. Serenamente consigna la proximidad de las sombras que vienen por el lado del río y se despliegan sobre la greda roja del terraplén para cercar la casa, y luego, igual que ha cerrado el cuaderno y ajustado el capuchón de la pluma, apaga la vela, quita el seguro a la pistola, medio asomado a la ventana, todavía protegido por la oscuridad, esperando hasta que los guardias han llegado tan cerca que ya puede alcanzarlos con sus disparos.
TERCERA PARTE
Fuego soy apartado y espada puesta lejos