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Entre el murmullo amortiguado de las palomas escuchó los pasos de Inés, que subía a avisarle -tal vez pensó entonces, pero también eso formaba parte de una antigua costumbre, que así debieron sonar los pasos de Mariana cierto amanecer de 1937- y antes de que la muchacha entrara en el palomar él ya sabía que Minaya estaba esperándolo en la biblioteca, testigo de las fotografías y del dibujo de Orlando, pero también, lejanamente, de la existencia de Jacinto Solana y del tiempo que al conjuro de su nombre regresaba después de un silencio de veintidós años. «En algunos periódicos de la guerra encontré hace poco unos poemas admirables de Jacinto Solana, de quien sé, por mi padre, que fue muy amigo suyo, y al que quisiera dedicar mi tesis doctoral», había escrito Minaya, queriendo difícilmente conciliar la dignidad y la mentira. Cómo le hubiera divertido a él saber que alguien, al cabo de tantos años, pretendía escribir una grave tesis doctoral sobre su obra.

– Obra, Manuel, todo el mundo busca y tiene Obra, con mayúscula, igual que Juan Ramón. Van por la calle con la O de la Obra al cuello, como si fuera el marco del retrato en el que ya posan para la posteridad. Y yo escribiendo desde mucho antes de tener uso de razón y sin un mal libro, a los treinta y dos años, que pueda llamar mi Obra, sin estar seguro ni siquiera de que soy un escritor.

Sólo hablaba de eso, en la primavera del treinta y seis, de la necesidad de abandonar la mala vida de los periódicos y los banquetes con brindis y las revistas literarias para volver a Mágina y encerrarse en la casa de su padre y no salir de allí ni hablar con nadie hasta que no hubiera terminado un libro que todavía no se llamaba Beatus Ule y que iba a ser no sólo la justificación de su vida, sino también el arma de una incierta venganza, porque decía, con aquella sonrisa que no manifestaba ninguna clase de placidez o amargura, sino una muy calculada complicidad consigo mismo, que algunas veces el éxito de los mejores era una venganza personal. Pensaba en el y en su sonrisa sabia y fría mientras bajaba despacio las escaleras del palomar, camino del patio ya definitivamente anochecido y de la biblioteca donde lo esperaba Minaya. En el espejo del último rellano se miró para saber cómo lo vería su sobrino: estaba viejo y despeinado, y había pequeñas plumas blancas o grises en sus pantalones sucios y en su chaqueta de tweed con los bolsillos desfondados. Se alisó el pelo blanco, y no sin cierta inquietud, porque seguía siendo muy tímido, abrió la puerta de la biblioteca. De espaldas a ella, Minaya estaba mirando la fotografía de la chimenea, que en el catálogo de Manuel tenía escrito un invisible número uno, porque fue la primera que se hizo con Mariana y también la imagen más antigua que guardaba de ella. Después del primer silencio y del estupor de no reconocerse -por un momento pareció dividirlos no la inmovilidad ni el gran espacio vacío de la biblioteca, sino un foso en el tiempo- Manuel vino hacia Minaya y lo abrazó, y luego, apoyando las dos manos en sus hombros, retrocedió para mirarlo con sus ojos azules que tenían bajo los párpados un cerco de cansancio. Era, tan cerca, un desconocido, y Minaya apenas pudo encontrar en él algún rasgo que le recordara a la alta figura vislumbrada en su infancia: tal vez las manos, el pelo, la actitud de los hombros.

– La última vez que te vi casi no me llegabas a la cintura -dijo Manuel, y lo invitó a sentarse en uno de los sillones que estaban dispuestos frente al fuego, como si también eso hubiera sido previsto por la delicada aptitud que siempre tuvo para la hospitalidad-. ¿Te acordabas de la casa?

– Me acordaba del patio y de los azulejos, y de ese reloj, que entonces me daba miedo. Pero creía que todo era mucho más grande.

Lentamente el fuego, la voz atenta, los gestos de Manuel, lo despojaban de la sensación de huida y del desaliento de los trenes, y por primera vez Madrid y el recuerdo de la cárcel estaban tan lejos como la noche invernal que iba adensándose en la plaza, contra los cristales y los postigos blancos, cerrados para defenderlo. Recostado en el sillón, Minaya se rendía al cansancio y al influjo cálido del coñac y del cigarrillo inglés que Manuel le había ofrecido, oyéndose hablar, como si fuera otro, de su vida en Madrid y de la muerte de sus padres, sucedida cuando un dudoso golpe de buena fortuna en los negocios les permitió comprar un coche y concederse unas vacaciones en San Sebastián, porque su padre, que tenía nostalgias hereditarias, había deseado siempre pasar el verano como los aristócratas de las revistas ilustradas que leía en su juventud. Mintió sin voluntad, sin excesiva culpa, como si cada una de las mentiras que urdía tuvieran la virtud no de ocultar su vida, sino de corregirla. No dijo que en los últimos años había vivido en una pensión, ni tampoco que las ocasionales colaboraciones que alguna vez publicaba en revistas literarias se deslizaban sin remedio desde la indiferencia al olvido, no habló del miedo ni de la cárcel ni de los jinetes grises, pero sí del poema, Invitación, que alguien le había mostrado en el bar de la Facultad. Lo había copiado, dijo, lo había leído tantas veces que ya se lo sabía de memoria, y lo recitó despacio, sin mirar a Manuel, asiéndose a la única parte de indudable verdad que sostenía su impostura. Manuel asentía gravemente a los versos, como si también él los recordara, y cuando Minaya terminó de decirlos ninguno de los dos habló, de tal modo que la imperiosa voluntad de morir que había en aquellas palabras quedó al final suspendida y presente en la biblioteca como la última campanada de un reloj, como la sonrisa y la mirada del hombre que las había escrito. Más tarde, cuando subieron al piso de arriba para que Minaya pudiera ver su dormitorio, Manuel abrió la puerta de una habitación en la que sólo había una cama de hierro y una mesa situada frente a un espejo.

– Ahí tienes -le dijo- la ventana y el espejo de los que habla ese poema. Fue aquí donde se escribió.

A medida que ascendían se escuchaba más clara y cercana la música del piano que no había dejado de sonar desde que Minaya entró en la casa. Irrumpía en el silencio y se quebraba de pronto en la mitad de una frase, sin que nada hubiera anunciado la proximidad de su fin, y entonces sólo se oía un aleteo de palomas contra los vidrios de la cúpula. «Es mi madre», dijo Manuel, sonriendo, como si la disculpara por su extravagante modo de tocar una habanera que no avanzaba nunca, que se detenía abruptamente para regresar a la primera frase, como el ejercicio de un estudiante que no consigue la certeza de la perfección. Minaya subía deslizando su mano por la madera barnizada y curva de la baranda, como guiado por una cinta de seda que se disolvía en la música y trazaba en los recodos del laberinto demoradas curvas art nouveau. Siempre, desde niño, se había complacido en subir así las escaleras de las casas y de los cines en penumbra, y entornaba los ojos para que sólo el pulido tacto de la madera lo llevase.

– Ésta es una casa demasiado grande -dijo Manuel, en la galería, aludiendo con un gesto a los ventanales del patio y a las puertas alineadas de las habitaciones-, Inés y Teresa apenas se bastan para mantenerla limpia, y en invierno hace mucho frío en ella, pero tiene la ventaja de que uno puede perderse en cualquier habitación como en una isla desierta.

Perdido para siempre, juró Minaya, a salvo, encerrado tras la celosía blanca de los balcones, en el calor del fuego que arde en chimeneas de mármol y de las sábanas limpias y del agua en la que líquidamente se deshacía con los ojos cerrados, abandonado y solo, indemne, desnudo, sin temer nada ni a nadie, como si el miedo y la obscena posibilidad del fracaso no hubieran podido perseguirlo hasta Mágina. Manuel lo había dejado solo en el dormitorio, y él, antes de deshacer la maleta y de darse un baño larguísimo que le hizo perder la conciencia del tiempo y del lugar donde estaba, examinó con gratitud y pudor la cama grande y alta que tan dulcemente cedía bajo el peso de su cuerpo, el hondo armario, los cuadros, la lámpara modernista de la mesa de noche, el escritorio frente al balcón que le hizo imaginar tardes plácidas de literatura y de indolencia en las que miraría las copas de las acacias y los tejados pardos de las casas de Mágina. Seré expulsado de aquí, pensó mientras se secaba ante un espejo, mientras se afeitaba y vestía y usaba el peine y la cuchilla de afeitar como los atributos de un actor que no está seguro de haber aprendido su papel y no tiene tiempo de repetirlo antes de que lo llamen a escena, seré expulsado o tendré que irme cuando ya no pueda seguir fingiendo que escribo un libro sobre Jacinto Solana y no tengo ni para pagar un taxi que me lleve a la estación. Perdido para siempre, durante quince días, calculó, apurando cada hora como una última moneda, como la tregua de un impostor o un condenado. Al salir de la habitación, recién bañado, aproximadamente digno, con su único traje y su única corbata, se encontró en el gabinete a donde daba la puerta del dormitorio nupcial. Antes de casarse, Manuel había destinado las habitaciones frontales del primer piso a su vida conyugal con Mariana, para tener un ámbito propio y aislado del resto de la casa, pero de aquel plan primitivo quedaba sólo el dormitorio que nadie había usado desde el veintiuno de mayo de 1937 y la fotografía de bodas colgada en la pared del gabinete, sobre el sofá de flores amarillas. Alto y erguido en su uniforme de teniente, con el breve bigote rubio y el pelo fijado con brillantina, Manuel tenía en la foto la apariencia involuntaria de un héroe congelado por el asombro del flash, las pupilas fijas y perdidas. Mariana, en cambio, y eso no era una casualidad, supongo, sino el signo de sus caracteres diversos, miraba al espectador desde cualquier punto que se contemplara la fotografía. Uno entraba al gabinete y allí estaban sus grandes ojos rasgados mirándolo sin expresión ni duda, el velo blanco y la sonrisa ambigua, sus largos dedos extendidos que se posaban en el brazo de Manuel, muy cerca de las dos estrellas de teniente. Los correajes, la pistola al cinto, la apostura militar, no eran ya sino una simulación o el testimonio de lo que había terminado, pues cuando se tomó la foto hacía dos meses que a Manuel le habían dado la baja definitiva en el ejército, a causa de la bala que en el frente de Guadalajara le rozó el corazón y le tuvo varias semanas al filo de la muerte. Pero la transparencia de sus ojos azules era la misma que encontró Minaya cuando se reunió con él en la biblioteca, y también ese aire de corpulencia inútil y generosidad excesiva, únicamente limitada por el pudor. Vestido ahora con un traje oscuro que se ponía muy pocas veces al año y dispuesto, porque era un caballero y conocía las normas de la hospitalidad, a recibir adecuadamente a su sobrino, había vuelto a parecerse al hombre solemne y alto de la fotografía nupcial.

Fue entonces cuando Inés oyó que hablaban de Jacinto Solana. Había entrado para servirles unas copas de jerez y al oír ese nombre prestó más atención a lo que decían, y se quedó quieta, muy atenta, sin que lo advirtieran, en una zona de penumbra, eligiendo, para volverse invisible, la misma actitud de sumisión ausente que adoptaba de niña en el internado; pero en cuanto hubo servido las copas y dejado sobre la mesa una bandeja con aperitivos -el otro, el forastero, la miraba moverse en torno suyo y hablaba con acento extraño de un libro que iba a escribir-, Manuel le dijo que podía marcharse, pues sin duda Amalia y Teresa ya tendrían la cena preparada para doña Elvira, y sólo comenzó a recordar en voz alta su amistad con Solana cuando supuso que Inés ya no lo estaba escuchando. -Sería inexacto decir que fue mi mejor amigo, como te contaba tu padre. No fue el mejor, sino el único amigo que yo he tenido en mi vida, y también mi maestro y mi hermano mayor, el que me guiaba por Madrid y me descubría los libros que era preciso leer y me llevaba a ver las películas mejores, porque era muy aficionado al cine, y había estado en París con Buñuel cuando se estrenó La Edad de Oro. Antes de la guerra, uno de sus trabajos fue escribir guiones en esa empresa de películas que tenía Buñuel, Filmófono, se llamaba, hacía guiones y también frases publicitarias, pero seguía escribiendo en los periódicos, cosas cortas, críticas de cine en El Sol, versos en Octubre, algún cuento que le publicaba don José Ortega en la Revista de Occidente. Puedes leerlo todo si quieres, porque yo guardo esas cosas en la biblioteca, aunque él me decía siempre que no le importaban nada y que se merecían el olvido. De muchachos, en el Instituto, imaginábamos que llegaríamos a ser corresponsales de guerra y escritores ricos y célebres, como Blasco Ibáñez, y que nuestro éxito haría que nos quisieran las muchachas de las que solíamos enamorarnos inútilmente. Pensábamos irnos juntos a Madrid, no a estudiar una carrera, sino a vivir en la bohemia y alcanzar la gloria. Pero mi padre murió cuando yo estudiaba segundo de Derecho, así que tuve que volver a Mágina para ayudar a mi madre, y ya no terminé la carrera y me faltó voluntad para irme de aquí, como había hecho Solana. Él venía de vez en cuando y me hablaba de Madrid y del mundo, de los cafés donde era posible sentarse al lado de los escritores que para mí eran dioses, y me traía o me enviaba recortes de periódicos donde estaba su firma, diciéndome siempre que eso no era nada comparado con lo que estaba a punto de escribir. Al final de la Dictadura publicaba muchos artículos y algunos poemas, sobre todo en la Gaceta Literaria , porque se había hecho surrealista, pero yo creo que no tenía más amigos en Madrid que Buñuel y Orlando, el pintor, que le ilustraba sus cuentos, y luego, muy poco antes de la guerra, Miguel Hernández, que era más joven que nosotros y veía en él como un espejo de su propia vida. A Solana le desagradaba mucho el modo en que Hernández alardeaba de sus orígenes. «Yo también he cuidado cabras», decía, «pero no me parece que eso sea un motivo de orgullo». No dejó de escribir cuando empezó la guerra, pero yo sospecho que no le hubiera gustado saber que iban a sobrevivirle durante tantos años esos romances del Mono Azul que tú has leído. En mayo del 37, cuando vino a Mágina para mi boda, estaba en la redacción de ese periódico y pertenecía a la Alianza de Intelectuales, y acababan de nombrarlo comisario de cultura en una brigada de choque, pero de pronto no se supo nada de él, y ya no asistió al congreso de escritores que iba a celebrarse aquel verano en Valencia. Ni su mujer sabía dónde estaba. Se había alistado como soldado raso en el ejército popular, con otro nombre, y ya no volvió a publicar ni una sola palabra. Lo hirieron en el Ebro, y al final de la guerra fue detenido en el puerto de Alicante. Pero todo eso ya lo supe diez años después de que desapareciera, cuando salió de la cárcel y vino a Mágina y a esta casa. Seguía queriendo escribir un libro, un solo libro memorable, decía, para morirse después, porque eso era lo único que le había importado en su vida, escribir algo que siguiera viviendo cuando él ya estuviera muerto. Exactamente eso me decía.