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ión del que nunca más los vio salir. Apagaron los cirios, se pasaron de uno a otro los candelabros y los llevaron a brazadas a la trasera de un coche, retiraron las coronas de flores y el lienzo de terciopelo negro que había cubierto la tarima sobre la que estuvo el ataúd, y entonces, cuando ya se iban, quedó un gran espacio vacío en el centro de la biblioteca, desierta ahora y todavía en penumbra, como un escenario después de la última función, y fue en ese lugar sin nada -allí mismo, en otro tiempo, apenas una semana antes, había estado el escritorio, el fichero, la costumbre de consignar los libros y de esperar a Inés- donde Minaya advirtió su propia ausencia futura, tan irreparable y cierta como la de Manuel. «Vámonos», dijo Medina a su lado, «nos están esperando». El coche fúnebre y los dos taxis que los llevarían al cementerio ya estaban en marcha cuando él y Medina salieron a la calle. Aún debía volver tras el funeral y el entierro para recoger su equipaje, pero le pareció que al reclinarse en el taxi, mientras el perfume de las acacias y la plaza entera iban quedando atrás, se despedía para siempre no sólo de la casa ahora cerrada y desierta, sino también de Inés y de todos los que la habían habitado, de una parte de su vida que muy pronto dejaría de pertenecerle, inaccesible al regreso y a la memoria, porque recordar y volver, él no lo sabe aún, son ejercicios tan inútiles como pedir cuentas a un espejo del rostro que hace una hora o un día o treinta años se miró en él. Volverá, sin duda, igual que ha vuelto esta noche, al filo de las once, apresurándose para llegar a tiempo a la estación, cruzando el patio, lo imagino, subiendo por la escalera iluminada sin encontrar a nadie, como el último pasajero de un gran buque que se empieza a hundir, pero cuyos salones recién abandonados aún no han sido invadidos por el agua que ya inunda las bodegas, temiendo que doña Elvira o Utrera aparezcan ante él al otro lado de una esquina o en el gabinete para obligarlo a la disciplina odiosa del adiós, preguntándose por qué no hay nadie en ninguna parte y por qué están encendidas todas las luces de la casa. Como un último privilegio quiero imaginarla así mientras él la abandona, resplandeciente y vacía, blanca en la oscuridad de la plaza como en medio del mar, porque ahora que Manuel está muerto y terminado el libro no queda nadie que merezca habitarla. Aquí, no en el cementerio y menos aún en la estación, debe estar el final, en los balcones iluminados, en las ventanas circulares del último piso, en el amortiguado relámpago de esa luz sobre el brocal de la fuente, en el hombre que desde la boca del callejón se vuelve a mirarla y empuña luego el asa de su maleta para caminar hacia la plaza del general Orduña como agrediendo las sombras, con la cabeza baja, con el coraje póstumo de los fugitivos. Yo inventé el juego, yo señalé sus normas y dispuse el final, calculando los pasos, las casillas sucesivas, el equilibrio entre la inteligencia y los golpes del azar, y al hacerlo modelaba para Minaya un rostro y un probable destino. Ahora lo cumple, en la estación, ahora me obedece y aguarda, alto y solo, como obedecía y aguardaba en el cementerio mientras los enterradores apartaban la losa donde aún no ha sido inscrito el nombre de Manuel y doña Elvira, sostenida por Utrera y Teresa, se inclinaba para recoger un puñado de tierra que arrojaría luego sobre el ataúd con un ademán lento y rígido. Era más alto que cualquiera de ellos, y su estatura y su juventud parecían los atributos visibles de su condición de extranjero, la prueba de que a pesar del traje oscuro, de la corbata negra, del sumario gesto de dolor, él no pertenecía al grupo de gente enlutada que se había congregado alrededor de la tumba y murmuraban oraciones que en la distancia de la tarde y del cementerio vacío sonaban a zumbido de insectos. Viejos rostros lejanos, irreconocibles, embotados por el calor y el agobio de las ropas de luto, cercados por las cruces, por el resplandor amarillo de los jaramagos que borraban las tumbas y los senderos que las dividían y se enredaban a los pies como una ciénaga de raíces. De todos ellos, sólo Medina se mantenía parcialmente a salvo de la decrepitud, gordo, impasible, con los brazos cruzados, con el pelo todavía negro, mirando a los hombres que deslizaban el ataúd en el hueco de la fosa, entre las sogas ásperas, con la atención ecuánime con que miraría a un enfermo que acabara de morir. Pero Inés no miraba a la tumba, advirtió Minaya, aunque mantuviera la cabeza baja y las manos unidas en el regazo y moviera los labios fingiendo que repetía las oraciones de los otros. Sólo él, que espiaba su presencia y sus gestos buscando un indicio que le permitiera reconocer en ella a la misma mujer que lo abrazaba anoche, no para recobrarla, sino para no perder al menos el derecho a decirse a sí mismo que ciertas cosas ya imposibles le habían sucedido, se dio cuenta de que Inés había apartado sigilosamente sus ojos hacia una esquina del cementerio, hacia un panteón sombreado de cipreses junto al que un hombre parecía rezar apoyándose en dos muletas de tullido. El ala del sombrero le tapaba la cara, y su cabeza se hundía entre los hombros exageradamente alzados por las muletas. Inés notó la inquisición de Minaya y volvió a mirar fijamente al suelo y a fingir que rezaba, pero sus ojos, bajo las largas pestañas, se deslizaron despacio más allá de la tumba todavía abierta, sobre los jaramagos, como si ella entera y no sólo su mirada estuviese huyendo, igual que hacía cuando Minaya estaba hablándole y ella dejaba de oírlo y le sonreía para que no pudiera seguirla en su huida ni descifrar un pensamiento en el que estaba sola. Tirantes por el peso del ataúd las sogas bajaban rozando las agudas aristas de mármol, y uno de los hombres que las sostenían se detuvo para limpiarse la frente, interrumpiendo por un solo segundo las voces que rezaban. En esa fracción de silencio, Inés alzó la cabeza y miró abiertamente al hombre de las muletas. También él los miraba, inmóvil, apoyándose en ellas como en el alféizar de una ventana al que hubiera trepado apurando el límite de su vigor, y aunque Minaya no podía ver su rostro imaginó una impúdica curiosidad en aquellos ojos que cubría la sombra y velaba la distancia, que brillaron en un reflejo súbito de cristales cuando el hombre comenzó a andar y salió de entre los cipreses, torpe y muy lento, desbaratado y tenaz entre las muletas que lo precedían tanteando la tierra como si buscaran fosas ocultas bajo los jaramagos. Los enterradores retiraron las sogas y doña Elvira se adelantó unos pasos y comenzó a soltar la tierra sobre el ataúd ya invisible sin abrir del todo la mano, como esperando que alguien viniera a fijar su gesto en una fotografía. El hombre caminaba cada vez más despacio hacia la puerta enrejada del cementerio, costeando una tapia, perdiéndose a veces tras un panteón y apareciendo luego más gastado y más torpe, más imposiblemente empeñado en alcanzar la salida. Estaba muy cerca de ella cuando pareció que renunciaba a seguir caminando y apoyó la espalda en la tapia encalada, y ahora Inés, que ya no podía mirarlo sin volver la cabeza, dijo a Amalia algo que Minaya no alcanzó a oír, se santiguó ante la tumba y con la misma premura se alejó de ella para ir hacia el hombre, que ya no estaba apoyado en el muro. Antes de seguirla sin esperar a que los enterradores ajustaran la losa, Minaya recordó que cuando llegaron al cementerio había un taxi parado junto a la puerta. Oyó el motor que arrancaba y corrió más de prisa, saltando sobre las tumbas y los jaramagos con el corazón batiéndole en el pecho con la misma violencia que cuando aquel invierno huía de los guardias por las avenidas de Madrid, sin preguntarse ya qué pensarían los otros ni quién era el hombre de las muletas, pero cuando llegó a la verja del cementerio, cuando se detuvo en la polvorienta explanada de donde partía el camino hacia la ciudad entre dos hileras de cipreses, vio el taxi que se alejaba dejando atrás una nube translúcida de polvo y humo de gasolina y la imagen brevísima y deslumbradora como un fogonazo de dos rostros que lo miraban desde el cristal de la ventanilla trasera y se borraron en seguida entre el polvo, en la distancia de los cipreses alineados, de las primeras casas de la ciudad. Siguió corriendo y agitaba la mano y probablemente llamaba a Inés pidiéndole que detuviera el taxi, pero su voz era inaudible y su figura se hacía más pequeña a medida que se multiplicaban en el cristal las sombras sucesivas de los cipreses, y al fin se quedó inmóvil en la lejanía del camino, moviendo todavía la mano derecha, como si dijera adiós, impotente y vencido, abrumado por la fatiga, por la certeza increíble de estar entreabriendo el preludio de la verdadera historia cuando ya creía que había dejado atrás su final. Y ahora se trataba sólo de esperar que viniera, que cruzara los descampados y las calles últimas de Mágina, caminando muy aprisa, sin ver ni oír nada de lo que pasaba a su alrededor, porque la ciudad, los automóviles, las gentes con las que chocaba por las aceras, se iban apartando a su paso como un mar que se abriera para señalarle el camino único que debía seguir, corriendo hasta que le faltaba el aire y se le rendían las piernas, avanzando sin progreso ni tregua, más allá de la fatiga, como si únicamente lo sostuviera en pie la devastadora voluntad de llegar a la plaza donde tantas veces había esperado a Inés tediosamente condenado a mirar el monumento heroico de Utrera y los herméticos balcones de esta casa en la que ella siempre le había prohibido entrar. «Mi tío está malo. No quiere ver a nadie», le decía. «A mí me gustaría conocerlo.» «A él no, por lo menos ahora. Ya te avisaré cuando se ponga mejor.» Sólo quedaba esperarlo con la ávida, con la fingida y cautelosa serenidad de un cazador que ha dispuesto su trampa y aguarda en la oscuridad, en la espesura propicia donde va a sonar el roce amortiguado de un cuerpo y luego el frío chasquido de la trampa al cerrarse. «Ya está aquí», dijo Inés, desde la ventana, cuando oímos la campanilla del zaguán. Tiró del cordón varias veces, pero nadie fue a abrirle, y entonces se internó en la casa, en el patio devastado sobre el que cuelgan las ropas húmedas de los tendedores tapando el cielo y la baranda de maderas podridas donde las mujeres que habitan en los cuartos del corredor se asoman para gritarse entre ellas o volcar cubos y palanganas de agua sucia, donde se apoyan al sol, con peinadores bordados sobre los hombros, para secarse el pelo en las mañanas de domingo. Huele siempre a humedad, a hondo lugar oscuro, a cal y piedra mojada y agua de sumidero. Desde la baranda, una mujer seca y despeinada apartó las sábanas de los tendedores y señaló el final del patio cuando Minaya preguntó por Inés. «La Inés y su tío viven en el segundo corral, en lo alto, al fondo de la escalera. Los vi venir hace un rato. Ahora gastan coche, como los señores.» La sábana volvió a caer como un telón empapado sobre la mujer y su risa, que se prolongó en otras voces por el corredor, en miradas de recelo y burla que siguieron desde arriba a Minaya hasta que se perdió en un pasadizo sombrío que lo llevó a otro patio sin barandal ni pilares de madera, un patio como un pozo, de altos muros sin encalar, con una sola ventana y un árbol cuyas ramas últimas se tendían hacia ella rozando los postigos abiertos. «Ahora va a subir», dijo Inés, y se apartó de la ventana, tomando de nuevo la aguja recién enhebrada y el bastidor donde bordaba algo, un dibujo de flores azules y pájaros que volvió a mirar meditativamente mientras se sentaba en la silla que usaba siempre para coser, tan absorta en la aguja y en el movimiento de sus dedos que palpaban el tenso lienzo buscando el punto preciso donde debía dar la siguiente puntada que parecía haber olvidado que Minaya ya estaba subiendo las escaleras, cada vez más cerca de mí, de nosotros, del instante en que sus ojos iban a encontrarse con los ojos de un muerto y en que iba a oír una voz imposible y como revivida de un manuscrito que él no hubiera encontrado aún, de tantas palabras mentirosamente calculadas y escritas para atraparlo en un libro que sólo había existido en su imaginación, que ha terminado ahora, como si él mismo, Minaya, lo hubiera cerrado igual que cerró la puerta cuando salió de aquí. Pero tal vez, mientras subía las escaleras sabiendo que se acercaba a mí, tuvo la tentación de volverse, de cerrar los ojos y la inteligencia y el insomne deseo del conocimiento y de marcharse a la estación y a Madrid como si no hubiera visto al hombre de las muletas en el cementerio, como si no quedara una sola incertidumbre que pudiera manchar o deshacer la historia que había buscado y ahora poseía. Subió como descendiendo a un sótano de oscuridad, se detuvo ante la única puerta del corredor, bruscamente ya no seguí escuchando sus pasos y lo adiviné quieto tras ella. «Pase, Minaya, no se quede ahí», le dije, «hace una hora que lo estamos esperando». Muy alto en el umbral, más alto y más joven de lo que yo había imaginado, con un aire de atento estupor y aceptado infortunio que probablemente guardaba intacto desde su adolescencia y que sospecho que ya no perderá nunca, igual que ese modo de mirar las cosas con la cabeza baja, de asentir como si no creyera del todo o no pudiera aceptar nunca íntimamente un destino que nunca dejará de acatar, porque ha nacido para una forma de rebeldía que sólo se cumple en el silencio, en la imaginaria huida, en la ternura o la desesperación únicamente reveladas cuando el logro del deseo ya es imposible. Alto y extraño, reconocido, cobarde, parado en el umbral, en el límite de la mentira y el asombro, mirándome como para comprobar que era yo, el vago rostro con gafas de las fotografías, el hombre tullido que caminaba entre las tumbas con un sombrero negro sobre los ojos, yo, el muerto, la máscara pálida y gastada que se incorporaba en la cama para recibirlo, para tenderle una mano que él tardó un poco en estrechar, como temiendo que pudiera contaminarlo de muerte, que ya no lo soltara nunca. Eludía mis ojos, ahora sin gafas, porque me las había quitado para verlo mejor cuando estuviera cerca, miraba la cama, la mesa de noche, el techo bajo de la habitación, miraba a Inés, sentada junto a la ventana, reclinada sobre el bastidor y la tela que fingía bordar y que se desplegaba en duros ángulos blancos sobre sus rodillas. Fija en la trama de los hilos, Inés alzaba la mano derecha y parecía que no sostuviera nada entre los dedos, pero luego la luz apresaba en un delgado destello la punta de la aguja o el hilo tirante que la prolongaba, igual que algunas veces surge, en el espacio vacío, muy cerca de los ojos, el trazo curvo y larguísimo de una tela de araña en seguida invisible. Antes de que él llegara, cuando ya venían sus pasos indudables por el corredor, Inés levantó los ojos de la costura y mantuvo la mano alzada e inmóvil sosteniendo la aguja, como si la tensión del hilo fuera el único indicio de la atención con que aguardaba, y exactamente así fue como la vio Minaya cuando entró, perdida en el indiferente sosiego de la figura de un cuadro donde el pintor no hubiera querido tanto retratar su rostro como la limpia quietud que perduraba en sus manos posadas sobre el bastidor, nítidamente dibujadas en la tela blanca y en la oblicua luz que caía desde la ventana sobre su cuello reclinado y desnudo y se apaciguaba en torno a ella, sobre las baldosas, sin alumbrar el resto de la habitación, como en un remanso donde duraría cuando ya se hubiera extinguido su resplandor de cobre en las espadañas más altas de la ciudad. «Perdóneme que no me haya levantado para recibirlo», le dije, «pero he venido muy cansado del cementerio. Siéntese, aquí, en esa silla, quiero verlo mejor. Quiero saber cómo es usted, Minaya». Él no dijo nada, o sólo repitió mi nombre, que al sonar en su voz tenía una cualidad dura, desconocida, remota, porque no me nombraba a mí, a quien verdaderamente yo soy, sino a otro, tal vez a un héroe, a la sombra oculta en los manuscritos y en las fotografías, al cadáver que vio Manuel sobre una mesa de mármol, al hombre que murió en «La Isla de Cuba», junto al Guadalquivir, en sus cenagosas aguas, hace veintidós años. «Solana», repitió, incrédulo, abrumado de preguntas que lo derribaban, de evidencias temibles. Reconocí en él, en sus ojos castaños y grandes que me miraban como sin remontar aún la distancia del tiempo desde el día en que debí morir hasta ese momento en que nos encontrábamos, las señales de una estirpe de desatinados buscadores, de una inteligencia nunca rendida y excesiva, empeñada en la lucidez aun al precio del fracaso, de un fervor y una voluntad predestinados a perderse fogosamente en el vacío. Lo supe destinado desde que nació a saber mucho más de lo que le convenía y a merecer exactamente lo que nunca le habría de ser concedido, y a no saciarse si alguna vez y por azar lo alcanzaba. Vi lo que no vio Inés, lo que ella, a quien todas las noches, cuando regresaba, yo le exigía que me lo contara todo, no hubiera podido decirme: que en virtud del mismo extravío de la sangre que había hecho que Manuel no se pareciera a su padre ni a su madre ni heredara el más leve rastro de la zafia energía incesante de su abuelo paterno, sino los delicados rasgos, el pelo rubio, los ojos azules de su tía Cristina, así en Minaya sobrevivía una elegancia que perteneció a Manuel. Y ese parecido era aún más medular e indudable porque en modo alguno resultaba evidente a primera vista y no podía aislarse en ningún rasgo individual, sino en una cierta actitud interior que se vislumbraba en los ojos, en la manera de mover las manos, de encender un cigarrillo, de llenar una copa, en algún gesto no aprendido y casi siempre fugaz que se abría paso hacia la inteligencia de quien sabía advertirlo, como esas señales que en las novelas antiguas permiten descubrir a la dama hermosa y principal bajo las ásperas ropas de labradora que voluntariamente la ocultaban. Tal vez por eso le permití saber que yo estaba vivo, por lealtad o gratitud a esa mirada que exigía el asombro y el conocimiento, a Manuel, que tantas veces me había mirado así, a doña Cristina, la dama de pelo blanco y alto peinado anacrónico que nos daba de merendar en las tardes irreales de 1920 y me pedía siempre que le leyera esos versos de los que tan fervorosamente, con un entusiasmo por ellos que yo estaba muy lejos de sentir, le había hablado su sobrino, comparándome a Bécquer, a Rubén Darío, al pobre José Emilio Minaya, difunto marido de doña Cristina, cuyo único libro de versos, Arpegios, dedicado a ella, nos sabíamos de memoria Manuel y yo, porque aquellos poemas, en los que muy pronto se ensañaría nuestro desprecio, cuando una revista de Madrid nos afiliara al ultraísmo, habían sido los primeros que leímos en nuestra vida. «Todavía no está seguro», le dije, «todavía no puede creer que soy yo quien le habla, que estoy vivo. Tampoco yo, muchacho. Durante veintidós años he estado muerto, he gozado el privilegio increíble de no existir para nadie que me hubiera conocido antes de que aquellos guardias civiles fueran a buscarme, de ir perdiendo tranquilamente la memoria y la vida, como si me volviera una estatua o un árbol. Sin saberlo, ellos me hicieron el favor más grande que nunca pudo hacerme nadie cuando dijeron que me habían matado y destrozaron el rostro al cadáver de otro hombre para ponerle mis gafas y lo vistieron con un pantalón y una camisa que ni siquiera eran míos, sino de Manuel, y le agregaron mi nombre y mis apellidos, acaso porque el teniente que los mandaba tenía órdenes estrictas de volver a Mágina con mi cadáver y no se atrevió a confesar que no pudieron encontrarlo en el río o porque deseaban que en Mágina se supiera mi muerte como una advertencia o una amenaza pública. Así que cuando abrí los ojos en aquella casa donde me habían curado y escondido y tardé tantas horas en recordar mi identidad y mi nombre yo ya no era nadie, yo era ese olvido y esa conciencia vacía de la primera hora de mi despertar, y ni siquiera el cuerpo inerte y las manos que lo iban tocando bajo las sábanas me pertenecían, porque eran tan desconocidos y exteriores a mí como los hierros de la cama y las vigas del techo y ese tumulto de agua incesante que sonaba debajo del pavimento, a veces muy próximo y otras veces tan remoto como un recuerdo que venía aliado a la sensación del agua, de la humedad, del cieno, de alguien que se ahogaba en sueños, que abría los ojos y la boca bajo el agua y se debatía en una opaca claridad poco a poco oscurecida, tintada en sangre, en sabor de sangre y de algas empapadas en barro, alguien que ya cerraba los ojos y se quedaba inmóvil, tibiamente vencido, empujado por el agua, por la dulzura de la quietud y la asfixia. Pero no podía atribuir ese recuerdo o ese sueño a mi vida porque yo no la tenía, yo era sólo esa mirada o las imágenes de penumbra y ventana entornada y luz que se sucedían en ella sin agruparse aún en una forma perdurable, yo era sólo la mano que tanteaba el cuerpo y las sábanas como una única materia, yo era la habitación, la inmovilidad, el sonido del agua, el regresado letargo, nadie, y cuando al cabo de varias horas entró aquella mujer con el tazón de leche y las medicinas y me dijo mi nombre no pude todavía vincularlo a mí, sino a ese sueño del agua, al ahogado sin rostro, a un tiempo abisal de cieno y reptiles que nunca podría ser alcanzado por ninguna memoria. Pero no se trataba sólo de una alucinación. También era un presentimiento. Porque a los pocos días el hombre que me había encontrado en el remanso del molino, el abuelo de Inés, que había sido compañero de mi padre en la guerra de Cuba, me mostró el periódico donde venían mi foto y mi nombre y la crónica de mi muerte. "Bandidos rojos abatidos en heroico servicio por la Guardia Civil ", me acuerdo que decía, y junto a mi foto, que era la de la ficha que me hicieron cuando entré en la cárcel, estaba la de Beatriz, ya muerta, y la de aquel hombre que aceptó la muerte porque estaba enamorado de ella y que tal vez no logró siquiera convertirse en su amante. Pero no estaba la fotografía del otro, el más joven, y el periódico no hablaba de él, así que sin duda fue a su cadáver al que dieron mi nombre, dejándome a mí la libertad infinita que había concebido cuando desperté y no supe quién era, salvándome de toda mi vida y de mi fracaso, de esa cara sin afeitar, de esos ojos de miedo que tenía el desconocido de la foto, de la vergüenza de mirar la cara muerta e hinchada de Beatriz y acordarme de todos los años en que renegué de su lealtad y de su ternura con la misma sorda simulación con que renegaba de mi propia vida, siempre, mucho antes de conocer a Mariana y hasta el último día, hasta la última noche, cuando la vi decirme adiós y fingí un poco de pesadumbre porque se marchaba con los otros y no me atrevía a reconocer ante mí mismo que lo único que deseaba era quedarme solo cuanto antes, cerrar el portón del cortijo y volver a mi dormitorio, no para escribir o para sentirme a salvo, sino únicamente para saber que estaba solo, sin nadie que me tendiera el chantaje de la amistad o del amor o de la obediencia a aquellas consignas en las que Beatriz y Manuel y hasta el cínico Medina seguían creyendo como en el catecismo ocho años después de que perdiéramos una guerra que nunca pudimos ganar. Yo era un desertor y un apóstata, y es posible que lo hubiera sido siempre, como me dijo Beatriz esa noche, pero en el periódico que certificaba mi muerte hablaban de mí como si hubiera perecido en el mismo combate, yo era esa fotografía de un hombre que se había enfrentado con una pistola a la Guardia Civil y preferido la muerte antes que rendirse. Usted quería un escritor y un héroe. Ahí lo tiene. Habrá visto ese periódico entre los papeles de Manuel, supongo, le habrá otorgado un lugar preciso en la biografía de Jacinto Solana que espera o esperaba escribir. Pero déjeme que le cuente algo que yo omití en el cuaderno azul. Jacinto Solana ha dejado a sus huéspedes en la bodega de " La Isla de Cuba" y vuelve, alumbrándose con una vela, a la habitación que da al río. Apaga la luz, fuma en la cama, cierra los ojos sabiendo que tampoco esta noche va a poder dormir, piensa en los otros, emboscados en la bodega, en una húmeda oscuridad no mitigada por la luna, en el aire cerrado donde perciben ese sudor de la fatiga y del miedo y el olor de la sangre, la torpe respiración del herido. Piensa en ellos y en el modo que tienen de aceptar la persecución y la muerte y sabe que está pensando en Beatriz y esperando y temiendo que ella levante la trampilla de la bodega y suba a buscarlo, porque si ha venido hasta aquí no ha sido para burlar el cerco de la Guardia Civil ni para encontrar un camino en la sierra que los lleve hacia el sur, sino por la misma causa que hace seis meses la llevó a pedirle al otro que le dejara su coche para viajar a una ciudad lejana donde había una cárcel y un hombre que estaba a punto de salir de ella. No escribe, como yo quise que supusiera usted, no recorre con felicidad indolente las páginas de un libro recién terminado para corregir una coma, una palabra, para tachar un adjetivo o añadir otro más preciso o más cruel, no rememora su obstinación o su orgullo, porque esas son dos virtudes que casi siempre ha ignorado. Sólo espera y fuma en la creciente claridad del insomnio, sólo recuerda el modo en que ella le dijo, antes de bajar a la bodega, "así que es verdad que estás escribiendo un libro", y su cansada sonrisa, y sus tacones torcidos y sus uñas hurgando el fondo de una lata de sardinas vacía como si tampoco ella fuera invulnerable a la indignidad. Está esperándola, pero se estremece al oír que se abre la puerta, porque Beatriz ha subido descalza a su dormitorio, dejando al otro en la bodega, muerto de celos y de miedo junto al herido que jadea y no duerme, impotente y solo, postergado, al acecho, igual que cuando la vio bajar del automóvil en el descampado de la cárcel y no se atrevió a ir tras ella y temió que no volviera nunca. Cobardemente Solana apaga su cigarrillo y se vuelve hacia la pared para fingir que duerme, pero no por eso borra de su antigua cobardía intacta la presencia de Beatriz. "No has cambiado", le dice ella, todavía de pie, "haces igual que cuando vivíamos juntos. Cierras los ojos y respiras como si estuvieras durmiendo para que yo no te hable. Entonces me callaba y procuraba dormir, pero ya no tengo veinticinco años. No hace falta que sigas con los ojos cerrados. No voy a pedirte cuentas". Busca mi cara en la oscuridad, me toca el pelo, los labios, con esas manos de terminante dulzura que reconocen mi piel como si no hubieran pasado más de diez años desde que me tocaron por última vez, como si fuera abril de 1937 y yo acabara de romper la carta en que Manuel y Mariana me invitaban o nos invitaban a su boda, en Mágina, veinte días después. Oigo los muelles de la cama y percibo junto a mí el peso de su cuerpo, sus caderas, ahora anchas y graves, ese perfume inédito y el roce de la blusa de seda sobre su piel y de las medias que ella retira y pliega sobre los muslos, en las rodillas, como rasgando la seda, el cuerpo largo y blanco que todavía no he mirado y tiembla al adherirse al mío, al levantarse sobre mí, el pelo rubio y desplegado sobre los hombros desnudos, el vientre agrio y tenaz y los muslos abiertos que me apresan la cintura mientras me revuelvo y alzo los ojos para mirarla y los suyos se cierran en un gesto de obstinado dolor. Desciende ahora, y el pelo se le desborda sobre la frente y le tapa los labios, me aparta las manos que le envolvían sin emoción el desasosiego de los pechos y