umbas con un sombrero negro sobre los ojos, yo, el muerto, la máscara pálida y gastada que se incorporaba en la cama para recibirlo, para tenderle una mano que él tardó un poco en estrechar, como temiendo que pudiera contaminarlo de muerte, que ya no lo soltara nunca. Eludía mis ojos, ahora sin gafas, porque me las había quitado para verlo mejor cuando estuviera cerca, miraba la cama, la mesa de noche, el techo bajo de la habitación, miraba a Inés, sentada junto a la ventana, reclinada sobre el bastidor y la tela que fingía bordar y que se desplegaba en duros ángulos blancos sobre sus rodillas. Fija en la trama de los hilos, Inés alzaba la mano derecha y parecía que no sostuviera nada entre los dedos, pero luego la luz apresaba en un delgado destello la punta de la aguja o el hilo tirante que la prolongaba, igual que algunas veces surge, en el espacio vacío, muy cerca de los ojos, el trazo curvo y larguísimo de una tela de araña en seguida invisible. Antes de que él llegara, cuando ya venían sus pasos indudables por el corredor, Inés levantó los ojos de la costura y mantuvo la mano alzada e inmóvil sosteniendo la aguja, como si la tensión del hilo fuera el único indicio de la atención con que aguardaba, y exactamente así fue como la vio Minaya cuando entró, perdida en el indiferente sosiego de la figura de un cuadro donde el pintor no hubiera querido tanto retratar su rostro como la limpia quietud que perduraba en sus manos posadas sobre el bastidor, nítidamente dibujadas en la tela blanca y en la oblicua luz que caía desde la ventana sobre su cuello reclinado y desnudo y se apaciguaba en torno a ella, sobre las baldosas, sin alumbrar el resto de la habitación, como en un remanso donde duraría cuando ya se hubiera extinguido su resplandor de cobre en las espadañas más altas de la ciudad. «Perdóneme que no me haya levantado para recibirlo», le dije, «pero he venido muy cansado del cementerio. Siéntese, aquí, en esa silla, quiero verlo mejor. Quiero saber cómo es usted, Minaya». Él no dijo nada, o sólo repitió mi nombre, que al sonar en su voz tenía una cualidad dura, desconocida, remota, porque no me nombraba a mí, a quien verdaderamente yo soy, sino a otro, tal vez a un héroe, a la sombra oculta en los manuscritos y en las fotografías, al cadáver que vio Manuel sobre una mesa de mármol, al hombre que murió en «La Isla de Cuba», junto al Guadalquivir, en sus cenagosas aguas, hace veintidós años. «Solana», repitió, incrédulo, abrumado de preguntas que lo derribaban, de evidencias temibles. Reconocí en él, en sus ojos castaños y grandes que me miraban como sin remontar aún la distancia del tiempo desde el día en que debí morir hasta ese momento en que nos encontrábamos, las señales de una estirpe de desatinados buscadores, de una inteligencia nunca rendida y excesiva, empeñada en la lucidez aun al precio del fracaso, de un fervor y una voluntad predestinados a perderse fogosamente en el vacío. Lo supe destinado desde que nació a saber mucho más de lo que le convenía y a merecer exactamente lo que nunca le habría de ser concedido, y a no saciarse si alguna vez y por azar lo alcanzaba. Vi lo que no vio Inés, lo que ella, a quien todas las noches, cuando regresaba, yo le exigía que me lo contara todo, no hubiera podido decirme: que en virtud del mismo extravío de la sangre que había hecho que Manuel no se pareciera a su padre ni a su madre ni heredara el más leve rastro de la zafia energía incesante de su abuelo paterno, sino los delicados rasgos, el pelo rubio, los ojos azules de su tía Cristina, así en Minaya sobrevivía una elegancia que perteneció a Manuel. Y ese parecido era aún más medular e indudable porque en modo alguno resultaba evidente a primera vista y no podía aislarse en ningún rasgo individual, sino en una cierta actitud interior que se vislumbraba en los ojos, en la manera de mover las manos, de encender un cigarrillo, de llenar una copa, en algún gesto no aprendido y casi siempre fugaz que se abría paso hacia la inteligencia de quien sabía advertirlo, como esas señales que en las novelas antiguas permiten descubrir a la dama hermosa y principal bajo las ásperas ropas de labradora que voluntariamente la ocultaban. Tal vez por eso le permití saber que yo estaba vivo, por lealtad o gratitud a esa mirada que exigía el asombro y el conocimiento, a Manuel, que tantas veces me había mirado así, a doña Cristina, la dama de pelo blanco y alto peinado anacrónico que nos daba de merendar en las tardes irreales de 1920 y me pedía siempre que le leyera esos versos de los que tan fervorosamente, con un entusiasmo por ellos que yo estaba muy lejos de sentir, le había hablado su sobrino, comparándome a Bécquer, a Rubén Darío, al pobre José Emilio Minaya, difunto marido de doña Cristina, cuyo único libro de versos, Arpegios, dedicado a ella, nos sabíamos de memoria Manuel y yo, porque aquellos poemas, en los que muy pronto se ensañaría nuestro desprecio, cuando una revista de Madrid nos afiliara al ultraísmo, habían sido los primeros que leímos en nuestra vida. «Todavía no está seguro», le dije, «todavía no puede creer que soy yo quien le habla, que estoy vivo. Tampoco yo, muchacho. Durante veintidós años he estado muerto, he gozado el privilegio increíble de no existir para nadie que me hubiera conocido antes de que aquellos guardias civiles fueran a buscarme, de ir perdiendo tranquilamente la memoria y la vida, como si me volviera una estatua o un árbol. Sin saberlo, ellos me hicieron el favor más grande que nunca pudo hacerme nadie cuando dijeron que me habían matado y destrozaron el rostro al cadáver de otro hombre para ponerle mis gafas y lo vistieron con un pantalón y una camisa que ni siquiera eran míos, sino de Manuel, y le agregaron mi nombre y mis apellidos, acaso porque el teniente que los mandaba tenía órdenes estrictas de volver a Mágina con mi cadáver y no se atrevió a confesar que no pudieron encontrarlo en el río o porque deseaban que en Mágina se supiera mi muerte como una advertencia o una amenaza pública. Así que cuando abrí los ojos en aquella casa donde me habían curado y escondido y tardé tantas horas en recordar mi identidad y mi nombre yo ya no era nadie, yo era ese olvido y esa conciencia vacía de la primera hora de mi despertar, y ni siquiera el cuerpo inerte y las manos que lo iban tocando bajo las sábanas me pertenecían, porque eran tan desconocidos y exteriores a mí como los hierros de la cama y las vigas del techo y ese tumulto de agua incesante que sonaba debajo del pavimento, a veces muy próximo y otras veces tan remoto como un recuerdo que venía aliado a la sensación del agua, de la humedad, del cieno, de alguien que se ahogaba en sueños, que abría los ojos y la boca bajo el agua y se debatía en una opaca claridad poco a poco oscurecida, tintada en sangre, en sabor de sangre y de algas empapadas en barro, alguien que ya cerraba los ojos y se quedaba inmóvil, tibiamente vencido, empujado por el agua, por la dulzura de la quietud y la asfixia. Pero no podía atribuir ese recuerdo o ese sueño a mi vida porque yo no la tenía, yo era sólo esa mirada o las imágenes de penumbra y ventana entornada y luz que se sucedían en ella sin agruparse aún en una forma perdurable, yo era sólo la mano que tanteaba el cuerpo y las sábanas como una única materia, yo era la habitación, la inmovilidad, el sonido del agua, el regresado letargo, nadie, y cuando al cabo de varias horas entró aquella mujer con el tazón de leche y las medicinas y me dijo mi nombre no pude todavía vincularlo a mí, sino a ese sueño del agua, al ahogado sin rostro, a un tiempo abisal de cieno y reptiles que nunca podría ser alcanzado por ninguna memoria. Pero no se trataba sólo de una alucinación. También era un presentimiento. Porque a los pocos días el hombre que me había encontrado en el remanso del molino, el abuelo de Inés, que había sido compañero de mi padre en la guerra de Cuba, me mostró el periódico donde venían mi foto y mi nombre y la crónica de mi muerte. "Bandidos rojos abatidos en heroico servicio por la Guardia Civil ", me acuerdo que decía, y junto a mi foto, que era la de la ficha que me hicieron cuando entré en la cárcel, estaba la de Beatriz, ya muerta, y la de aquel hombre que aceptó la muerte porque estaba enamorado de ella y que tal vez no logró siquiera convertirse en su amante. Pero no estaba la fotografía del otro, el más joven, y el periódico no hablaba de él, así que sin duda fue a su cadáver al que dieron mi nombre, dejándome a mí la libertad infinita que había concebido cuando desperté y no supe quién era, salvándome de toda mi vida y de mi fracaso, de esa cara sin afeitar, de esos ojos de miedo que tenía el desconocido de la foto, de la vergüenza de mirar la cara muerta e hinchada de Beatriz y acordarme de todos los años en que renegué de su lealtad y de su ternura con la misma sorda simulación con que renegaba de mi propia vida, siempre, mucho antes de conocer a Mariana y hasta el último día, hasta la última noche, cuando la vi decirme adiós y fingí un poco de pesadumbre porque se marchaba con los otros y no me atrevía a reconocer ante mí mismo que lo único que deseaba era quedarme solo cuanto antes, cerrar el portón del cortijo y volver a mi dormitorio, no para escribir o para sentirme a salvo, sino únicamente para saber que estaba solo, sin nadie que me tendiera el chantaje de la amistad o del amor o de la obediencia a aquellas consignas en las que Beatriz y Manuel y hasta el cínico Medina seguían creyendo como en el catecismo ocho años después de que perdiéramos una guerra que nunca pudimos ganar. Yo era un desertor y un apóstata, y es posible que lo hubiera sido siempre, como me dijo Beatriz esa noche, pero en el periódico que certificaba mi muerte hablaban de mí como si hubiera perecido en el mismo combate, yo era esa fotografía de un hombre que se había enfrentado con una pistola a la Guardia Civil y preferido la muerte antes que rendirse. Usted quería un escritor y un héroe. Ahí lo tiene. Habrá visto ese periódico entre los papeles de Manuel, supongo, le habrá otorgado un lugar preciso en la biografía de Jacinto Solana que espera o esperaba escribir. Pero déjeme que le cuente algo que yo omití en el cuaderno azul. Jacinto Solana ha dejado a sus huéspedes en la bodega de " La Isla de Cuba" y vuelve, alumbrándose con una vela, a la habitación que da al río. Apaga la luz, fuma en la cama, cierra los ojos sabiendo que tampoco esta noche va a poder dormir, piensa en los otros, emboscados en la bodega, en una húmeda oscuridad no mitigada por la luna, en el aire cerrado donde perciben ese sudor de la fatiga y del miedo y el olor de la sangre, la torpe respiración del herido. Piensa en ellos y en el modo que tienen de aceptar la persecución y la muerte y sabe que está pensando en Beatriz y esperando y temiendo que ella levante la trampilla de la bodega y suba a buscarlo, porque si ha venido hasta aquí no ha sido para burlar el cerco de la Guardia Civil ni para encontrar un camino en la sierra que los lleve hacia el sur, sino por la misma causa que hace seis meses la llevó a pedirle al otro que le dejara su coche para viajar a una ciudad lejana donde había una cárcel y un hombre que estaba a punto de salir de ella. No escribe, como yo quise que supusiera usted, no recorre con felicidad indolente las páginas de un libro recién terminado para corregir una coma, una palabra, para tachar un adjetivo o añadir otro más preciso o más cruel, no rememora su obstinación o su orgullo, porque esas son dos virtudes que casi siempre ha ignorado. Sólo espera y fuma en la creciente claridad del insomnio, sólo recuerda el modo en que ella le dijo, antes de bajar a la bodega, "así que es verdad que estás escribiendo un libro", y su cansada sonrisa, y sus tacones torcidos y sus uñas hurgando el fondo de una lata de sardinas vacía como si tampoco ella fuera invulnerable a la indignidad. Está esperándola, pero se estremece al oír que se abre la puerta, porque Beatriz ha subido descalza a su dormitorio, dejando al otro en la bodega, muerto de celos y de miedo junto al herido que jadea y no duerme, impotente y solo, postergado, al acecho, igual que cuando la vio bajar del automóvil en el descampado de la cárcel y no se atrevió a ir tras ella y temió que no volviera nunca. Cobardemente Solana apaga su cigarrillo y se vuelve hacia la pared para fingir que duerme, pero no por eso borra de su antigua cobardía intacta la presencia de Beatriz. "No has cambiado", le dice ella, todavía de pie, "haces igual que cuando vivíamos juntos. Cierras los ojos y respiras como si estuvieras durmiendo para que yo no te hable. Entonces me callaba y procuraba dormir, pero ya no tengo veinticinco años. No hace falta que sigas con los ojos cerrados. No voy a pedirte cuentas". Busca mi cara en la oscuridad, me toca el pelo, los labios, con esas manos de terminante dulzura que reconocen mi piel como si no hubieran pasado más de diez años desde que me tocaron por última vez, como si fuera abril de 1937 y yo acabara de romper la carta en que Manuel y Mariana me invitaban o nos invitaban a su boda, en Mágina, veinte días después. Oigo los muelles de la cama y percibo junto a mí el peso de su cuerpo, sus caderas, ahora anchas y graves, ese perfume inédito y el roce de la blusa de seda sobre su piel y de las medias que ella retira y pliega sobre los muslos, en las rodillas, como rasgando la seda, el cuerpo largo y blanco que todavía no he mirado y tiembla al adherirse al mío, al levantarse sobre mí, el pelo rubio y desplegado sobre los hombros desnudos, el vientre agrio y tenaz y los muslos abiertos que me apresan la cintura mientras me revuelvo y alzo los ojos para mirarla y los suyos se cierran en un gesto de obstinado dolor. Desciende ahora, y el pelo se le desborda sobre la frente y le tapa los labios, me aparta las manos que le envolvían sin emoción el desasosiego de los pechos y se retira y desciende hasta morderme el cuello, hasta hundirse en mis ingles a medida que arranca la pana áspera del pantalón y toma entre los dedos y sacude y exige lo que buscaba, lo que crece y se afirma en sus labios tan lejos de mí como la frialdad de la luna y bruscamente se derrama en un mediocre estertor tras el que no hay nada, ni siquiera la ávida desesperación con que ella lame y apura y se levanta el pelo, limpiándose la boca, sin mirarme, mirando la ventana abierta o la cal de la pared tras los barrotes de la cama. Qué iba a decirle yo, qué mentira, qué caricia iba a intentar cuando cayó a mi lado y se quedó palpitando, cuando estiró una sábana para taparse los muslos y hundió la cara en la almohada como en la sucia materia de la soledad y el silencio, como buscando en ella mientras la mordía un arma contra el llanto. Era la misma oscuridad y el mismo silencio lentísimo entre nosotros, envenenado de culpa y de involuntaria y minuciosa crueldad y de palabras no dichas, la abdicación en el insomnio, el suplicio de los dos cuerpos anudados entre las mismas sábanas y de las dos conciencias tan secretamente divididas como si pertenecieran a otra mujer y a otro hombre que no se hubieran encontrado nunca, que intentaran imposiblemente dormir a la misma hora en dos hoteles de los confines del mundo. La miré vestirse desde mi rincón de fría vergüenza y penumbra igual que había presenciado sus caricias, y cuando se ajustó las medias y se bajó la falda volvió hacia mí la cara alumbrada por la brasa de su cigarrillo y ya no parecía la misma mujer que unos minutos antes temblaba humillada y desnuda contra mi cuerpo, como si al vestirse hubiera recobrado su orgullo y la serena posibilidad del desprecio. Fue entonces y no a la noche siguiente cuando se despidió de mí. ¿Sabe lo que me dijo? ¿Sabe lo que había estado diez años esperando para decirme? "Lo único que no he aceptado nunca es que me dejaras por una mujer que valía menos que cualquiera de nosotros dos." Exactamente eso" me dijo, y lo peor de todo es que probablemente tenía razón, porque Beatriz no se equivocaba nunca. Ella era la lucidez del mismo modo que Mariana había sido el simulacro del misterio, pero en aquellos años en que la conocí y me enamoré de ella, le hablo de Mariana, yo era como usted, yo prefería el misterio aunque fuese al precio de la mentira, y pensaba que la literatura no servía para iluminar la parte oscura de las cosas, sino para suplantarlas. Tal vez por eso nunca supe escribir ni una sola de las páginas que imaginaba y necesitaba con la misma urgencia con que se exige el aire. ¿No ha leído mis verdaderos escritos de aquellos años en la biblioteca de Manuel? Yo era siempre el emblema exacto y un poco tardío de cualquier manifiesto que se publicara en Madrid, incluso hice uno, el año veintinueve o treinta, con Orlando y Buñuel, sólo que no llegó a publicarse. Se llamaba el manifiesto abista, porque queríamos derribar el engaño del surrealismo y proclamábamos una cosa a la que dimos el nombre de Abismo. "El límite", decía Orlando, borracho, mientras escribía sobre una servilleta del café, "el vértigo, la ceguera, el suicidio desde el trigésimo séptimo piso de un rascacielos de New York", pero cuando Buñuel, que nos iba a colocar nuestro manifiesto en La Gaceta Literaria, se enteró de que Orlando prefería los hombres a las mujeres, me escribió una carta advirtiéndome de lo que él llamaba la perfidia de los maricones y no quiso saber nada más del Abismo. Fui el más radical de todos los surrealistas, pero no lo supo casi nadie, publiqué en la Revista de Occidente un cuento que se llamaba "El aviador desaforado" y antes de que apareciera aquel número estuve seguro de que por fin iba a alcanzar la fama, pero cuando salió a la calle fue como si todo el mundo hubiera dejado de leer al mismo tiempo la Revista de Occidente. La llevaba bajo el brazo a todos los cafés y nadie me decía nada, como si mi cuento y yo nos hubiéramos vuelto invisibles. Pero yo no era peor que cualquiera de los otros: era exactamente igual a ellos, soluble en lo que escribían o decían, más pudoroso tal vez, o más cobarde, o más pobre, o más infortunado, porque seguía escribiendo y ya publicaba crónicas en El Sol y me pedían versos para las revistas de provincias, y cuando Alberti y María Teresa León fundaron Octubre me pidieron que escribiese de cine, pero la invisibilidad era como un atributo de mi entrega a la literatura, como un aviso a mi orgullo de que estaba escribiendo en el aire y de que no sería nada hasta que no me encerrase a cal y canto para emprender un libro del que sólo sabía que iba a ser deslumbrante y único y tan necesario como esos libros del pasado sin los que uno ya no puede imaginarse el mundo. Pero siempre era preciso hacer un artículo para seguir viviendo o simplemente para ver mi nombre en las páginas de una revista, siempre había que acudir a un mitin o a una reunión de algo y postergar ineludiblemente para mañana o para dentro de diez días el inicio de la verdadera literatura y de la verdadera vida, y de pronto estábamos en la guerra y ya no quedaba tiempo ni justificación moral para otra cosa que no fuera la fabricación metódica de romances contra el fascismo y de piezas de teatro que algunas veces vi representar por los frentes con una sensación de vergüenza y de fraude tan intensa y tan inconfesable entonces como la que me producía verme vestido con un mono azul entre los milicianos, entre aquellos hombres que seguirían allí cuando nosotros nos marcháramos otra vez a Madrid, con nuestras camionetas y altavoces y nuestros uniformes de fingir que también nosotros combatíamos en la guerra, que la verdad y la inmediata victoria eran tan indudables como el brío de nuestros versos o de los himnos que cantábamos al final levantando el puño desde la tarima. Pero tal vez la impostura y el error no estaban en los otros, sino dentro de mí, en esa parte de mí que no podía creer ni aceptar del todo cualquier cosa que fuera demasiado evidente, que exigiera fe y generosidad y ojos cerrados. Aquella noche, antes de irse, Beatriz me dijo que yo no había creído nunca ni en la República ni en el comunismo, que no había traicionado nada porque nunca hubo nada a lo que yo fuera leal, que si en el verano del 37 me alisté de soldado en el ejército dejando mi cargo en el Ministerio de Propaganda no fue para combatir con las armas a los fascistas, sino para buscar la muerte que no me atrevía a darme a mí mismo. Ella sí creía, como Manuel, que se ha muerto esperando la proclamación de la tercera República. Ella tenía una clarividencia inflexible y había trazado sobre todas las cosas una línea tan firme como su integridad moral. De un lado su amor por mí y su lealtad al Partido Comunista. Del otro, el resto del mundo. No piense que me burlo de ellos: me he pasado la vida admirando su fe y sabiendo que era su bondad lo que me hacía culpable. Hasta Orlando era capaz de certezas que a mí no me conmovían, aunque a veces lo secundara en ellas, igual que me emborrachaba con él y admiraba sus oráculos sobre la pintura y volvía luego de madrugada a mi casa pensando, apenas me quedaba solo, cuando el aire helado me devolvía la distancia hacia sus palabras y mis propios actos, que aquella noche, como todas, había perdido absurdamente el tiempo. Orlando creía como un artículo de fe que el genio era inseparable del cultivo sistemático de cualquier exceso. Para consolarse de no haber sido Rimbaud a los dieciséis años, cuando iba a misa diariamente y todavía no se llamaba Orlando, quiso ser Verlaine, Van Gogh, Gauguin, el salvaje, el maldito, el macho cabrío, el vidente. Pero cuando pintaba borracho sólo le salían cuadros mediocres, y el gran amor de su vida, el fruto de esa audacia que según él yo no tendría nunca si no bajaba a los infiernos, fue un jovenzuelo zafio que lo dejó muerto de desesperación al marcharse con otro que probablemente le pagaba más que él. Lo vi casi al final de la guerra, cuando volví a Madrid. Estaba muy gordo y tenía los dientes podridos y se reía contándome las trampas que había usado para que lo declarasen inútil cuando movilizaron a su quinta, burlándose de mí, del uniforme que llevaba, como si la guerra y el frío de aquel invierno y la derrota ya inevitable fueran engaños en los que únicamente él no había sido atrapado. "Mi querido Solana, sigues teniendo esa mirada tan seria, ese aire de honradez. El mundo se está derrumbando como las murallas de Jericó, pero tú piensas todavía en escribir un libro. Mírame: estoy cansado, estoy enfermo, soy feliz, me he salvado de la mediocridad, he renunciado a la pintura. La propia muerte es la única obra digna de un artista. Acuérdate de lo que decíamos hace diez o doce años: seguir escribiendo o pintando en la edad del cine es como empeñarse en perfeccionar la diligencia cuando ya existen los aviones de hélice. Hélice, ¿te acuerdas? Esa palabra nos gustaba mucho. Era como el nombre de una diosa ultraísta." Pero yo pude escribir ese libro, piensa usted, y no le importa que fuera dispersado y quemado y que nadie más que yo lo hubiera conocido íntegro. Un libro existe aunque nadie lo lea, la perfección de una estatua o de un cuadro perdura cuando se han apagado las luces y no queda nadie en el museo, y un torso de mármol descabezado restituye al mundo la belleza intocada de una Afrodita que permaneció bajo tierra durante dos mil años. Pero ese libro que usted buscó y ha creído encontrar no fue escrito nunca, o lo ha escrito usted, desde que vino a Mágina, desde aquella noche en que Inés le oyó preguntar por Jacinto Solana hasta esta misma tarde. Ahora mismo su desengaño y su asombro siguen escribiendo lo que yo no escribí, segregan páginas no escritas. ¿Conoce usted la imposibilidad de escribir? No la torpeza, ni la lentitud, ni las horas perdidas en busca de una sola palabra que acaso está oculta bajo las otras, bajo esa fisura blanca en el papel, bajo otra palabra que la suplanta o la niega y que es preciso borrar para escribir en su espacio la palabra verdadera, la necesaria, la única. No el desvelo en busca de un adjetivo adecuado, o de un ritmo que sea a un tiempo más fluido y secreto. Le hablo de una interminable parálisis que se parece a la del herido que al cabo de mucho tiempo de inmovilidad quiere volver a usar sus manos o sus piernas y no acierta a ordenar los pasos ni a juntar los dedos con la precisión necesaria para tomar un lápiz o llevarse una cuchara a la boca. ¿No ha soñado que quiere correr y que se hunde en la tierra y que abre la boca para hablar y no encuentra el aire ni sabe curvar los labios de modo que formen una sola palabra? Nunca fue fácil para mí escribir, o acaso únicamente hasta los diecisiete o dieciocho años, antes de irme a Madrid, cuando escribía tocado por la desesperación y la inocencia, en un estado como de gracia automática que me sucedía en cuanto tocaba la pluma y el papel, sin mediación de nada ni de nadie. Ni la amistad ni la rabia contra mi destino ni el tedio y la humillación del trabajo me importaron nunca, porque yo no les permitía que vulnerasen mi vida. Fue después cuando me envilecí, pero esa parte de la historia no importa. Le bastará saber que hasta la madrugada del 6 de junio de 1947 yo fui un borrador malogrado de todo lo que había querido ser a los catorce años, de todos los personajes que inventé para eludir el único al que estaba condenado y de todos los libros que me prestaba Manuel y que yo leía por las noches a escondidas de mi padre. La guerra y la cárcel me sirvieron para aprender que yo no podía ser un héroe y ni siquiera una víctima resignada a su desgracia. Pero en los seis meses que pasé encerrado en casa de Manuel y en " La Isla de Cuba" descubrí que tampoco era un escritor. Miraba la máquina recién engrasada, aquella Underwood reluciente que compró Manuel para que yo escribiera, las hojas apiladas y en blanco, la estilográfica, el tintero, la mesa sólida y limpia frente a las ventanas circulares, y todas esas cosas que él había reunido allí como si hubiera adivinado minuciosamente que el más antiguo de mis deseos eran para mis manos los instrumentos de una ciencia desconocida. Tocaba la máquina, ponía en el rodillo una hoja de papel y me la quedaba mirando hipnotizado por su espacio vacío. Cargaba la pluma y escribía mi nombre o el título de mi libro y ya no había palabras que fluyeran de ella. El acto de escribir era tan necesario e imposible como la respiración para un hombre que se ahoga. Sólo fumaba, mirando el rectángulo de papel o la plaza y los tejados de Mágina, sólo fumaba y bebía y me quedaba inmóvil interminablemente, con la historia que no podía escribir agobiándome entera e intacta en mi imaginación como un tesoro junto al que yo me muriera de impotencia y de hambre. Algunas veces, impulsado por el alcohol, escribía durante toda una noche, pensando que al fin se había quebrado el maleficio, sabiendo, a medida que escribía, que ese fervor era falso, que cuando a la mañana siguiente me despertara renegaría de lo escrito como del recuerdo de una borrachera turbia. Uno no siempre es responsable de los primeros episodios de su fracaso, pero sí de la arquitectura del último círculo del infierno. En lugar de rendirme y de huir del libro y de aquella casa y de Mágina yo persistí en el suplicio hasta convertirlo en hábito de una degradación que ni siquiera tenía la generosidad o la disculpa de la locura. Ayer, cuando usted e Inés bajaron a " La Isla de Cuba", Frasco les contó que los guardias civiles habían quemado todos mis papeles. Pero la mayor parte de esas cuartillas quemadas estaban sin escribir, y fui yo quien les prendió fuego unos minutos antes de que llegaran los civiles. Mientras quemaba todos los borradores y todas las cuartillas en blanco para negarme la posibilidad de seguir fingiendo ante mí mismo que escribía un libro era como si Beatriz todavía estuvie