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dara a subir. Se encerró con llave, y empezó a volcarlo y a romperlo todo y a vaciar todos los cajones». Sin lágrimas, sin un solo gesto de desesperación o de evidente locura, tan metódicamente empeñada en sembrar en torno suyo el desorden como el general de un ejército que administra y calcula la devastación para siempre de una ciudad conquistada y siembra de sal las fosas donde estuvieron sus cimientos. «Hace un rato nos llamó. Estuvo tirando de la campanilla hasta que Amalia y yo llegamos. Ya se había peinado y se había vestido para el entierro y parecía que hubiera estado llorando, pero yo no le vi las lágrimas, y eso que se ha llenado toda la cara de polvos.» También Inés estaba ya vestida de luto, y la blusa negra y la falda ajustada añadían prematuramente a su cuerpo una parte de la delgada y grave plenitud que alcanzará dentro de unos años y que ahora sólo algunos de sus gestos preludian, cuerpo desconocido y futuro que ya no tocarán estas manos que lo adivinaron en caricias como profecías, y que Minaya ignora, porque todavía no ha aprendido a mirar los cuerpos en el tiempo, que es la única luz que revela sus verdaderos rasgos, los que una pupila y un instante no saben descubrir. Torpe y cobarde, como en los primeros días, agraviado por la sensación de haber perdido a Inés tan inexplicablemente como se le concedió su ternura, sólo acertó a decirle, con una frialdad que supuso contagiada de la que advertía en ella, unas pocas palabras que le hicieron sentirse, también él, desconocido e inerte, desertor de la memoria de tantas noches y días fríamente arrojados a la aceptación del olvido, cómplice no de la culpa, sino del arrepentimiento, de la simulación, de las viles miradas fijas en el suelo. Igual que la primera vez que la vio, Inés tenía el pelo recogido en la nuca, liso y tenso en las sienes, de modo que al descubrir del todo la forma de sus pómulos y de su frente depuraba la gracia de su perfil, pero un solo bucle castaño, translúcido, casi rubio, desprendido al azar cuando se inclinaba para recoger algo, le caía sobre la cara y casi le rozaba los labios, rizado y leve como una cinta de humo que Minaya hubiera querido tocar y deshacer en sus dedos con el mismo sigilo con que en otro tiempo apartaba las sábanas sobre los pechos desnudos y el vientre y los muslos de Inés para verla dormir. Borrosamente le pidió que le dejara ayudarla, y ella, al apartarse como para eludir una caricia que tal vez deseaba y que Minaya nunca se hubiera atrevido a iniciar, dejó caer el puñado de antiguas postales que había estado recogiendo. Balnearios blancos con damas de altos sombreros sentadas en torno a los veladores, casinos junto a un mar de olas rosa y vistas heráldicas de San Sebastián en atardeceres coloreados a mano, con yuntas de bueyes que retiraban de la playa las listadas casetas de los bañistas, una estampa en recuerdo de la primera comunión del niño Manuel Santos Crivelli, celebrada en la iglesia parroquial de Santa María, de Mágina, el 16 de mayo de 1912, una carta, de pronto, con sello de la República, dirigida a don Eugenio Utrera Beltrán el 12 de mayo de 1937. «¿Te habías fijado en esta carta?», dijo Minaya, incorporándose, y sacó del sobre, con extremo cuidado, como si levantara las alas de una mariposa disecada procurando que no se le deshicieran en los dedos, una cuartilla escrita a máquina, casi quebrada en los dobleces. «Es raro que doña Elvira la tuviera aquí. Se la mandaron a Utrera.» «Esa mujer ha estado siempre loca», dijo Inés, mirando apenas la carta, «la guardaría como lo guardaba todo». La fecha del encabezamiento, escrita bajo un membrete de caligrafía floreada («Santisteban e Hijos, Anticuarios, Casa Fundada en 1881») era la misma que la del matasellos, e incluía a la carta, aun antes de que Minaya comenzara a leerla, en la franja del tiempo en que sucedieron la boda y luego la muerte de Mariana, convirtiéndola así en una parte de aquella materia sobrevivida que él no podía tocar sin estremecerse, igual que el casquillo de bala y el trozo de periódico donde lo encontró envuelto y la flor de tela blanca que Mariana llevaba en la fotografía nupcial y que Inés se puso una noche en el pelo. «Madrid», leyó, «12 de mayo de 1937», pensando que en aquel mismo día tan impasiblemente consignado por la máquina de escribir Mariana estaba viva aún, que el tiempo que ella habitaba no era un atributo exclusivo de su persona o de la historia que en torno suyo ya se iba cerrando para guiarla hacia la muerte, sino una vasta realidad general a la que también pertenecían aquella carta y el hombre que la escribió. «Sr. D. Eugenio Utrera Beltrán. Querido amigo: Me complace informarle que el próximo día 17 de los corrientes llegará a ésa nuestro colaborador D. Víctor Vega, de cuya reputada pericia en el difícil arte del anticuariado no es preciso que yo me haga valedor ante Vd., que ya sabe los años que el Sr. Vega lleva empleado en esta Casa y la alta estima en que se le tiene en ella. Tal como quedó convenido, el Sr. Vega informará a Vd. de los extremos que tan vivamente le interesan de nuestro negocio, en el que espero se decida Vd. a participar con el buen gusto y la solvencia de que hizo siempre gala en relación con las Bellas Artes. Le informo, asimismo, que el Sr. Vega se hospedará a su llegada a Mágina en el Hotel Comercio de esa Plaza, esperando allí la visita de Vd. el mismo día 17. Suyo affmo., M. Santisteban.» Miró las letras de ese nombre, Víctor Vega, lo pronunció en voz alta, al filo de una revelación, preguntándose dónde lo había escuchado o leído, agradeciendo luego al azar la ocasión de descubrir lo que de otro modo nunca habría dilucidado su inteligencia. Y cuando bajó por fin a la biblioteca, cuando tuvo ante sí la penumbra y los rostros hostiles que lo acusaban en ella, llevaba en un bolsillo la carta como una certeza que lo volviese invulnerable y más sabio, único dueño de la claridad, como esos detectives de los libros que reúnen en el salón a los habitantes de una casa cerrada donde se cometió un crimen para revelarles el nombre del asesino, que aguarda y calla y se sabe condenado, solo y manchado entre los otros, que aún ignoran su culpa. Era, esta tarde, como empujarlo hacia la conclusión de un misterio, como ordenar sus pasos y su pensamiento desde la oscuridad, desde la literatura, temiendo que no se atreviera a llegar al final y no deseando todavía que persistiera en su búsqueda más allá del límite señalado, era estar viendo lo que veían sus ojos y percibir con él el olor de los cirios que ardían junto a los ángulos del ataúd y de las flores de muerto que lo circundaban como los bordes de una sima en cuyo fondo yacía Manuel, como la vegetación de un pantano en el que se estaba hundiendo muy despacio, irreconocible ya, con las manos atadas por un rosario que se le enredaba en los dedos amarillos y rígidos y los párpados como apretados o cosidos en la obstinación de morir, sin dignidad alguna, sin esa quietud que las estatuas atribuyen a los muertos, humillado de escapularios que doña Elvira ordenó que le colgaran al cuello y vestido con un traje que parecía de otro hombre, porque la muerte, que había exagerado los huesos de su cara y la curva de su nariz y borrado la línea de la boca, hizo también más pequeño y frágil su cuerpo, de tal modo que cuando Minaya se asomó al ataúd fue como si contemplara el cadáver de un hombre a quien no había visto nunca. Salvo a Medina, que ostensiblemente no rezaba, que se mantenía erguido y en silencio como afirmando contra todos la dignidad laica de su dolor, un rastro de aquella transfiguración de Manuel contaminaba a los otros, envolviéndolos en el mismo juego lúgubre de claridad y movediza penumbra que establecían los cirios y que probablemente, como la disposición del catafalco y de las colgaduras negras que lo cubrían, había sido calculado por Utrera para obtener en la biblioteca un efecto de escenografía litúrgica. El espacio entero de la biblioteca cobraba bajo aquella luz una pesada sugestión de capilla y de bóveda, y los antiguos, los usuales olores de la madera barnizada y del cuero y del papel de los libros habían sido desalojados por un denso aliento de iglesia y de funeral no discernible de los primeros indicios de corrupción que ya se diluían en el aire. Estaban sentados en semicírculo alrededor del ataúd, bultos sin relieve ni posibilidad de movimiento bajo las ropas de luto que los ataban a la sombra, abriendo apenas los labios mientras rezaban, como si la voz unánime acompasada en el ritmo de las letanías no surgiera de sus gargantas, sino de la oscuridad o del olor de los cirios, emanada de la rígida pesadumbre del duelo como una sucia segregación, y cuando entró Minaya no levantaron sus pupilas para fijarlas en él, sino en un punto del espacio ligeramente apartado de su presencia, como si en lugar de un cuerpo hubiese empujado la puerta una corriente del aire, cerrándola luego con un golpe amortiguado. Estrechó la mano de Frasco, que se levantó ceremoniosamente para darle el pésame en un tono de voz demasiado alto, provocando una mirada de ira de Utrera, una imperiosa orden de silencio. O tal vez no fue el tono de la voz, pensó Minaya, sino el solo hecho de que Frasco, al darle el pésame, le estaba reconociendo un vínculo de familia con Manuel que Utrera consideraba ilegítimo. Sin atreverse a decirle nada a doña Elvira, que tenía la cara medio tapada por un velo translúcido y dirigía el rezo del rosario deslizando las cuentas entre sus dedos afilados como patas de pájaro, Minaya fue a sentarse junto a Medina y supo por él los pormenores del escarnio. «Han sido ellos», le dijo el médico al oído, «la vieja y ese parásito, ese meapilas. Mire lo que han hecho con Manuel, ese rosario en las manos, esos escapularios, el crucifijo. Él dejó bien claro en su testamento que no quería un entierro religioso, y ya ve lo que han hecho, han esperado a que se muriera para conseguir lo que no pudieron cuando estaba vivo. Y si no llega a ser por mí, que les armé un escándalo, me lo entierran con hábito de nazareno. ¿Dónde se había metido usted? Me he pasado toda la mañana buscándolo. Tengo algo muy importante que decirle». Utrera otra vez les exigió silencio, llevándose teatralmente el dedo índice a los labios, y Medina, con irónica gravedad, se cruzó las manos sobre el vientre como parodiando el gesto de un canónigo. «Ese tipo ya lo sabe. Por eso lo mira a usted así. Está muerto de envidia.» «No le entiendo, Medina.» Gordo, magnánimo, Medina sonrió para sí y dedicó a Minaya una mirada como de clemencia, de incrédula admiración hacia su juventud y su ignorancia. «Todos lo saben ya, hasta Frasco, que se ha alegrado tanto como yo. Manuel cambió hace una semana su testamento. Ahora es usted su heredero universal. Claro que eso no le servirá de mucho durante unos pocos años, porque doña Elvira dispondrá de todos los bienes en usufructo hasta que se muera. Y esa mujer es capaz de llegar a los cien años si se lo propone, igual que ha vivido hasta ahora, únicamente por despecho.» De modo que ahora, al final, cuando consumaba el preludio de la expulsión, las palabras de Medina le otorgaban bruscamente el derecho no a la posesión de la casa o de «La Isla de Cuba», porque ese era un término desasido y abstracto que no sabía concebir, sino a la pertenencia a una historia en la que hasta entonces había sido testigo, impostor, espía, y que ahora, en un futuro que tampoco era capaz de imaginar, iba a prolongarse en él, Minaya, dejándole sin embargo, lo sabría luego, muy pronto, cuando llegara a la estación para comprar un solo billete hacia Madrid, la misma sensación de inconsolado vacío de quien despierta y comprende que ningún don de la realidad podrá mitigar la pérdida de la dicha que acaba de conocer en su último sueño. Aturdido, como si lentamente despertara, abandonó el letargo en que lo sumían la espera, la penumbra y el rumor de los rezos y salió al patio en busca del alivio del aire y de la rosada y amarilla luz que sólo se volvía blanca en las losas de mármol, blanca y fría en el espejo del primer rellano, resonante de voces, porque en ese patio todo sonido, una risa, una voz que dice un nombre, unos pasos, un aleteo de paloma sobre los cristales de la cúpula, adquiere la firmeza nítida y deslumbrante de los guijarros en un cauce de agua helada, y las cosas que ocurren en él, aun el acto tan leve de encender un cigarrillo, parecen, magnificadas por su sonoridad, estar sucediendo para siempre. Tal vez por eso, cuando Utrera salió tras él y comenzó a acusarlo, Minaya estuvo seguro de cada una de las palabras que iba a decir y de que ése era el único lugar donde debía pronunciarlas. Ahora no llevaba un clavel blanco en el ojal, sino un botón de luto, y una ancha faja de tela negra cosida en una manga, lo cual le daba un aire como de guiñapo mutilado. Le pidió fuego, acercándose mucho, como un bujarrón o un policía, menudo, expulsando el humo en rápidas bocanadas, decidido a la injuria, a no callar ni una sola ofensa. «No sé qué espera, no sé por qué no se ha marchado todavía, cómo se atreve a seguir aquí, a entrar en la biblioteca, a burlarse de nuestro dolor.» «Manuel era mi tío. Tengo el mismo derecho a velarlo que cualquiera de ustedes.» Se asombraba de su propia audacia, de la firmeza de su voz, más indudable y clara en la sonoridad del patio, muy cercana, de pronto, a una apetencia de crueldad, involuntariamente complacido en acceder a un asedio que se convertiría en celada para su acusador justo cuando él, Minaya, lo quisiera, con sólo mostrar la carta o el casquillo que guardaba en su chaqueta o decir una o dos palabras necesarias. «No me mire así, como si no me entendiera. No esté tan seguro de que nos ha engañado como engañó al pobre Manuel. Usted lo mató, anoche, usted y esa mozuela hipócrita con la que se revolcaba en el lugar más sagrado de esta casa. Yo los vi a usted y a ella cuando salieron del dormitorio. Y antes los había visto entrar allí, mordiéndose como animales, y los había escuchado, pero no hice lo que debía, no avisé a Manuel ni entré para expulsarlos yo mismo, me marché para no ser testigo de esa profanación y cuando volví ya era demasiado tarde. Ese olor en el dormitorio, en las sábanas, el mismo que usted no se pudo quitar y que yo noté cuando vino a llamarme. ¿No le extrañó que a esa hora yo estuviera todavía vestido? Esa cinta en la mesa de noche. ¿Cree que estoy ciego, que no sé oler ni ver? Pero a lo mejor ni siquiera pretendían ocultarse. Ustedes son jóvenes, ustedes aman la blasfemia, supongo, igual que no saben lo que es la gratitud. ¿Sabe qué era Inés antes de venir a esta casa? Una hospiciana sin padre y sin más apellidos que los que le dio su madre antes de abandonarla, una criatura salvaje que hubiera sido expulsada de ese internado de las monjas si Manuel no llega a recogerla. Pero usted es distinto. Usted viene de una buena familia y ha tenido educación y estudios y lleva en las venas la misma sangre de Manuel. Usted era un prófugo y un agitador político cuando vino aquí, no crea que no he podido enterarme, a pesar de que su tío, por delicadeza, por no faltar a la hospitalidad, no me lo dijo nunca. Ha venido para escribir un libro sobre Solana, me decía el pobre Manuel, como si no se diera cuenta de que lo único que usted hacía en esta casa era comer y dormir gratis y esconderse de la policía y acostarse todas las noches con esa criada para ensuciar la hospitalidad que todos nosotros le ofrecimos desde que llegó. Sería demasiada clemencia llamarlo ingrato. Usted es un profanador y un asesino. Usted mató anoche a Manuel.» Vano, teatral, investido de la justicia y del luto igual que en otro tiempo se invistió de la gloria y luego, al cabo de los años, de la melancolía y el rencor del artista postergado, Utrera contuvo el aire como masticándolo con su dentadura postiza y señaló a Minaya la puerta de la calle. «Márchese ahora mismo de aquí. No siga ensuciando nuestro dolor ni la muerte de Manuel. Y llévese con usted a esa golfa. Ni usted ni ella tienen derecho a seguir en esta casa.» Esta casa es mía, hubiera podido o debido contestar Minaya, pero la cruda conciencia de la propiedad, aún tan futura y tan imaginaria y cimentada únicamente en una confidencia en voz baja de Medina, no incitaba su orgullo ni podía agregar nada a su firmeza, porque la vasta fachada blanca con balcones de mármol y ventanas circulares y el patio de columnas y las vidrieras de la cúpula habían pertenecido a su imaginación desde que era un niño con la definitiva legitimidad de las sensaciones y deseos que sólo nacen y se alimentan de uno mismo y no precisan para sostenerse de ninguna atadura con la realidad: porque desde hacía menos de una hora, desde que encontró la carta en el dormitorio de doña Elvira y comprobó en un pasaje de los manuscritos de Solana quién era Víctor Vega, había cobrado la posesión no de una casa, sino de la historia que estuvo latiendo en ella durante treinta años para que él viniera a cerrarla desbaratando su misterio, asignando a la dispersión y al olvido de sus pormenores la forma deslumbrante y atroz de la verdad, su apasionada geometría, impasible como la arquitectura del patio y como la belleza de las estatuas de Mágina, como el estilo y la trama del libro que Jacinto Solana escribió para sí mismo. «Usted sabe que mi tío empezó a morirse hace mucho tiempo, el mismo día en que mataron a Mariana», dijo Minaya, como un reto, sin emoción alguna, sólo con un ligero temblor en la voz, como si aún no estuviera seguro de atreverse a decir lo que era preciso que dijera, lo que le exigía o le dictaba la lealtad hacia Manuel, hacia Jacinto Solana, hacia la historia esbozada y rota en los manuscritos, «y me parece que usted sabe también quién la mató». La sonrisa muerta de Utrera, su petulancia antigua de héroe de los prostíbulos y de las conmemoraciones oficiales torciéndole el gesto de la boca, sosteniéndose en ella, en la mirada fría de desprecio, en el miedo recobrado, todavía oculto. «No sé de qué me habla. ¿Es que no quiere dejar en paz a ninguno de nuestros muertos? Usted sabe igual que yo cómo murió Mariana. Hubo una investigación judicial y se le hizo la autopsia. Pregúntele a Medina, por si no se ha enterado aún. Él vino aquí con el juez y examinó el cadáver. Una bala perdida la mató, una bala disparada desde los tejados.» No negará al principio, había calculado Minaya, no me dirá que miento o que es inocente, porque eso sería como aceptar mi derecho a acusarlo. Dirá que no entiende, que estoy loco, me dará la espalda y entonces yo sacaré el casquillo y la carta y lo obligaré a volverse para que los vea en mis manos como acaso vio la pistola que le tendía doña Elvira aquella noche o tarde o mañana de mayo en que concibió el modo en que Mariana iba a morir. «Déjeme en paz y márchese», dijo Utrera, y cuando se volvía de espaldas como si con ese gesto pudiera borrar la presencia y la acusación aún no pronunciada por Minaya vio a Inés parada en el primer rellano, junto al espejo, y por un instante permaneció así, con la cabeza vuelta, como repitiendo la arrogancia de una cualquiera de sus estatuas, y luego, dijo Inés, bruscamente vencido, se alejó hacia el comedor sabiendo que Minaya caminaba tras él y que aunque pudiera eludir o negar sus preguntas no escaparía a la interrogación que había visto en los ojos de la muchacha, transparente y precisa como la sonoridad del patio, anterior a todo razonamiento o sospecha, a toda duda, nacida de un instinto de conocimiento cuyo único y temible método era la adivinación. Encendió un cigarrillo, se sirvió una copa de coñac, guardó de nuevo la botella en el aparador y cuando fue a sentarse Minaya estaba frente a él, al otro lado de la misma mesa larga y vacía donde cenaron juntos la primera noche, obstinado, irreal, reuniendo pruebas y palabras y valor para seguir diciéndolas mientras Inés, en el umbral, sin ocultarse siquiera, presenciaba y oía para que no hubiese nada luego, ahora mismo, entregado a la imperfección del olvido. «Usted mató a Mariana», dijo Minaya, recordó, como si el crimen no hubiera sucedido hace treinta y dos años, sino anoche, esta mañana mismo, como si fuera el cuerpo de Mariana y no el de Manuel el que estaban velando en la biblioteca, usted, era preciso que dijera con otra voz que no fue nunca la suya, empuñó la pistola en la madrugada del 21 de mayo de 1937 y anduvo rondando por la galería, escondido tras las cortinas que igual que ahora cubrían entonces los ventanales sobre el patio, y Solana estuvo a punto de verlo pero no lo vio, sólo una sombra o un temblor de visillos, y cuando Mariana empezó a subir los peldaños hacia el palomar por esa escalera de laberinto que yo mismo he subido otras veces, cuando Jacinto Solana renunció a seguirla y se encerró en su habitación para escribir frente al espejo los versos que veinte años después de su muerte me llamaron a esta ciudad y a esta casa, usted caminó tras ella, con la pistola en su mano derecha, que probablemente temblaba, con la pistola escondida en el bolsillo de la chaqueta, empujado por un odio que no le pertenecía a usted, sino a esa mujer que hizo de usted su ejecutor y su emisario y armó su mano para lograr que Mariana no pudiera llevarse nunca de esta casa a Manuel. «Usted está loco», dijo Utrera, y se puso en pie, apurando el coñac, «hubo un tiroteo, perseguían a un emboscado, vuelva a subir al palomar y asómese a la ventana y verá que casi puede tocar con la mano el tejado de enfrente. No hace falta que me diga que doña Elvira no quería a Mariana. Todos los sabíamos. Pero qué me habían hecho ella o Manuel. Por qué iba yo a matarla». Eso es lo que Solana no supo, lo que le impidió averiguar el nombre del asesino, pensó Minaya cuando deshizo su maleta y desató las cintas rojas de los manuscritos y buscó en ellos la narración del linchamiento en la plaza del general Orduña y el nombre todavía no exactamente recordado de Víctor Vega, el anticuario, el espía. «Pero Solana encontró la prueba de que la pistola había sido disparada desde la puerta del palomar»: era el instante elegido, el trance necesario de la revelación, un solo gesto y desarmaría a Utrera con la omnipotencia trivial de quien adelanta un pie para pisar a un insecto y luego sigue caminando sin advertir siquiera el crujido seco y levísimo de la coraza aplastada del animal bajo la suela del zapato: bastaba mirar al viejo desde arriba, desde la certeza de la verdad, examinar como pruebas de la culpa su boca descolgada por el estupor y la vejez y el modo en que el nudo de la corbata negra se hundía como un dogal en la piel floja de su cuello, deslizar la mano hacia el interior de la chaqueta como quien busca un cigarrillo y extraer de allí un pequeño envoltorio y una cuartilla mecanografiada que al abrirla otra vez terminó de rasgarse por la mitad. Santisteban e Hijos, anticuarios, casa fundada en 1881, una cita en Mágina para el cómplice de una red de espías y quintacolumnistas que fue desbaratada en Madrid justo unas horas antes de que su mensajero estableciese contacto con usted, Utrera, dijo Minaya, alisando y uniendo los dos trozos de papel sobre la madera de la mesa y mostrando el casquillo que rodó un momento y se detuvo luego entre los dos, irrevocable como un naipe que decide el juego. «Este casquillo lo encontró Solana. También notó que Mariana tenía huellas de estiércol en las rodillas y en la frente, lo cual habría sido imposible si, como se dijo entonces, hubiera caído de espaldas, ante la ventana, cuando el disparo la alcanzó. Cayó de boca, porque al morir estaba mirando hacia la puerta del palomar, y su asesino le dio la vuelta y le limpió el estiércol del camisón y de la cara, para que pareciese que el disparo había venido desde la calle, pero se olvidó de recoger el casquillo o lo buscó y no tuvo tiempo de encontrarlo. Fue Solana quien lo vio. Solana lo dejó escrito todo. Yo he leído sus manuscritos y he logrado llegar a donde él no llegó, porque él no vio esta carta. La guardaba doña Elvira en su dormitorio. Me parece que la respuesta está en ella.» Utrera miraba el casquillo y los dos pedazos de la carta sin aceptar aún, sin entender otra cosa que no fuera su doble cualidad de amenaza, como si oyera a un juez acusarlo en un idioma extranjero cuyas sílabas desconocidas lo condenaran más irremediablemente que el significado que enunciaban, sin reconocer todavía en el papel amarillo y rasgado, el membrete de caligrafía gótica y la escritura de aquella carta perdida que había estado buscando por toda la casa durante treinta y dos años y que ahora aparecía ante él como vuelve en sueños el rostro de un muerto olvidado y remoto. «No me haga reír. Los manuscritos de Solana, su famoso libro genial. Después de su muerte vino aquí una cuadrilla de falangistas y los quemaron todos, igual que habían hecho en el cortijo. Tiraron su máquina de escribir al jardín desde la ventana del invernadero, quemaron todos sus papeles y todos los libros que tenían su firma, ahí mismo, detrás de usted, al pie de la palmera. Y aunque quedase algo, ¿nadie le ha dicho que Solana fue durante toda su vida un embustero?» De nuevo recurrió al coñac, al desprecio, a la ironía inútil, negándose a mirar de frente a Minaya porque no era a él a quien veía, sino al otro, al muerto, al verdadero acusador que usurpaba otra vida para encarnar en ella la obstinación de su sombra nunca del todo desterrada, y no fue la lucidez de Minaya lo que lo hizo rendirse, y ni siquiera el modo en que se levantó tras él para ponerle la carta ante los ojos como quien acerca una luz a la cara de un ciego, sino la evidencia imposible de que tras aquella voz le hablaba la de Jacinto Solana, muerto y regresado, alojado al fondo de las pupilas de Minaya como detrás de un espejo que le permitiera verlo todo y permanecer oculto. Y aquella voz era también la suya, la del secreto y la culpa, de modo que cuando Minaya siguió hablando fue como si Utrera se escuchara a sí mismo, libre al fin del suplicio de simular y mentir, absuelto por la proximidad del castigo. «Usted iba a convertirse en un espía franquista», dijo la voz, Minaya, «usted recibió esa carta y cuando esperaba la llegada a Mágina de Víctor Vega supo que lo habían detenido y luego que fue linchado por la multitud en la plaza del general Orduña, y buscó la carta para destruirla, pero ya no la pudo encontrar, y probablemente doña Elvira, que se la había robado, que sabía igual que usted que esa carta podría conducirlo a la tortura y al fusilamiento, lo amenazó con entregarla a la policía si usted no mataba a Mariana». Pero a medida que hablaba Minaya empezó a oír lo que él mismo decía como un monólogo de un libro que al ser recitado por un actor mediocre pierde su brío y su verdad: desconoció su propia saña y no pudo detener el sucio deleite que encontraba en ella y que lo incitaba a prolongarla, exactamente igual, dijo luego, esta noche, que cuando era un niño cobarde y se vengaba del miedo y de las humillaciones que sufría golpeando a quienes eran más débiles y más cobardes que él, y su vergüenza y su asco lo impulsaban a continuar los golpes hasta el final de la infancia. Utrera miraba la carta y el fondo vacío de su copa y movía la cabeza calva y derribada no afirmando o negando, sólo dejándose golpear por cada palabra como si hubiera perdido la voluntad o el conocimiento y oscilara únicamente sostenido por el cuello duro y el nudo de su corbata negra esperando los golpes que aún le faltaba recibir. Era, de pronto, como golpear a un hombre muerto, como cerrar el puño esperando una musculada resistencia y hundirlo en una materia desmoronada o podrida y retroceder y golpear de nuevo con mayor furia sin que nada suce