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s sagrado de esta casa. Yo los vi a usted y a ella cuando salieron del dormitorio. Y antes los había visto entrar allí, mordiéndose como animales, y los había escuchado, pero no hice lo que debía, no avisé a Manuel ni entré para expulsarlos yo mismo, me marché para no ser testigo de esa profanación y cuando volví ya era demasiado tarde. Ese olor en el dormitorio, en las sábanas, el mismo que usted no se pudo quitar y que yo noté cuando vino a llamarme. ¿No le extrañó que a esa hora yo estuviera todavía vestido? Esa cinta en la mesa de noche. ¿Cree que estoy ciego, que no sé oler ni ver? Pero a lo mejor ni siquiera pretendían ocultarse. Ustedes son jóvenes, ustedes aman la blasfemia, supongo, igual que no saben lo que es la gratitud. ¿Sabe qué era Inés antes de venir a esta casa? Una hospiciana sin padre y sin más apellidos que los que le dio su madre antes de abandonarla, una criatura salvaje que hubiera sido expulsada de ese internado de las monjas si Manuel no llega a recogerla. Pero usted es distinto. Usted viene de una buena familia y ha tenido educación y estudios y lleva en las venas la misma sangre de Manuel. Usted era un prófugo y un agitador político cuando vino aquí, no crea que no he podido enterarme, a pesar de que su tío, por delicadeza, por no faltar a la hospitalidad, no me lo dijo nunca. Ha venido para escribir un libro sobre Solana, me decía el pobre Manuel, como si no se diera cuenta de que lo único que usted hacía en esta casa era comer y dormir gratis y esconderse de la policía y acostarse todas las noches con esa criada para ensuciar la hospitalidad que todos nosotros le ofrecimos desde que llegó. Sería demasiada clemencia llamarlo ingrato. Usted es un profanador y un asesino. Usted mató anoche a Manuel.» Vano, teatral, investido de la justicia y del luto igual que en otro tiempo se invistió de la gloria y luego, al cabo de los años, de la melancolía y el rencor del artista postergado, Utrera contuvo el aire como masticándolo con su dentadura postiza y señaló a Minaya la puerta de la calle. «Márchese ahora mismo de aquí. No siga ensuciando nuestro dolor ni la muerte de Manuel. Y llévese con usted a esa golfa. Ni usted ni ella tienen derecho a seguir en esta casa.» Esta casa es mía, hubiera podido o debido contestar Minaya, pero la cruda conciencia de la propiedad, aún tan futura y tan imaginaria y cimentada únicamente en una confidencia en voz baja de Medina, no incitaba su orgullo ni podía agregar nada a su firmeza, porque la vasta fachada blanca con balcones de mármol y ventanas circulares y el patio de columnas y las vidrieras de la cúpula habían pertenecido a su imaginación desde que era un niño con la definitiva legitimidad de las sensaciones y deseos que sólo nacen y se alimentan de uno mismo y no precisan para sostenerse de ninguna atadura con la realidad: porque desde hacía menos de una hora, desde que encontró la carta en el dormitorio de doña Elvira y comprobó en un pasaje de los manuscritos de Solana quién era Víctor Vega, había cobrado la posesión no de una casa, sino de la historia que estuvo latiendo en ella durante treinta años para que él viniera a cerrarla desbaratando su misterio, asignando a la dispersión y al olvido de sus pormenores la forma deslumbrante y atroz de la verdad, su apasionada geometría, impasible como la arquitectura del patio y como la belleza de las estatuas de Mágina, como el estilo y la trama del libro que Jacinto Solana escribió para sí mismo. «Usted sabe que mi tío empezó a morirse hace mucho tiempo, el mismo día en que mataron a Mariana», dijo Minaya, como un reto, sin emoción alguna, sólo con un ligero temblor en la voz, como si aún no estuviera seguro de atreverse a decir lo que era preciso que dijera, lo que le exigía o le dictaba la lealtad hacia Manuel, hacia Jacinto Solana, hacia la historia esbozada y rota en los manuscritos, «y me parece que usted sabe también quién la mató». La sonrisa muerta de Utrera, su petulancia antigua de héroe de los prostíbulos y de las conmemoraciones oficiales torciéndole el gesto de la boca, sosteniéndose en ella, en la mirada fría de desprecio, en el miedo recobrado, todavía oculto. «No sé de qué me habla. ¿Es que no quiere dejar en paz a ninguno de nuestros muertos? Usted sabe igual que yo cómo murió Mariana. Hubo una investigación judicial y se le hizo la autopsia. Pregúntele a Medina, por si no se ha enterado aún. Él vino aquí con el juez y examinó el cadáver. Una bala perdida la mató, una bala disparada desde los tejados.» No negará al principio, había calculado Minaya, no me dirá que miento o que es inocente, porque eso sería como aceptar mi derecho a acusarlo. Dirá que no entiende, que estoy loco, me dará la espalda y entonces yo sacaré el casquillo y la carta y lo obligaré a volverse para que los vea en mis manos como acaso vio la pistola que le tendía doña Elvira aquella noche o tarde o mañana de mayo en que concibió el modo en que Mariana iba a morir. «Déjeme en paz y márchese», dijo Utrera, y cuando se volvía de espaldas como si con ese gesto pudiera borrar la presencia y la acusación aún no pronunciada por Minaya vio a Inés parada en el primer rellano, junto al espejo, y por un instante permaneció así, con la cabeza vuelta, como repitiendo la arrogancia de una cualquiera de sus estatuas, y luego, dijo Inés, bruscamente vencido, se alejó hacia el comedor sabiendo que Minaya caminaba tras él y que aunque pudiera eludir o negar sus preguntas no escaparía a la interrogación que había visto en los ojos de la muchacha, transparente y precisa como la sonoridad del patio, anterior a todo razonamiento o sospecha, a toda duda, nacida de un instinto de conocimiento cuyo único y temible método era la adivinación. Encendió un cigarrillo, se sirvió una copa de coñac, guardó de nuevo la botella en el aparador y cuando fue a sentarse Minaya estaba frente a él, al otro lado de la misma mesa larga y vacía donde cenaron juntos la primera noche, obstinado, irreal, reuniendo pruebas y palabras y valor para seguir diciéndolas mientras Inés, en el umbral, sin ocultarse siquiera, presenciaba y oía para que no hubiese nada luego, ahora mismo, entregado a la imperfección del olvido. «Usted mató a Mariana», dijo Minaya, recordó, como si el crimen no hubiera sucedido hace treinta y dos años, sino anoche, esta mañana mismo, como si fuera el cuerpo de Mariana y no el de Manuel el que estaban velando en la biblioteca, usted, era preciso que dijera con otra voz que no fue nunca la suya, empuñó la pistola en la madrugada del 21 de mayo de 1937 y anduvo rondando por la galería, escondido tras las cortinas que igual que ahora cubrían entonces los ventanales sobre el patio, y Solana estuvo a punto de verlo pero no lo vio, sólo una sombra o un temblor de visillos, y cuando Mariana empezó a subir los peldaños hacia el palomar por esa escalera de laberinto que yo mismo he subido otras veces, cuando Jacinto Solana renunció a seguirla y se encerró en su habitación para escribir frente al espejo los versos que veinte años después de su muerte me llamaron a esta ciudad y a esta casa, usted caminó tras ella, con la pistola en su mano derecha, que probablemente temblaba, con la pistola escondida en el bolsillo de la chaqueta, empujado por un odio que no le pertenecía a usted, sino a esa mujer que hizo de usted su ejecutor y su emisario y armó su mano para lograr que Mariana no pudiera llevarse nunca de esta casa a Manuel. «Usted está loco», dijo Utrera, y se puso en pie, apurando el coñac, «hubo un tiroteo, perseguían a un emboscado, vuelva a subir al palomar y asómese a la ventana y verá que casi puede tocar con la mano el tejado de enfrente. No hace falta que me diga que doña Elvira no quería a Mariana. Todos los sabíamos. Pero qué me habían hecho ella o Manuel. Por qué iba yo a matarla». Eso es lo que Solana no supo, lo que le impidió averiguar el nombre del asesino, pensó Minaya cuando deshizo su maleta y desató las cintas rojas de los manuscritos y buscó en ellos la narración del linchamiento en la plaza del general Orduña y el nombre todavía no exactamente recordado de Víctor Vega, el anticuario, el espía. «Pero Solana encontró la prueba de que la pistola había sido disparada desde la puerta del palomar»: era el instante elegido, el trance necesario de la revelación, un solo gesto y desarmaría a Utrera con la omnipotencia trivial de quien adelanta un pie para pisar a un insecto y luego sigue caminando sin advertir siquiera el crujido seco y levísimo de la coraza aplastada del animal bajo la suela del zapato: bastaba mirar al viejo desde arriba, desde la certeza de la verdad, examinar como pruebas de la culpa su boca descolgada por el estupor y la vejez y el modo en que el nudo de la corbata negra se hundía como un dogal en la piel floja de su cuello, deslizar la mano hacia el interior de la chaqueta como quien busca un cigarrillo y extraer de allí un pequeño envoltorio y una cuartilla mecanografiada que al abrirla otra vez terminó de rasgarse por la mitad. Santisteban e Hijos, anticuarios, casa fundada en 1881, una cita en Mágina para el cómplice de una red de espías y quintacolumnistas que fue desbaratada en Madrid justo unas horas antes de que su mensajero estableciese contacto con usted, Utrera, dijo Minaya, alisando y uniendo los dos trozos de papel sobre la madera de la mesa y mostrando el casquillo que rodó un momento y se detuvo luego entre los dos, irrevocable como un naipe que decide el juego. «Este casquillo lo encontró Solana. También notó que Mariana tenía huellas de estiércol en las rodillas y en la frente, lo cual habría sido imposible si, como se dijo entonces, hubiera caído de espaldas, ante la ventana, cuando el disparo la alcanzó. Cayó de boca, porque al morir estaba mirando hacia la puerta del palomar, y su asesino le dio la vuelta y le limpió el estiércol del camisón y de la cara, para que pareciese que el disparo había venido desde la calle, pero se olvidó de recoger el casquillo o lo buscó y no tuvo tiempo de encontrarlo. Fue Solana quien lo vio. Solana lo dejó escrito todo. Yo he leído sus manuscritos y he logrado llegar a donde él no llegó, porque él no vio esta carta. La guardaba doña Elvira en su dormitorio. Me parece que la respuesta está en ella.» Utrera miraba el casquillo y los dos pedazos de la carta sin aceptar aún, sin entender otra cosa que no fuera su doble cualidad de amenaza, como si oyera a un juez acusarlo en un idioma extranjero cuyas sílabas desconocidas lo condenaran más irremediablemente que el significado que enunciaban, sin reconocer todavía en el papel amarillo y rasgado, el membrete de caligrafía gótica y la escritura de aquella carta perdida que había estado buscando por toda la casa durante treinta y dos años y que ahora aparecía ante él como vuelve en sueños el rostro de un muerto olvidado y remoto. «No me haga reír. Los manuscritos de Solana, su famoso libro genial. Después de su muerte vino aquí una cuadrilla de falangistas y los quemaron todos, igual que habían hecho en el cortijo. Tiraron su máquina de escribir al jardín desde la ventana del invernadero, quemaron todos sus papeles y todos los libros que tenían su firma, ahí mismo, detrás de usted, al pie de la palmera. Y aunque quedase algo, ¿nadie le ha dicho que Solana fue durante toda su vida un embustero?» De nuevo recurrió al coñac, al desprecio, a la ironía inútil, negándose a mirar de frente a Minaya porque no era a él a quien veía, sino al otro, al muerto, al verdadero acusador que usurpaba otra vida para encarnar en ella la obstinación de su sombra nunca del todo desterrada, y no fue la lucidez de Minaya lo que lo hizo rendirse, y ni siquiera el modo en que se levantó tras él para ponerle la carta ante los ojos como quien acerca una luz a la cara de un ciego, sino la evidencia imposible de que tras aquella voz le hablaba la de Jacinto Solana, muerto y regresado, alojado al fondo de las pupilas de Minaya como detrás de un espejo que le permitiera verlo todo y permanecer oculto. Y aquella voz era también la suya, la del secreto y la culpa, de modo que cuando Minaya siguió hablando fue como si Utrera se escuchara a sí mismo, libre al fin del suplicio de simular y mentir, absuelto por la proximidad del castigo. «Usted iba a convertirse en un espía franquista», dijo la voz, Minaya, «usted recibió esa carta y cuando esperaba la llegada a Mágina de Víctor Vega supo que lo habían detenido y luego que fue linchado por la multitud en la plaza del general Orduña, y buscó la carta para destruirla, pero ya no la pudo encontrar, y probablemente doña Elvira, que se la había robado, que sabía igual que usted que esa carta podría conducirlo a la tortura y al fusilamiento, lo amenazó con entregarla a la policía si usted no mataba a Mariana». Pero a medida que hablaba Minaya empezó a oír lo que él mismo decía como un monólogo de un libro que al ser recitado por un actor mediocre pierde su brío y su verdad: desconoció su propia saña y no pudo detener el sucio deleite que encontraba en ella y que lo incitaba a prolongarla, exactamente igual, dijo luego, esta noche, que cuando era un niño cobarde y se vengaba del miedo y de las humillaciones que sufría golpeando a quienes eran más débiles y más cobardes que él, y su vergüenza y su asco lo impulsaban a continuar los golpes hasta el final de la infancia. Utrera miraba la carta y el fondo vacío de su copa y movía la cabeza calva y derribada no afirmando o negando, sólo dejándose golpear por cada palabra como si hubiera perdido la voluntad o el conocimiento y oscilara únicamente sostenido por el cuello duro y el nudo de su corbata negra esperando los golpes que aún le faltaba recibir. Era, de pronto, como golpear a un hombre muerto, como cerrar el puño esperando una musculada resistencia y hundirlo en una materia desmoronada o podrida y retroceder y golpear de nuevo con mayor furia sin que nada sucediese. «Quién es usted para pedirme cuentas», dijo Utrera, con una voz que Minaya no le había conocido nunca, porque era la que usaba para hablarse a sí mismo cuando estaba solo, cuando volvía del café, de noche, y se sentaba en su taller, frente a la mesa cubierta por una hojarasca de periódicos sucios de barniz, con las manos inútiles colgando entre las rodillas, «qué puede importarme ya que usted haya encontrado esa carta. ¿No se da cuenta? Llevo treinta y dos años pagando lo que hice aquel día, y seguiré pagando hasta que me muera, y también después, supongo. Doña Elvira dice siempre que no hay perdón para nadie. Seguramente hubiera sido mejor que aquel día la dejara entregarme, pero yo también estuve en la plaza del general Orduña cuando sacaban a Víctor Vega de la comisaría y vi lo que hicieron con él. Yo entonces no sabía quién era. Me enteré aquella noche, cuando Medina volvió del hospital y nos dijo su nombre». Subió enseguida a su habitación, urgido por el miedo, para quemar la carta, pero no había nada en el cajón donde estaba seguro de haberla guardado, entre las páginas de un libro que tampoco pudo encontrar, como si el ladrón, al llevárselo, hubiera querido subrayar la evidencia del robo. Buscó en sus ropas, en el armario, en el fondo de cada uno de los cajones, bajo la cama, entre las páginas de todos sus libros y en los cuadernos de bocetos que había traído de Italia, siguió buscando aunque sabía que no iba a encontrar nada mientras escuchaba lejanamente las carcajadas sonoras de Mariana o de Orlando y la música que tocaba Manuel en el piano del comedor, y esa noche y la noche siguiente, cuando todos dormían, buscó con tenacidad desesperada y absurda en los anaqueles de la biblioteca, entre el desorden del escritorio de Manuel, y al contar a Minaya su búsqueda recordó como una iluminación que cuando intentaba abrir el único cajón cerrado con llave del escritorio entró Jacinto Solana en la biblioteca y se le quedó mirando desde el umbral como si lo hubiera descubierto. Pero Solana se marchó sin decirle nada, o acaso, no podía recordarlo, fue él quien salió con la cabeza baja y murmurando una disculpa, y subió luego al gabinete para seguir buscando aunque era imposible que hubiera extraviado allí la carta, y entonces, dijo, al cabo de tantas horas de no cesar en su indagación que ya había perdido la medida del tiempo, vino Amalia a buscarlo, mucho después de la media noche, y con la misma indiferente naturalidad que si le transmitiera una invitación a tomar el té, le dijo que doña Elvira deseaba verlo, que lo estaba esperando en sus habitaciones. «Miraba siempre el correo, ella sola, antes de que lo viera nadie. Me parece que todavía lo sigue haciendo. Miraba todas las cartas que llegaban, una por una, y luego volvía a dejarlas en la misma bandeja donde se las llevaba Amalia y le permitía que las repartiera. Nunca abría ninguna, pero estudiaba el remite y el matasellos con esa lupa que usa ahora para revisar las cuentas del administrador. Ella misma me dijo que al oír en la radio el nombre de esa tienda de antigüedades recordó haberlo leído antes, y en seguida supo dónde. Esa mujer es incapaz de olvidar nada, ni siquiera ahora.» Dio unos cautelosos golpes en la puerta entornada tras la que no se veía ninguna luz, y al escuchar en el silencio esperando una palabra de doña Elvira o una señal de que verdaderamente estaba allí, le llegó otra vez desde el fondo de la casa y de la oscuridad el rumor de una música que crecía hasta parecerle muy próxima y que luego se fue apagando como si agotara su impulso y bruscamente se extinguió, dejando tras de sí un tenso y prolongado vacío en el que la voz de doña Elvira invitándolo a que pasara sonó ante él como un augurio. Estaba en pie, a oscuras, junto a la ventana, alumbrada sólo por la incierta claridad de la noche, y se llevó el dedo índice a los labios cuando él quiso preguntarle por qué lo había llamado, y le ordenó en voz baja que se acercara a la ventana sin hacer ruido, señalándole algo que se movía en la sombra del jardín, bajo la copa de la palmera, una mancha blanca como atrapada en lo oscuro, abrazada y tendida, dos cuerpos y luego un rostro todavía sin rasgos, pálidos, enconados, trenzándose como ramas de una espesura que buscaban y en la que se confundían, lejanos en el jardín, tras los cristales, en un silencio de acuario. «Mire con quién va a casarse mi hijo. Lleva una hora así, revolcándose como una perra con el otro, con su mejor amigo, dice él. Y ni siquiera se esconden. Para qué iban a hacerlo.» Lo más extraño no era que él hubiese sido convocado a aquel lugar como un embajador al que se le concede una audiencia secreta ni que estuviese allí, a la una de la madrugada, al lado de doña Elvira, mirando hacia el jardín como desde el fondo de un palco, sino el silencio en el que se movían los cuerpos, como reptiles ávidos, como peces en una huida circular e incesante. Desde el miedo, desde la certidumbre de que al entrar en la habitación oscura estaba pisando el preludio de una perdición anunciada por la muerte de Víctor Vega, los dos cuerpos que rodaban sobre la hierba del jardín como entregándose a la disolución en una sola sombra y el perfil inmutable y el pelo ondulado y gris de la mujer que apoyaba la frente en el cristal para seguir espiándolos se le aparecían tan acuciantes y lejanos como la música que no había vuelto a sonar. «Encienda la luz», le ordenó doña Elvira, y permaneció inmóvil frente a la ventana aun después de que él la hubiera obedecido, y cuando al fin se volvió, con un gesto de tedio, sostenía un papel en la mano derecha, un sobre alargado, exacto y breve como un arma. «Como usted comprenderá», le dijo, «no le he hecho venir aquí únicamente para que viera mi vergüenza. Esa mujer ha deshonrado a mi hijo y se lo llevará pasado mañana si yo no logro evitarlo. Quiero que usted me ayude. Usted no es como esa gentuza que ha invadido mi casa. Pero si no hace lo que yo le diga, me bastará una llamada de teléfono para que la Guardia de Asalto venga por usted. Debió esconder mejor esta carta de sus amigos de Madrid. Amalia no tardó ni quince minutos en encontrarla». Ahora tenía una pistola en la mano, plana, plateada, con la empuñadura de marfil, pequeña y fría y brillando bajo la luz como una cuchilla de afeitar. Se la tendió al mismo tiempo que guardaba la carta en un puño de su vestido de terciopelo negro, y cuando él la recogió y la sostuvo aún como si no supiera el modo en que debía manejarla, le dio la espalda y volvió a mirar hacia la tiniebla del jardín, donde ya no había nadie. Más tarde sólo hubo el insomnio y el tacto helado y el recuerdo de la pistola, su forma calculada para el secreto y la muerte, su invitación al suicidio, la boca desgarrada y el coágulo de sangre en los labios de Víctor Vega, su cuerpo desbaratado al sol junto a los soportales de la plaza del general Orduña, la venda de oscuridad en los ojos y las manos atadas y la mordedura del fuego que lo arrojaría contra una pared picada de disparos o una cuneta como un foso «Pero ya sabía que era incapaz de matarla», dijo, «y estaba decidido a matarme yo, pero salí al corredor pensando que antes del mediodía ella y Manuel ya se habrían marchado y entonces la vi pasar, tan cerca como está usted ahora, y le juro que si la seguí no fue porque pensara matarla, era como si fuese otro el que subía las escaleras del palomar, porque a mí ya no me importaba que pudieran matarme, cómo me iba a importar, si yo estaba muerto». Sin voluntad, sin propósito alguno, fue subiendo hacia el palomar consciente de cada peldaño que pisaba, muy despacio, sin oír el sonido de sus propios pasos, como si el designio que obedecía lo hubiera despojado de su consistencia física y lo empujara escaleras arriba como levanta una crecida del mar al hombre que antes de hundirse derribado por ella mira la costa cada vez más lejana y sabe que va a ahogarse. Como un imán lo conducía la pistola apresada en su mano, la culata húmeda de sudor, el breve cañón y el gatillo que palpaban sus dedos cuando llegó al último rellano temiendo que Mariana pudiera oír tras la puerta cerrada el ruido de su respiración, pero no era eso lo que él escuchaba, ese rumor monótono y estremecido por los golpes de su corazón no venía de su garganta, sino del interior del palomar, era el susurro de las palomas dormidas. Tal vez Mariana creyó que Manuel ya había despertado y que subía a buscarla, porque cuando se apartó de la ventana tenía en los labios una sonrisa sin asombro, como si hubiera estado fingiendo que no escuchaba los pasos para permitirle a Manuel la delicada ocasión de llegar silenciosamente hasta ella y de taparle los ojos mientras la abrazaba. «Utrera», dijo, «eres tú», en aquel tono como de fatigada indiferencia que usaba siempre para aceptar la llegada de alguien a quien no quería ver, y aún no vio la pistola ni entendió por qué el otro la miraba así, tan fijo, como si reprobara su presencia en el palomar o examinara con disimulo obsceno las veladuras del camisón queriendo adivinar las líneas de su cuerpo desnudo bajo la tela, la sombra oscura del vientre. «Hay unos hombres con fusiles corriendo por los tejados. Parece que persiguen a alguien.» Antes de reconocer lo que brillaba en la mano que se levantaba y rígidamente se extendía hacia ella y apuntaba a sus ojos dilatados por el espanto, Mariana oyó los gritos y el estrépito de las tejas pisadas al otro lado del callejón, y tal vez un primer disparo que todavía no era el de su muerte y al que respondió como un eco la pistola de Utrera, navaja súbita y encabritada sobre el dedo índice, quieta al fin en la mano, ahora apuntando al humo y a la ventana vacía mientras su único disparo se dispersaba en el doble escándalo de las palomas y del tiroteo incesante sobre los tejados como un vendabal de granizo. Dio la vuelta a Mariana, dijo, y le limpió la boca, apartándole el pelo de la cara, de los ojos abiertos, en los que permanecía como vitrificado el asombro último de la pistola y de la muerte. Entonces, cuando se incorporaba, limpiándose el estiércol de las rodillas, vio a aquel hombre escondido tras la chimenea, frente a la ventana. Descalzo, con los pies ensangrentados, en camiseta, sin afeitar, como si hubiera saltado de la cama cuando llegaron a buscarlo, jadeando, con la boca muy abierta, tan cerca que Utrera notaba el estremecimiento de su pecho bajo la camiseta sucia y el ruido animal y acosado de su respiración. Por un momento, recordaría siempre, se miraron, reconociéndose mutuamente en la soledad del miedo y en la súplica de una tregua o de un refugio imposible, como si se cruzaran en un pasillo de condenados a muerte. «Se llamaba Domingo González», dijo Utrera, levantándose, terminando de un trago la copa que no había tocado mientras hablaba. «Después de la guerra supe que consiguió salvarse escondiéndose en un granero, bajo un montón de paja. Alguna vez nos hemos cruzado por la calle, pero él no se acuerda de mí, o por lo menos hace como si no me conociera.» Aplastó en el cenicero un cigarrillo recién comenzado y dejó la copa vacía sobre la mesa, muy cerca de la carta rasgada y del casquillo ya inútil, limpiándose los labios húmedos de coñac con la cautela de quien se seca la sangre de una pequeña herida. Tampoco él se reconocería si pudiera volver a verse a sí mismo tal como era entonces, pensó Minaya, mirando sin piedad ni odio el botón de luto en el ojal y el brazalete negro que colgaba medio descosido de la manga derecha, ni siquiera yo puedo imaginar lo que me ha contado o recordar lo que sé para decirle asesino, porque esa palabra, igual que el crimen y el hombre que lo cometió, tal vez han dejado ya de aludirlo, porque no hay nadie que pueda seguir sosteniendo el dolor o la culpa o simplemente la memoria al cabo de treinta y dos años. De un golpe percibió Minaya, en el comedor, esta tarde, el peso inmenso de la realidad y el descrédito de las adivinaciones que hasta unos minutos antes lo habían exaltado, y renegó en seguida de su lucidez, como un enamorado que al descubrir que vendrá un día en el que se extinga su amor reprueba esa deslealtad futura con más saña que su presente infortunio. Él, Minaya, había rescatado un libro y esclarecido un crimen, él mantenía intacta la potestad de acusar, de seguir preguntando, de conceder no el perdón, pero sí el silencio, o de decir en voz alta lo que sabía para arrojar al asesino y a su cómplice a una vergüenza más sórdida que la vejez en la que sobrevivían los dos como en un destierro sin indulto posible. «No me mire así», dijo Utrera desde la puerta que ya había empezado a abrir, cerrándola de nuevo, «usted no puede hacerme daño. No puedo perder nada porque no tengo nada. Cuando se muera doña Elvira y usted herede esta casa podrá expulsarme de aquí, pero a lo mejor entonces yo también me habré muerto. Le juro que eso es lo único que deseo en este mundo». Minaya se quedó solo, dijo Inés, sentado en el comedor, junto a la larga mesa vacía, como, el cliente de un hotel que llega demasiado tarde a la cena y espera en vano que alguien venga a servirlo, mirando con fijeza inerte, con un cigarrillo entre los dedos, el casquillo y la carta o la madera bruñida en la que resplandecía el sol sesgado de la tarde de abril, cuadriculado por los cristales de las puertaventanas blancas del jardín como por una celosía. Inés vino a decirle que acababan de llegar los hombres de la funeraria, con sus guardapolvos azules, con sus automóviles negros recién aparcados bajo las acacias de la plaza, con su premura sin respeto que a Minaya, cuando salió al patio y los vio abrir de par en par las puertas de la biblioteca y de la casa para sacar el ataúd ya cerrado, le recordó la tarde en que otros hombres como esos desalojaron con poleas y sogas el dormitorio de sus padres y cargaron sus muebles en un cam