Debo imaginarlo ahora, en su sillón de cuero, en ese lugar preciso de la biblioteca donde dijo Inés que se había sentado frente a Minaya, las manos juntas, el cigarrillo olvidado en el cenicero, todos los años perdidos escritos en su rostro y en su pelo que había sido rubio y que le daba, con los ojos azules, con sus modales de otro país y otro tiempo, un aire extranjero agravado por su timidez y su lealtad. Como una prolongación en la memoria de las palabras que había dicho al cabo de una infinita tregua de silencio, Manuel miró el retrato a lápiz de Mariana y repitió para sí mismo la fecha y el nombre escritos en el margen, pero cuando se levantó no fue para descolgar el dibujo y mostrar a su sobrino las palabras que Solana escribió en el reverso, sino que tomó de la repisa de la chimenea la foto que les hicieron el mismo día en que se supo la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero y se la tendió a Minaya. Míranos, pudo decir, sonriendo a la proximidad de la guerra y la muerte, contemplando con los ojos abiertos el sucio porvenir que nos estaba reservado, la vergüenza, el entusiasmo inútil, el milagro de una mano que por primera vez se posaba en mi brazo.
– Era verdad lo que te contaba tu padre. Fue Solana quien me presentó a mi mujer. Diez o quince minutos antes de que nos tomaran esa foto, el diecisiete de febrero de 1936.
Tenía un cuaderno donde apuntaba las fechas, dijo Inés, los lugares, los nombres, una libreta guardada en el primer cajón de su escritorio en la que al principio no escribió nada, como si sólo fuera una parte de su minuciosa simulación, únicamente, sobre la tapa, la fecha de su llegada a la ciudad, treinta de enero, miércoles, y en la primera página, en medio del espacio vacío, el nombre solo, Jacinto Solana, 1904-1947, como una inscripción funeral, como el título de un libro todavía en blanco, destinado acaso a no escribirse nunca, a no ser sino un volumen de ordenadas páginas sin una sola palabra ni otras señales que las de su cuadrícula azul. Empezó luego a anotar fechas y nombres, de noche, cuando se retiraba, como si trazara el borrador de una biografía futura que postergara siempre su desidia, los nombres de todos los habitantes de la casa y los títulos de las revistas que había consultado por la tarde en la biblioteca, cuando se quedaba solo y enrojecía si Inés entraba para preguntarle algo, para ofrecerle, porque se lo había ordenado Manuel, una taza de té o una copa. Escuchaba siempre, muy silencioso, solícito, y se quedaba hasta muy tarde conversando con Utrera, con Manuel, con Medina, el médico, y procuraba, con breves preguntas, con silencios que contenían las preguntas que él no siempre se arriesgaba a hacer, que la conversación gravitara sobre Jacinto Solana, sobre su perfilada sombra, huidiza y lacónica como su mirada en las fotografías, como las dedicatorias para Mariana o para Manuel que había en algunos libros de la biblioteca, en algunas postales enviadas desde París en 1930, desde Moscú, en 1935, en diciembre.
Escribe en su dormitorio, dijo Inés mientras se desnudaba, bajándose primero los leotardos azules, deslumbrando con sus muslos blancos la media penumbra de la habitación, con sus pies blancos, de talones rosados y ateridos, y después de quitarse la falda entró en la cama y se sentó en ella, cubriéndose hasta la cintura, los pies tan fríos en lo más hondo de las sábanas, y luego, al despojarse del jersey de lana roja, desapareció su cabeza por un instante y volvió a surgir, hermosa y despeinada, para hundirse del todo, hasta la barbilla, tiritando inmóvil, sacando una mano del embozo para arrojar al suelo el sujetador y la camisa, ya desnuda, adherida, adelantando las rodillas, los muslos, con los ojos cerrados, como a tientas, la piel tibia y luego cálida, los leves pechos, el roce de los pezones duros por el frío y luego tenues otra vez y rosados y dóciles a la caricia o al mordisco lento que indagaba, todavía sin el auxilio de la mirada, para que así, cuando se abrieran los ojos, estuviera ella, Inés, recuperada y próxima, intacta, quebrándose en el abrazo, combando su largo cuerpo tendido en el recinto ciego de las sábanas que era preciso apartar para mirarla entera, el pubis breve y liso entre los muslos cerrados, las caderas angulosas y alzadas, y cuando la mano descendía hasta percibir en las yemas de los dedos la recta y húmeda hendidura, el tacto, como una contraseña, avisaba del tránsito hacia la celebración de los olores, hondo vientre salado y delicado aliento y boca que a veces se cerraba rosa y húmeda y una sonrisa de finos labios apretados que era la candida sonrisa sabia de la felicidad y la tregua.
– Pero se calla cuando yo entro y me mira mucho, casi nunca a los ojos, me mira cuando le doy la espalda, pero yo lo veo mirarme en los espejos -dijo, riendo sólo con los labios, segura de su cuerpo, agradecida a él de un modo que ya excluía la adolescencia y el azar. Había preparado para Minaya la habitación situada a la izquierda del gabinete, simétrica al dormitorio vacío de Manuel y Mariana, y la primera noche, cuando él bajó a la biblioteca después de bañarse, Inés examinó su maleta y sus libros y los papeles que había guardado en el escritorio y al abrir el armario confirmó su sospecha de que el recién llegado no tenía otro traje que el que llevaba puesto. Anduvo luego por el patio, rondando la puerta entornada de la biblioteca, haciendo como que limpiaba los cuadros o los azulejos, pero entonces apareció Utrera, que volvía del café, y empezó a preguntarle cosas sobre Minaya con su tarda voz de borracho, cómo era, a qué hora había llegado, dónde estaba, rozándole el cuerpo en una asedio como casual o cobarde, tan cerca que ella podía oler su aliento corrompido de tabaco y coñac. Utrera, que no entró en la biblioteca porque era incapaz de caminar derecho y le temblaban las manos, la miró por última vez, no al rostro, sino a las caderas y al vientre, y se perdió luego en los fondos de la casa, sin duda para encerrarse en el cocherón donde tenía su estudio, o lo que él llamaba así, porque en los años que llevaba Inés al servicio de Manuel, el viejo no había hecho otra cosa que tallar un San Antonio para la iglesia de un pueblo y repetir hasta el hastío una serie de figuras de apariencia romántica que vendía con regularidad a una tienda de muebles.
«Puedes quedarte aquí todo el tiempo que desees, incluso cuando hayas terminado ese libro», oyó decir a Manuel, y se apartó de la puerta de la biblioteca, porque la voz había sonado muy cercana a ella. Lo vio salir, cabizbajo y más ausente de lo que solía, y le extrañó que no le pidiera su sombrero y su abrigo, como todas las noches, para ir a dar el largo paseo por los miradores de la muralla que le había prescrito Medina. «Inés», le dijo, volviéndose desde la escalera, «mira a ver si nuestro invitado necesita algo», pero ella no llegó a hacerle caso, pues Teresa vino entonces de la cocina y le pidió que le ayudara a preparar la cena de doña Elvira -Amalia, la otra criada, inerte y casi perdida en la ceguera, les daba vagas órdenes sentada junto al fogón-. Un caldo, un plato de verdura hervida y una copa de agua que ella misma, Inés, solía subir a las habitaciones de la señora, cumpliendo así la parte más ingrata de su oficio, porque doña Elvira le daba miedo, como algunas monjas del internado donde pasó su infancia, y la miraba igual. Pasaba los días examinando con una lupa libros de contabilidad o revistas de modas del tiempo de su juventud y siempre tenía encendido el televisor, incluso cuando tocaba el piano, y no lo miraba nunca. Calculo que tendrá ya casi noventa años, pero dice Inés que no hay en sus pupilas ni un solo signo de decrepitud. Usa un vestido negro con el cuello y los puños de encaje, y lleva el pelo corto y peinado en ondas, a la moda de 1930. Esta tarde, por primera vez en veintidós años, ha salido de sus habitaciones y de su casa para subir al cementerio y presenciar sin llanto, con un rígido ademán de dolor muy semejante al de ciertas estatuas fúnebres, el entierro de su hijo.
– La cena, señora -dijo Inés.
– ¿Ha venido ya el hijo de mi sobrino, Minaya?
– Llegó a las seis, señora. Ahora está en la biblioteca.
– ¿Cómo es?
– Alto, señora, y parece algo callado.
– ¿Es guapo?
– No me he fijado en él.
– Mentira. Es guapo. Te lo noto. Y bien que te has fijado. ¿Va a quedarse mucho tiempo?
– Parece que unas dos semanas.
– Eso habrá que verlo. Engañará a mi hijo, como ese Utrera que todavía dice que es escultor, y se quedará aquí hasta que se canse de vivir a costa nuestra. Será un sablista, como lo fue su padre.
Cuando volvió a bajar, con la bandeja intacta, vio que estaba encendida la luz en el gabinete, y siguiendo su costumbre de espiarlo todo -no era la curiosidad, sino un instinto de sus grandes ojos siempre abiertos, de su cuerpo educado para el sigilo, como los ojos y el cuerpo de un animal nocturno- pudo ver a Manuel sin que él la descubriera, prendido en la mirada muerta de Mariana y encerrándose luego en el dormitorio nupcial con una llave que sólo él poseía, y supo entonces que aquel regreso a una costumbre perdida era la primera consecuencia de la llegada del forastero y de la conversación en la biblioteca. Desconfiaba de Minaya como de un afable invasor, y con la misma atención con que había registrado su maleta y sus libros y olido el rastro de su cuerpo en el cuarto de baño y en las toallas húmedas lo estudió a él más tarde, en la biblioteca, complaciéndose en su desasosiego cuando lo miraba directamente a los ojos, cuando lo rozaba al inclinarse junto a él para llenar su copa durante la cena, en el comedor, o sorprendía en un espejo su mirada de interrogación, de anunciado deseo. Silenciosa y hostil, advirtiendo el peligro, entró en la biblioteca para ver más de cerca a Minaya, ahora que estaba solo. Recordarían después que aquella fue la primera vez que se hablaron, y que Minaya se puso en pie al verla y no supo qué decirle cuando Inés le preguntó si quería algo, parada en el umbral, indescifrable y sumisa, con su pelo castaño recogido en una cola de caballo y sus hermosas manos de muchacha maltratadas por el agua turbia de los fregaderos. Tenía dieciocho años recién cumplidos y con su sola presencia sabía establecer una distancia invisible entre ella misma y las cosas que la rozaban sin tocarla nunca, entre su cuerpo y las miradas que lo deseaban y el trabajo oscuro y agotador que ejercía en la casa. Fregaba los suelos y tendía las camas y pasaba horas enteras doblegada junto a un cubo de agua sucia para limpiar las losas del patio, y cinco veces al día llevaba la comida o el té a doña Elvira sosteniendo la bandeja de plata con la misma elegancia absorta de esas figuras de santas de los cuadros antiguos que llevan ante sí los emblemas de su martirio, pero ella y su cuerpo se mantenían a salvo, y cada noche, hacia las once, desde el balcón de su dormitorio, Minaya la veía salir a la plaza con su abrigo demasiado corto y sus zapatos sin tacón, altiva y súbitamente libre y alejándose hacia otro lugar y otra vida que ni él ni nadie conocían, del mismo modo que nadie, ni siquiera él, podía averiguar su pensamiento ni precisar su pasado antes del día en que llegó a la casa recomendada por las monjas del orfelinato donde había vivido hasta los doce o los trece años. Hacia otra vida se marchaba todas las noches, hacia un cuarto de alquiler en una casa de vecinos que estaba en la plaza donde se levanta el monumento a los Caídos que esculpió Utrera. Pero al principio, aquella tarde, en la biblioteca, antes del deseo y de la voluntad de saber, Minaya sólo fue conmovido por la gratitud y el miedo de la belleza y su habitual predilección por las muchachas muy delgadas.