diese. «Quién es usted para pedirme cuentas», dijo Utrera, con una voz que Minaya no le había conocido nunca, porque era la que usaba para hablarse a sí mismo cuando estaba solo, cuando volvía del café, de noche, y se sentaba en su taller, frente a la mesa cubierta por una hojarasca de periódicos sucios de barniz, con las manos inútiles colgando entre las rodillas, «qué puede importarme ya que usted haya encontrado esa carta. ¿No se da cuenta? Llevo treinta y dos años pagando lo que hice aquel día, y seguiré pagando hasta que me muera, y también después, supongo. Doña Elvira dice siempre que no hay perdón para nadie. Seguramente hubiera sido mejor que aquel día la dejara entregarme, pero yo también estuve en la plaza del general Orduña cuando sacaban a Víctor Vega de la comisaría y vi lo que hicieron con él. Yo entonces no sabía quién era. Me enteré aquella noche, cuando Medina volvió del hospital y nos dijo su nombre». Subió enseguida a su habitación, urgido por el miedo, para quemar la carta, pero no había nada en el cajón donde estaba seguro de haberla guardado, entre las páginas de un libro que tampoco pudo encontrar, como si el ladrón, al llevárselo, hubiera querido subrayar la evidencia del robo. Buscó en sus ropas, en el armario, en el fondo de cada uno de los cajones, bajo la cama, entre las páginas de todos sus libros y en los cuadernos de bocetos que había traído de Italia, siguió buscando aunque sabía que no iba a encontrar nada mientras escuchaba lejanamente las carcajadas sonoras de Mariana o de Orlando y la música que tocaba Manuel en el piano del comedor, y esa noche y la noche siguiente, cuando todos dormían, buscó con tenacidad desesperada y absurda en los anaqueles de la biblioteca, entre el desorden del escritorio de Manuel, y al contar a Minaya su búsqueda recordó como una iluminación que cuando intentaba abrir el único cajón cerrado con llave del escritorio entró Jacinto Solana en la biblioteca y se le quedó mirando desde el umbral como si lo hubiera descubierto. Pero Solana se marchó sin decirle nada, o acaso, no podía recordarlo, fue él quien salió con la cabeza baja y murmurando una disculpa, y subió luego al gabinete para seguir buscando aunque era imposible que hubiera extraviado allí la carta, y entonces, dijo, al cabo de tantas horas de no cesar en su indagación que ya había perdido la medida del tiempo, vino Amalia a buscarlo, mucho después de la media noche, y con la misma indiferente naturalidad que si le transmitiera una invitación a tomar el té, le dijo que doña Elvira deseaba verlo, que lo estaba esperando en sus habitaciones. «Miraba siempre el correo, ella sola, antes de que lo viera nadie. Me parece que todavía lo sigue haciendo. Miraba todas las cartas que llegaban, una por una, y luego volvía a dejarlas en la misma bandeja donde se las llevaba Amalia y le permitía que las repartiera. Nunca abría ninguna, pero estudiaba el remite y el matasellos con esa lupa que usa ahora para revisar las cuentas del administrador. Ella misma me dijo que al oír en la radio el nombre de esa tienda de antigüedades recordó haberlo leído antes, y en seguida supo dónde. Esa mujer es incapaz de olvidar nada, ni siquiera ahora.» Dio unos cautelosos golpes en la puerta entornada tras la que no se veía ninguna luz, y al escuchar en el silencio esperando una palabra de doña Elvira o una señal de que verdaderamente estaba allí, le llegó otra vez desde el fondo de la casa y de la oscuridad el rumor de una música que crecía hasta parecerle muy próxima y que luego se fue apagando como si agotara su impulso y bruscamente se extinguió, dejando tras de sí un tenso y prolongado vacío en el que la voz de doña Elvira invitándolo a que pasara sonó ante él como un augurio. Estaba en pie, a oscuras, junto a la ventana, alumbrada sólo por la incierta claridad de la noche, y se llevó el dedo índice a los labios cuando él quiso preguntarle por qué lo había llamado, y le ordenó en voz baja que se acercara a la ventana sin hacer ruido, señalándole algo que se movía en la sombra del jardín, bajo la copa de la palmera, una mancha blanca como atrapada en lo oscuro, abrazada y tendida, dos cuerpos y luego un rostro todavía sin rasgos, pálidos, enconados, trenzándose como ramas de una espesura que buscaban y en la que se confundían, lejanos en el jardín, tras los cristales, en un silencio de acuario. «Mire con quién va a casarse mi hijo. Lleva una hora así, revolcándose como una perra con el otro, con su mejor amigo, dice él. Y ni siquiera se esconden. Para qué iban a hacerlo.» Lo más extraño no era que él hubiese sido convocado a aquel lugar como un embajador al que se le concede una audiencia secreta ni que estuviese allí, a la una de la madrugada, al lado de doña Elvira, mirando hacia el jardín como desde el fondo de un palco, sino el silencio en el que se movían los cuerpos, como reptiles ávidos, como peces en una huida circular e incesante. Desde el miedo, desde la certidumbre de que al entrar en la habitación oscura estaba pisando el preludio de una perdición anunciada por la muerte de Víctor Vega, los dos cuerpos que rodaban sobre la hierba del jardín como entregándose a la disolución en una sola sombra y el perfil inmutable y el pelo ondulado y gris de la mujer que apoyaba la frente en el cristal para seguir espiándolos se le aparecían tan acuciantes y lejanos como la música que no había vuelto a sonar. «Encienda la luz», le ordenó doña Elvira, y permaneció inmóvil frente a la ventana aun después de que él la hubiera obedecido, y cuando al fin se volvió, con un gesto de tedio, sostenía un papel en la mano derecha, un sobre alargado, exacto y breve como un arma. «Como usted comprenderá», le dijo, «no le he hecho venir aquí únicamente para que viera mi vergüenza. Esa mujer ha deshonrado a mi hijo y se lo llevará pasado mañana si yo no logro evitarlo. Quiero que usted me ayude. Usted no es como esa gentuza que ha invadido mi casa. Pero si no hace lo que yo le diga, me bastará una llamada de teléfono para que la Guardia de Asalto venga por usted. Debió esconder mejor esta carta de sus amigos de Madrid. Amalia no tardó ni quince minutos en encontrarla». Ahora tenía una pistola en la mano, plana, plateada, con la empuñadura de marfil, pequeña y fría y brillando bajo la luz como una cuchilla de afeitar. Se la tendió al mismo tiempo que guardaba la carta en un puño de su vestido de terciopelo negro, y cuando él la recogió y la sostuvo aún como si no supiera el modo en que debía manejarla, le dio la espalda y volvió a mirar hacia la tiniebla del jardín, donde ya no había nadie. Más tarde sólo hubo el insomnio y el tacto helado y el recuerdo de la pistola, su forma calculada para el secreto y la muerte, su invitación al suicidio, la boca desgarrada y el coágulo de sangre en los labios de Víctor Vega, su cuerpo desbaratado al sol junto a los soportales de la plaza del general Orduña, la venda de oscuridad en los ojos y las manos atadas y la mordedura del fuego que lo arrojaría contra una pared picada de disparos o una cuneta como un foso «Pero ya sabía que era incapaz de matarla», dijo, «y estaba decidido a matarme yo, pero salí al corredor pensando que antes del mediodía ella y Manuel ya se habrían marchado y entonces la vi pasar, tan cerca como está usted ahora, y le juro que si la seguí no fue porque pensara matarla, era como si fuese otro el que subía las escaleras del palomar, porque a mí ya no me importaba que pudieran matarme, cómo me iba a importar, si yo estaba muerto». Sin voluntad, sin propósito alguno, fue subiendo hacia el palomar consciente de cada peldaño que pisaba, muy despacio, sin oír el sonido de sus propios pasos, como si el designio que obedecía lo hubiera despojado de su consistencia física y lo empujara escaleras arriba como levanta una crecida del mar al hombre que antes de hundirse derribado por ella mira la costa cada vez más lejana y sabe que va a ahogarse. Como un imán lo conducía la pistola apresada en su mano, la culata húmeda de sudor, el breve cañón y el gatillo que palpaban sus dedos cuando llegó al último rellano temiendo que Mariana pudiera oír tras la puerta cerrada el ruido de su respiración, pero no era eso lo que él escuchaba, ese rumor monótono y estremecido por los golpes de su corazón no venía de su garganta, sino del interior del palomar, era el susurro de las palomas dormidas. Tal vez Mariana creyó que Manuel ya había despertado y que subía a buscarla, porque cuando se apartó de la ventana tenía en los labios una sonrisa sin asombro, como si hubiera estado fingiendo que no escuchaba los pasos para permitirle a Manuel la delicada ocasión de llegar silenciosamente hasta ella y de taparle los ojos mientras la abrazaba. «Utrera», dijo, «eres tú», en aquel tono como de fatigada indiferencia que usaba siempre para aceptar la llegada de alguien a quien no quería ver, y aún no vio la pistola ni entendió por qué el otro la miraba así, tan fijo, como si reprobara su presencia en el palomar o examinara con disimulo obsceno las veladuras del camisón queriendo adivinar las líneas de su cuerpo desnudo bajo la tela, la sombra oscura del vientre. «Hay unos hombres con fusiles corriendo por los tejados. Parece que persiguen a alguien.» Antes de reconocer lo que brillaba en la mano que se levantaba y rígidamente se extendía hacia ella y apuntaba a sus ojos dilatados por el espanto, Mariana oyó los gritos y el estrépito de las tejas pisadas al otro lado del callejón, y tal vez un primer disparo que todavía no era el de su muerte y al que respondió como un eco la pistola de Utrera, navaja súbita y encabritada sobre el dedo índice, quieta al fin en la mano, ahora apuntando al humo y a la ventana vacía mientras su único disparo se dispersaba en el doble escándalo de las palomas y del tiroteo incesante sobre los tejados como un vendabal de granizo. Dio la vuelta a Mariana, dijo, y le limpió la boca, apartándole el pelo de la cara, de los ojos abiertos, en los que permanecía como vitrificado el asombro último de la pistola y de la muerte. Entonces, cuando se incorporaba, limpiándose el estiércol de las rodillas, vio a aquel hombre escondido tras la chimenea, frente a la ventana. Descalzo, con los pies ensangrentados, en camiseta, sin afeitar, como si hubiera saltado de la cama cuando llegaron a buscarlo, jadeando, con la boca muy abierta, tan cerca que Utrera notaba el estremecimiento de su pecho bajo la camiseta sucia y el ruido animal y acosado de su respiración. Por un momento, recordaría siempre, se miraron, reconociéndose mutuamente en la soledad del miedo y en la súplica de una tregua o de un refugio imposible, como si se cruzaran en un pasillo de condenados a muerte. «Se llamaba Domingo González», dijo Utrera, levantándose, terminando de un trago la copa que no había tocado mientras hablaba. «Después de la guerra supe que consiguió salvarse escondiéndose en un granero, bajo un montón de paja. Alguna vez nos hemos cruzado por la calle, pero él no se acuerda de mí, o por lo menos hace como si no me conociera.» Aplastó en el cenicero un cigarrillo recién comenzado y dejó la copa vacía sobre la mesa, muy cerca de la carta rasgada y del casquillo ya inútil, limpiándose los labios húmedos de coñac con la cautela de quien se seca la sangre de una pequeña herida. Tampoco él se reconocería si pudiera volver a verse a sí mismo tal como era entonces, pensó Minaya, mirando sin piedad ni odio el botón de luto en el ojal y el brazalete negro que colgaba medio descosido de la manga derecha, ni siquiera yo puedo imaginar lo que me ha contado o recordar lo que sé para decirle asesino, porque esa palabra, igual que el crimen y el hombre que lo cometió, tal vez han dejado ya de aludirlo, porque no hay nadie que pueda seguir sosteniendo el dolor o la culpa o simplemente la memoria al cabo de treinta y dos años. De un golpe percibió Minaya, en el comedor, esta tarde, el peso inmenso de la realidad y el descrédito de las adivinaciones que hasta unos minutos antes lo habían exaltado, y renegó en seguida de su lucidez, como un enamorado que al descubrir que vendrá un día en el que se extinga su amor reprueba esa deslealtad futura con más saña que su presente infortunio. Él, Minaya, había rescatado un libro y esclarecido un crimen, él mantenía intacta la potestad de acusar, de seguir preguntando, de conceder no el perdón, pero sí el silencio, o de decir en voz alta lo que sabía para arrojar al asesino y a su cómplice a una vergüenza más sórdida que la vejez en la que sobrevivían los dos como en un destierro sin indulto posible. «No me mire así», dijo Utrera desde la puerta que ya había empezado a abrir, cerrándola de nuevo, «usted no puede hacerme daño. No puedo perder nada porque no tengo nada. Cuando se muera doña Elvira y usted herede esta casa podrá expulsarme de aquí, pero a lo mejor entonces yo también me habré muerto. Le juro que eso es lo único que deseo en este mundo». Minaya se quedó solo, dijo Inés, sentado en el comedor, junto a la larga mesa vacía, como, el cliente de un hotel que llega demasiado tarde a la cena y espera en vano que alguien venga a servirlo, mirando con fijeza inerte, con un cigarrillo entre los dedos, el casquillo y la carta o la madera bruñida en la que resplandecía el sol sesgado de la tarde de abril, cuadriculado por los cristales de las puertaventanas blancas del jardín como por una celosía. Inés vino a decirle que acababan de llegar los hombres de la funeraria, con sus guardapolvos azules, con sus automóviles negros recién aparcados bajo las acacias de la plaza, con su premura sin respeto que a Minaya, cuando salió al patio y los vio abrir de par en par las puertas de la biblioteca y de la casa para sacar el ataúd ya cerrado, le recordó la tarde en que otros hombres como esos desalojaron con poleas y sogas el dormitorio de sus padres y cargaron sus muebles en un camión del que nunca más los vio salir. Apagaron los cirios, se pasaron de uno a otro los candelabros y los llevaron a brazadas a la trasera de un coche, retiraron las coronas de flores y el lienzo de terciopelo negro que había cubierto la tarima sobre la que estuvo el ataúd, y entonces, cuando ya se iban, quedó un gran espacio vacío en el centro de la biblioteca, desierta ahora y todavía en penumbra, como un escenario después de la última función, y fue en ese lugar sin nada -allí mismo, en otro tiempo, apenas una semana antes, había estado el escritorio, el fichero, la costumbre de consignar los libros y de esperar a Inés- donde Minaya advirtió su propia ausencia futura, tan irreparable y cierta como la de Manuel. «Vámonos», dijo Medina a su lado, «nos están esperando». El coche fúnebre y los dos taxis que los llevarían al cementerio ya estaban en marcha cuando él y Medina salieron a la calle. Aún debía volver tras el funeral y el entierro para recoger su equipaje, pero le pareció que al reclinarse en el taxi, mientras el perfume de las acacias y la plaza entera iban quedando atrás, se despedía para siempre no sólo de la casa ahora cerrada y desierta, sino también de Inés y de todos los que la habían habitado, de una parte de su vida que muy pronto dejaría de pertenecerle, inaccesible al regreso y a la memoria, porque recordar y volver, él no lo sabe aún, son ejercicios tan inútiles como pedir cuentas a un espejo del rostro que hace una hora o un día o treinta años se miró en él. Volverá, sin duda, igual que ha vuelto esta noche, al filo de las once, apresurándose para llegar a tiempo a la estación, cruzando el patio, lo imagino, subiendo por la escalera iluminada sin encontrar a nadie, como el último pasajero de un gran buque que se empieza a hundir, pero cuyos salones recién abandonados aún no han sido invadidos por el agua que ya inunda las bodegas, temiendo que doña Elvira o Utrera aparezcan ante él al otro lado de una esquina o en el gabinete para obligarlo a la disciplina odiosa del adiós, preguntándose por qué no hay nadie en ninguna parte y por qué están encendidas todas las luces de la casa. Como un último privilegio quiero imaginarla así mientras él la abandona, resplandeciente y vacía, blanca en la oscuridad de la plaza como en medio del mar, porque ahora que Manuel está muerto y terminado el libro no queda nadie que merezca habitarla. Aquí, no en el cementerio y menos aún en la estación, debe estar el final, en los balcones iluminados, en las ventanas circulares del último piso, en el amortiguado relámpago de esa luz sobre el brocal de la fuente, en el hombre que desde la boca del callejón se vuelve a mirarla y empuña luego el asa de su maleta para caminar hacia la plaza del general Orduña como agrediendo las sombras, con la cabeza baja, con el coraje póstumo de los fugitivos. Yo inventé el juego, yo señalé sus normas y dispuse el final, calculando los pasos, las casillas sucesivas, el equilibrio entre la inteligencia y los golpes del azar, y al hacerlo modelaba para Minaya un rostro y un probable destino. Ahora lo cumple, en la estación, ahora me obedece y aguarda, alto y solo, como obedecía y aguardaba en el cementerio mientras los enterradores apartaban la losa donde aún no ha sido inscrito el nombre de Manuel y doña Elvira, sostenida por Utrera y Teresa, se inclinaba para recoger un puñado de tierra que arrojaría luego sobre el ataúd con un ademán lento y rígido. Era más alto que cualquiera de ellos, y su estatura y su juventud parecían los atributos visibles de su condición de extranjero, la prueba de que a pesar del traje oscuro, de la corbata negra, del sumario gesto de dolor, él no pertenecía al grupo de gente enlutada que se había congregado alrededor de la tumba y murmuraban oraciones que en la distancia de la tarde y del cementerio vacío sonaban a zumbido de insectos. Viejos rostros lejanos, irreconocibles, embotados por el calor y el agobio de las ropas de luto, cercados por las cruces, por el resplandor amarillo de los jaramagos que borraban las tumbas y los senderos que las dividían y se enredaban a los pies como una ciénaga de raíces. De todos ellos, sólo Medina se mantenía parcialmente a salvo de la decrepitud, gordo, impasible, con los brazos cruzados, con el pelo todavía negro, mirando a los hombres que deslizaban el ataúd en el hueco de la fosa, entre las sogas ásperas, con la atención ecuánime con que miraría a un enfermo que acabara de morir. Pero Inés no miraba a la tumba, advirtió Minaya, aunque mantuviera la cabeza baja y las manos unidas en el regazo y moviera los labios fingiendo que repetía las oraciones de los otros. Sólo él, que espiaba su presencia y sus gestos buscando un indicio que le permitiera reconocer en ella a la misma mujer que lo abrazaba anoche, no para recobrarla, sino para no perder al menos el derecho a decirse a sí mismo que ciertas cosas ya imposibles le habían sucedido, se dio cuenta de que Inés había apartado sigilosamente sus ojos hacia una esquina del cementerio, hacia un panteón sombreado de cipreses junto al que un hombre parecía rezar apoyándose en dos muletas de tullido. El ala del sombrero le tapaba la cara, y su cabeza se hundía entre los hombros exageradamente alzados por las muletas. Inés notó la inquisición de Minaya y volvió a mirar fijamente al suelo y a fingir que rezaba, pero sus ojos, bajo las largas pestañas, se deslizaron despacio más allá de la tumba todavía abierta, sobre los jaramagos, como si ella entera y no sólo su mirada estuviese huyendo, igual que hacía cuando Minaya estaba hablándole y ella dejaba de oírlo y le sonreía para que no pudiera seguirla en su huida ni descifrar un pensamiento en el que estaba sola. Tirantes por el peso del ataúd las sogas bajaban rozando las agudas aristas de mármol, y uno de los hombres que las sostenían se detuvo para limpiarse la frente, interrumpiendo por un solo segundo las voces que rezaban. En esa fracción de silencio, Inés alzó la cabeza y miró abiertamente al hombre de las muletas. También él los miraba, inmóvil, apoyándose en ellas como en el alféizar de una ventana al que hubiera trepado apurando el límite de su vigor, y aunque Minaya no podía ver su rostro imaginó una impúdica curiosidad en aquellos ojos que cubría la sombra y velaba la distancia, que brillaron en un reflejo súbito de cristales cuando el hombre comenzó a andar y salió de entre los cipreses, torpe y muy lento, desbaratado y tenaz entre las muletas que lo precedían tanteando la tierra como si buscaran fosas ocultas bajo los jaramagos. Los enterradores retiraron las sogas y doña Elvira se adelantó unos pasos y comenzó a soltar la tierra sobre el ataúd ya invisible sin abrir del todo la mano, como esperando que alguien viniera a fijar su gesto en una fotografía. El hombre caminaba cada vez más despacio hacia la puerta enrejada del cementerio, costeando una tapia, perdiéndose a veces tras un panteón y apareciendo luego más gastado y más torpe, más imposiblemente empeñado en alcanzar la salida. Estaba muy cerca de ella cuando pareció que renunciaba a seguir caminando y apoyó la espalda en la tapia encalada, y ahora Inés, que ya no podía mirarlo sin volver la cabeza, dijo a Amalia algo que Minaya no alcanzó a oír, se santiguó ante la tumba y con la misma premura se alejó de ella para ir hacia el hombre, que ya no estaba apoyado en el muro. Antes de seguirla sin esperar a que los enterradores ajustaran la losa, Minaya recordó que cuando llegaron al cementerio había un taxi parado junto a la puerta. Oyó el motor que arrancaba y corrió más de prisa, saltando sobre las tumbas y los jaramagos con el corazón batiéndole en el pecho con la misma violencia que cuando aquel invierno huía de los guardias por las avenidas de Madrid, sin preguntarse ya qué pensarían los otros ni quién era el hombre de las muletas, pero cuando llegó a la verja del cementerio, cuando se detuvo en la polvorienta explanada de donde partía el camino hacia la ciudad entre dos hileras de cipreses, vio el taxi que se alejaba dejando atrás una nube translúcida de polvo y humo de gasolina y la imagen brevísima y deslumbradora como un fogonazo de dos rostros que lo miraban desde el cristal de la ventanilla trasera y se borraron en seguida entre el polvo, en la distancia de los cipreses alineados, de las primeras casas de la ciudad. Siguió corriendo y agitaba la mano y probablemente llamaba a Inés pidiéndole que detuviera el taxi, pero su voz era inaudible y su figura se hacía más pequeña a medida que se multiplicaban en el cristal las sombras sucesivas de los cipreses, y al fin se quedó inmóvil en la lejanía del camino, moviendo todavía la mano derecha, como si dijera adiós, impotente y vencido, abrumado por la fatiga, por la certeza increíble de estar entreabriendo el preludio de la verdadera historia cuando ya creía que había dejado atrás su final. Y ahora se trataba sólo de esperar que viniera, que cruzara los descampados y las calles últimas de Mágina, caminando muy aprisa, sin ver ni oír nada de lo que pasaba a su alrededor, porque la ciudad, los automóviles, las gentes con las que chocaba por las aceras, se iban apartando a su paso como un mar que se abriera para señalarle el camino único que debía seguir, corriendo hasta que le faltaba el aire y se le rendían las piernas, avanzando sin progreso ni tregua, más allá de la fatiga, como si únicamente lo sostuviera en pie la devastadora voluntad de llegar a la plaza donde tantas veces había esperado a Inés tediosamente condenado a mirar el monumento heroico de Utrera y los herméticos balcones de esta casa en la que ella siempre le había prohibido entrar. «Mi tío está malo. No quiere ver a nadie», le decía. «A mí me gustaría conocerlo.» «A él no, por lo menos ahora. Ya te avisaré cuando se ponga mejor.» Sólo quedaba esperarlo con la ávida, con la fingida y cautelosa serenidad de un cazador que ha dispuesto su trampa y aguarda en la oscuridad, en la espesura propicia donde va a sonar el roce amortiguado de un cuerpo y luego el frío chasquido de la trampa al cerrarse. «Ya está aquí», dijo Inés, desde la ventana, cuando oímos la campanilla del zaguán. Tiró del cordón varias veces, pero nadie fue a abrirle, y entonces se internó en la casa, en el patio devastado sobre el que cuelgan las ropas húmedas de los tendedores tapando el cielo y la baranda de maderas podridas donde las mujeres que habitan en los cuartos del corredor se asoman para gritarse entre ellas o volcar cubos y palanganas de agua sucia, donde se apoyan al sol, con peinadores bordados sobre los hombros, para secarse el pelo en las mañanas de domingo. Huele siempre a humedad, a hondo lugar oscuro, a cal y piedra mojada y agua de sumidero. Desde la baranda, una mujer seca y despeinada apartó las sábanas de los tendedores y señaló el final del patio cuando Minaya preguntó por Inés. «La Inés y su tío viven en el segundo corral, en lo alto, al fondo de la escalera. Los vi venir hace un rato. Ahora gastan coche, como los señores.» La sábana volvió a caer como un telón empapado sobre la mujer y su risa, que se prolongó en otras voces por el corredor, en miradas de recelo y burla que siguieron desde arriba a Minaya hasta que se perdió en un pasadizo sombrío que lo llevó a otro patio sin barandal ni pilares de madera, un patio como un pozo, de altos muros sin encalar, con una sola ventana y un árbol cuyas ramas últimas se tendían hacia ella rozando los postigos abiertos. «Ahora va a subir», dijo Inés, y se apartó de la ventana, tomando de nuevo la aguja recién enhebrada y el bastidor donde bordaba algo, un dibujo de flores azules y pájaros que volvió a mirar meditativamente mientras se sentaba en la silla que usaba siempre para coser, tan absorta en la aguja y en el movimiento de sus dedos que palpaban el tenso lienzo buscando el punto preciso donde debía dar la siguiente puntada que parecía haber olvidado que Minaya ya estaba subiendo las escaleras, cada vez más cerca de mí, de nosotros, del instante en que sus ojos iban a encontrarse con los ojos de un muerto y en que iba a oír una voz imposible y como revivida de un manuscrito que él no hubiera encontrado aún, de tantas palabras mentirosamente calculadas y escritas para atraparlo en un libro que sólo había existido en su imaginación, que ha terminado ahora, como si él mismo, Minaya, lo hubiera cerrado igual que cerró la puerta cuando salió de aquí. Pero tal vez, mientras subía las escaleras sabiendo que se acercaba a mí, tuvo la tentación de volverse, de cerrar los ojos y la inteligencia y el insomne deseo del conocimiento y de marcharse a la estación y a Madrid como si no hubiera visto al hombre de las muletas en el cementerio, como si no quedara una sola incertidumbre que pudiera manchar o deshacer la historia que había buscado y ahora poseía. Subió como descendiendo a un sótano de oscuridad, se detuvo ante la única puerta del corredor, bruscamente ya no seguí escuchando sus pasos y lo adiviné quieto tras ella. «Pase, Minaya, no se quede ahí», le dije, «hace una hora que lo estamos esperando». Muy alto en el umbral, más alto y más joven de lo que yo había imaginado, con un aire de atento estupor y aceptado infortunio que probablemente guardaba intacto desde su adolescencia y que sospecho que ya no perderá nunca, igual que ese modo de mirar las cosas con la cabeza baja, de asentir como si no creyera del todo o no pudiera aceptar nunca íntimamente un destino que nunca dejará de acatar, porque ha nacido para una forma de rebeldía que sólo se cumple en el silencio, en la imaginaria huida, en la ternura o la desesperación únicamente reveladas cuando el logro del deseo ya es imposible. Alto y extraño, reconocido, cobarde, parado en el umbral, en el límite de la mentira y el asombro, mirándome como para comprobar que era yo, el vago rostro con gafas de las fotografías, el hombre tullido que caminaba entre las t