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– Un poco flaca todavía, pero espere a verla dentro de un par de años -dijo Utrera, examinándolo sin pudor desde el otro lado de la mesa con sus pequeños ojos húmedos, vivos como puntas de luz entre las arrugas de los párpados. Al dar las nueve, Minaya había entrado en el comedor vacío y demasiado grande, creyendo que el cubierto situado frente al suyo era el de su tío, pero al cabo de unos minutos de soledad y espera no fue Manuel quien entró, sino un viejo menudo y locuaz que olía ligeramente a alcohol y llevaba un clavel blanco en el ojal de la solapa. Todo en él, salvo las manos, era pequeño y concertado, y su calva impecable parecía un atributo de su pulcritud, como el brillo de la dentadura y la corbata de lazo que culminaba su camisa.

– Como es muy posible que Manuel no cene con nosotros -dijo, tenso y excesivo- me temo que deberé presentarme yo mismo. Eugenio Utrera, escultor y huésped indigno de esta casa, si bien he de advertirle que muy en contra de mi voluntad me hallo a un paso de la jubilación. Usted es el joven Minaya, ¿me equivoco? Teníamos verdaderos deseos de conocerlo. Su padre fue buen amigo mío. ¿No se lo dijo nunca? En cierta ocasión estuvimos a punto de organizar entre los dos un negocio de antigüedades. Pero siéntese, por favor, y hagamos juntos los honores a estos manjares que nos trae la bella Inés. Tengo entendido que piensa escribir un libro sobre Jacinto Solana. Empeño difícil, me imagino, pero también interesante.

Hablaba muy rápido, adelantando el cuerpo para estar más cerca de Minaya, con una sonrisa ávida de respuestas que no llegaba a esperar, y al sorber la sopa el aire le silbaba entre la dentadura postiza, que a veces, al ajustarse, emitía un sonido como de huesos que chocaran entre sí. Tenía las manos grandes y romas, que parecían de otro hombre, y en el anular izquierdo llevaba una piedra verde, tan excesiva como su sonrisa, testimonio, igual que ella, del tiempo en que alcanzó y perdió su breve gloria. Sonreía y hablaba como sostenido por el mismo resorte a punto de romperse que mantenía en pie su figura de galán anacrónico, y sólo sus ojos y sus manos no participaban en el fuego fatuo de la gesticulación, pues no podía esconder la fiebre de sus pupilas afiladas cada mañana y cada noche en los espejos de la vejez y el fracaso ni la ruina de sus manos inútiles que en otro tiempo esculpieron el mármol y el granito de las estatuas oficiales y modelaron el barro y ahora yacían y lentamente se embotaban en una inmovilidad acuciada por la artrosis. Detrás de sus palabras y del humo de los cigarrillos, sus ojos, no velados por la vanidad ni la mentira, escrutaban a Minaya o perseguían a Inés con devoción de viejo verde, y cuando ella se inclinaba para servirle algo o retirar el mantel, Utrera guardaba silencio y le miraba de soslayo el escote, irguiéndose un poco, muy grave, con el tenedor en la mano, con la servilleta pulcramente prendida al cuello de su camisa. -Vive con un tío suyo, que está enfermo, me parece que inválido, tiene algo en las piernas o en la columna vertebral. De vez en cuando debe sufrir alguna clase de recaída, porque Inés deja de venir o se va a media tarde, sin explicar nada, ya se habrá dado usted cuenta de que no habla mucho.

Comía despacio, como si oficiara, cortando la carne en trozos muy pequeños y bebiendo el vino a sorbos como de pájaro, hospitalario, atento siempre a que la copa de Minaya no quedara vacía, recordando o inventando una antigua amistad con su padre, en aquellos tiempos, decía, tan denostados ahora, tan prósperos para él, que era alguien en la ciudad, en España, un escultor de prestigio, como tal vez le hubiera contado su padre a Minaya, como indudablemente comprobaría si visitaba una mañana su estudio para mirar los álbumes de recortes de prensa donde se reproducía su foto y su nombre y se afirmaba que él, Eugenio Utrera, estaba destinado a ser, como escribió Blanco y Negro, un segundo Mariano Benlliure, un Martínez Montañés de los nuevos tiempos, y no sólo en Mágina, donde había vuelto a tallar para las cofradías de Semana Santa todos los pasos de procesión que fueron quemados durante la guerra, sino en toda la provincia, en Andalucía, en las lejanas plazas de ciudades nunca visitadas por él donde los monumentos a los Caídos llevaban su firma escrita en cultas mayúsculas latinas, EVGENTO VTRERA, escultor. Bebía ya sin disimulo los restos de la botella que Inés, atendiendo a una discreta indicación suya, no había retirado al limpiar la mesa, y se miraba las manos recordando con gastada melancolía los años irrepetibles en que llegaban a su taller presidentes de cofradías y jefes locales del Movimiento para encargarle vírgenes barrocas y estatuas de héroes caídos, sobrios bustos de Franco, ángeles de granito con espadas. Había que ocupar el espacio vacío de los retablos saqueados y rehacer los tronos de Semana Santa fenecidos en las hogueras que durante aquel verano de locura se encendieron en todas las plazas de Mágina, dejando con sus llamas altísimas rastros de hollín que todavía pueden verse, dijo, en las fachadas de algunas iglesias abandonadas desde entonces, cerradas al culto, como esa de ahí enfrente, la de San Pedro, convertidas a veces en almacenes o garajes. Durante los años que siguieron a la guerra, el taller de Utrera hirvió, como un bosque animado, de vírgenes atravesadas por puñales, de cristos con la cruz al hombro, crucificados, expirantes, azotados por sayones en los que Utrera retrataba sin el menor escrúpulo a sus enemigos, de cristos resucitados y ascendiendo inmóviles sobre nubes de purpurina azul. En 1954, recordó, el primero de abril, el ministro de la Gobernación vino a Mágina para inaugurar el monumento a los Caídos. En medio de los setos, entre los cipreses recién plantados, un monolito, una cruz y un altar de piedra, un gran bloque de imprecisas aristas cubierto por una gran bandera nacional. Él no era un político, sino un artista, explicó, pero no podía recordar sin orgullo el instante en que el ministro tiró del cordel haciendo que cayera a un lado el lienzo rojo y amarillo y descubriendo entre los aplausos y los himnos un Ángel de altas alas y dura melena al viento que abrigaba el cuerpo del Caído y recogía su espada, alzándolo entre sus musculados brazos como a ese Cristo muerto de Caravaggio que tal vez conocía Minaya.

– Ahora entro en el taller y me parece mentira que todo eso haya ocurrido. Me dieron una medalla y un diploma, y el ABC sacó mi foto en las páginas de huecograbado. Debí irme de Mágina entonces, cuando todavía estaba a tiempo, igual que hizo su padre de usted. Aquí estamos aislados de todo. Nos volvemos estatuas. Él, que estuvo en París, que vio en Roma los mármoles de Miguel Ángel y Bernini, que fue alguien y sucumbió a la conspiración de la envidia, de ambiguos enemigos instalados en Madrid, dijo, víctima ahora, melancólico artista vencido por la ingratitud del mundo. El monumento a los Caídos de Mágina fue su último encargo oficial, y desde el año cincuenta y nueve no había vuelto a tallar ni una sola imagen de Semana Santa. «Y no es que haya cambiado el gusto», decía a quien quisiera oírle, sentado en el diván de un café umbrío donde pasaba las tardes ante una copa de coñac y un vaso de agua, «es que se ha depravado, esos cristos como de plástico, esas vírgenes alargadas y con cara de niñas que parecen cosa protestante, o cubista». Con la primera luz del día bajaba al taller inmenso, que fue primero caballeriza, cuando se construyó la casa, y luego cochera donde el padre de Manuel guardaba los trofeos de su insensata pasión por los automóviles, y en él pasaba la mañana, sin hacer nada, trazando acaso los bocetos de estatuas que ya eran imposibles, tallando santos románicos, módicas falsificaciones sin porvenir, mirando el vasto espacio vacío.

– Llegué a Mágina el cinco de julio del treinta y seis. Había pasado un mes en Francia y en Italia, y antes de volver a Granada se me ocurrió visitar a Manuel. Nos habíamos conocido cuando él estudiaba Derecho, y nos seguimos escribiendo desde que volvió a Mágina, al morir su padre. Estuve aquí algo más de una semana, y cuando ya me iba, cuando me estaba despidiendo de Manuel y de su madre, salió Amalia de la cocina y nos dijo que había oído en la radio que la guarnición de Granada estaba de parte de los rebeldes. Cómo te vas a ir ahora, me dijo Manuel, espera un poco, a ver si se aclara la situación. Así que vine a pasar unos días y me he quedado treinta y tres años.

También en 1939 estuvo a punto de marcharse, pero ya no tenía a donde ir, porque su madre había muerto durante la guerra, o al menos eso fue lo que le dijo a Manuel para justificar su permanencia en la ciudad y en la casa. También hizo entonces su maleta y consultó los horarios de los trenes que pasaban por Mágina, pero esta vez, él, que durante tres años había deseado el triunfo de los que vencieron, se supo probablemente contaminado no por la derrota de la República o de Manuel, que muy pronto sería arrancado de su lecho de enfermo para prolongar su agonía durante seis meses en la cárcel de Mágina, sino de un porvenir, el suyo, el que había imaginado en Roma y en París y en las tertulias granadinas de su juventud, definitivamente trastornado o roto en la agria primavera de 1939, borrado, como su derecho a la dignidad y la pericia de sus manos, por tres años de una espera y un silencio menos atroces que la culpa. Con las manos en los bolsillos de su pantalón y el sombrero terciado sobre la cara en un gesto de petulancia que mejoraría años después y que por entonces sólo él era capaz de admirar, andaba por los cafés buscando a alguien que pudiera pagarle una copa o un cigarrillo o pasaba las lentas tardes deambulando por la plaza del general Orduña, como si esperase algo, entre los hombres grises y agrupados que esperaban igual que él, con las manos en los bolsillos y las miradas fijas en el reloj de la torre o en el perfil del general, cuya estatua había sido rescatada del muladar a donde la arrojaron en el verano del treinta y seis y levantada de nuevo en el centro de la plaza sobre un pedestal de alegorías guerreras. Visitaba oficinas, vindicando sin éxito antiguas lealtades muy anteriores a la guerra, iba apurando las horas del hastío y la desesperación hasta que al caer la noche se encendía la luz en el reloj de la torre, y entonces, cuando ya era tarde para volver a la casa y tomar su maleta y subir a la estación antes de que pasara el tren que lo devolvería a una ciudad donde nadie lo esperaba, bajaba despacio por los callejones y se juraba a sí mismo que esa noche tendría el valor de pedirle a Manuel el dinero justo para comprar el billete. Nunca llegó a hacerlo. Seis meses después de que entraran en Mágina las tropas vencedoras, se convocó un concurso público para sustituir la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno, obra apócrifa de Gregorio Fernández, que había sido públicamente profanada y quemada en julio del treinta y seis.

– Nunca, nunca, aunque viviera cien años, podría pagar la deuda que tengo contraída con su tío Manuel, muchacho. Aunque sabía que yo era afecto al Movimiento me permitió vivir en esta casa durante toda la guerra, y luego, cuando gané aquel concurso y conseguí que me encargaran mi primera talla, fue él mismo quien me ofreció la cochera para que instalase en ella mi taller, porque yo no tenía ni para alquilar una cuadra. Es cierto que yo intercedí por él cuando las cosas se le pusieron difíciles, pero eso no basta para pagarle. A su generosidad de entonces le debo todo lo que soy. Porque su más alto orgullo no eran las glorias oficiales ni la medalla o los recortes amarillos que guardaba como reliquias en un cajón de su taller, sino su nunca desmentida lealtad a un amigo, a la costumbre de la gratitud, a aquella casa. Solía hablarle a Minaya de la familia de Manuel como de su propia estirpe, y conocía de memoria los nombres y las dignidades de los caballeros retratados en los cuadros borrosos de la galería y en los álbumes de fotos que sólo él se ocupaba de exhumar en los anaqueles de la biblioteca, mostrándole solemnes antepasados de los que Minaya no había oído hablar nunca, porque el rostro más antiguo que podía reconocer era el de su abuela Cristina.

– Debía usted haber conocido a doña Elvira cuando yo la conocí. Era una dama, amigo mío, tan alta como Manuel, tan elegante, una señora. La muerte de su marido fue un golpe terrible para ella, pero la hubiera superado de no haber sido por las cosas que ocurrieron más tarde. Me parece verla el día en que volvió Manuel del hospital, convaleciente de aquella herida gravísima y dispuesto a casarse con Mariana. Porque, como decía ella, una cosa era que su hijo fuera republicano, y hasta un poco socialista, y otra muy distinta verlo casado con aquella mujer, después de abandonar a su novia de toda la vida. Recuerdo que doña Elvira estaba en pie, en la puerta de la biblioteca, enlutada, y que cuando Mariana le ofreció su mano ella se dio media vuelta y se retiró a sus habitaciones sin decir una sola palabra.

Los ojos muy abiertos, pensó Minaya, firmes los labios y los ojos rasgados y fijos en el agravio como quedarían después, inmóviles, en el tiempo sin horas de la fotografía nupcial, en la persistencia ciega de las cosas que ella miró y tuvo en sus manos y rozó con su cuerpo y del aire donde habitó su perfume. Era el vino, sospechó al levantarse y estrechar de nuevo la mano de Utrera, que se quedó blanda y muerta en la suya mientras el viejo reiteraba el placer de haberlo conocido y le pedía disculpas y lo invitaba a visitar cualquier día su estudio, era el vino y la fatiga del tren y el letargo del baño y todo envuelto o desdibujado por la extrañeza de la casa, pero mientras subía las escaleras y doblaba las esquinas en sombras de la galería tuvo de pronto la certeza física de que Jacinto Solana, el nombre escrito al pie de los versos que guardaba en su habitación, había verdaderamente existido y respirado el mismo aire y pisado las mismas baldosas que ahora él pisaba como en sueños sabiendo que al cabo de unos pasos iba a llegar al gabinete donde estaban esperando desde mucho antes de que él naciera los ojos de Mariana, para mirarlo a él exactamente igual que miraron a Solana y al mundo en 1937. Fumó tendido en la cama, frente a un techo de guirnaldas pintadas que ya no se parecía a ningún recuerdo, y luego, en la exaltación vacía del alcohol y el insomnio, abrió el balcón y siguió fumando con los codos apoyados en la baranda de mármol, frente a las copas de las acacias y los tejados y las torres de Mágina sumergidos en la húmeda oscuridad, en la noche invitadora y temible que recibe siempre a las viajeros en las ciudades extrañas. Oyó la puerta de la calle cerrándose con pesada resonancia, y al cabo de un instante, cuando dieron las once en la plaza del general Orduña, en la biblioteca, en el gabinete, vio a Inés que cruzaba bajo las acacias y se perdía en la boca de sombra de un callejón, con el pelo suelto y un andar más vivo que el que tenía en la casa, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos de un abrigo demasiado corto para la noche cruda de enero.