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Tal vez ahora, en la estación, cuando recuerda y niega y quiere embridarse la voluntad y el deseo para que sólo le ofrezcan ante sí el necesario futuro de la deserción, la partida y el tren y los ojos vengativamente cerrados, querrá percibir la duración del tiempo que ha pasado en Mágina y el orden en que sucedieron las cosas y descubrirá que no sabe o no puede, que no concuerda el tiempo exacto de los calendarios con el de su memoria, que han pasado dos meses y treinta años y varias vidas enteras sin que él pueda asignarles vínculos de sucesión o de causa. Ahora recuerda y se asombra de la rapidez con que la casa adquirió sus actos de recién llegado para convertirlos en costumbres, y no sabe precisar el día en que por primera vez deseó a Inés ni cuándo fue atrapado irremediablemente por la biografía de Jacinto Solana, aun antes de encontrar sus manuscritos escondidos y de visitar «La Isla de Cuba» y el paisaje donde lo mataron y la plaza donde nació y vivió hasta los veinte años. No recuerda fechas, sino sensaciones tan largamente moduladas como pasajes musicales, tranquilos hábitos sostenidos en el desasosiego de esperar a Inés o de internarse después de la medianoche en habitaciones donde buscaba señales y manuscritos temiendo que lo sorprendieran.

Fuera de la casa, de ese presente en el que se había instalado como quien cierra por dentro una habitación para sentarse sosegadamente junto al fuego y no siente el frío ni escucha la lluvia ni las campanadas del reloj, absorto en la lectura de un libro, casi no existía la ciudad, y menos aún Madrid, ni el mediocre pasado. Al llegar la había cruzado sin reconocerla, tras las ventanillas de un taxi, primero los descampados de la estación y la avenida de tilos con las ramas desnudas y levantadas contra un vasto cielo gris que se ceñía como niebla al límite de la llanura donde apuntaban las torres de las iglesias. Pero no era ésa la ciudad que él recordaba y esa luz de invierno no le pertenecía, sino la exaltada luz sobre muros de cal y dinteles de piedra color arena, la que fluía del túnel de sombra de los portales y se remansaba al fondo, como en umbrías lagunas, en los patios emparrados de Mágina, cuando en la primera hora de la mañana una mujer, su madre, abría la puerta y todas las ventanas y barría el empedrado rociándolo luego hasta que subía de él un olor de piedra húmeda y tierra mojada tras la tormenta. Por eso no pudo reconocer la ciudad cuando llegó y tardó tanto en no pisar sus calles como un extranjero, porque Mágina, en las tardes de invierno, se vuelve una ciudad castellana de postigos cerrados y sombríos comercios con mostradores de madera bruñida y maniquíes mustias en los escaparates, ciudad de zaguanes hoscos y plazas demasiado grandes y baldías donde las estatuas soportan solas el invierno y las iglesias parecen altos buques encallados. Era otra luz la suya, dorada, fría y azul, tendiéndose desde los terraplenes de la muralla en un descenso ondulado de huertas y curvadas acequias y pequeñas casas blancas entre los granados, dilatándose en el sur hacia los olivares sin fin y la vega azulada o violeta del Guadalquivir, y ese paisaje era el mismo que luego reconocería en los manuscritos de Jacinto Solana, plano como el mundo de las cartografías antiguas y limitado por el perfil de la sierra tras la que era imposible que existiera nada. También él, Solana, había mirado de niño ese espacio de ilimitada luz y regresado a él para morir, abiertas calles de Mágina que parecía que fuesen a terminar ante el mar y terraplenes como balcones acantilados o altos miradores marítimos desde donde se asomaba a toda la claridad del mundo no violado sino por la codicia de sus pupilas y las fábulas de su imaginación.

– Su padre tenía una huerta -dijo Manuel-. Ahora está abandonada, pero desde el mirador de la muralla se pueden ver la casa y la alberca. Cada tarde, cuando salíamos de la escuela, yo bajaba con él y le ayudaba a cargar la hortaliza en la yegua blanca que tenían, para llevarla al mercado. Después cruzábamos la ciudad montados en la yegua, pero yo me bajaba algunas calles antes de llegar aquí, porque si mi madre descubría que había estado con Solana me castigaba a no salir el domingo. Mi hijo, decía, descargando fruta en el mercado, como un gañán. Mi padre, en cambio, lo miraba con una cierta simpatía, un poco distante siempre, igual que hubiera mirado al hijo de uno de sus capataces que mostrara buena disposición para estudiar, y cuando Solana se fue a Madrid llevaba una carta de recomendación para el director de El Debate escrita por mi padre, que lo conocía de los tiempos en que fue diputado. «Me gusta ese chico», solía decir, cuando mi madre no estaba cerca, «tiene ambición y se le nota en los ojos que sabe lo que quiere y que está dispuesto a todo para conseguirlo». Yo he sospechado siempre que esas palabras no eran un elogio para Solana, sino un reproche contra mí.

Ese era otro de los hábitos que no sabe cuándo comenzó, porque le parece ahora que ha durado muchos meses o toda la vida y que es imposible que Manuel esté muerto y que ya no vuelva a conversar con él cada tarde en la biblioteca, cuando Inés entraba con la bandeja del café y fumaban cigarrillos ingleses de espaldas a la ventana donde se iba amortiguando la luz hasta que sólo los alumbraba la claridad del fuego, interrumpidos a veces por la llegada de Medina, que venía a examinar a Manuel con su maletín de médico y sus recetas inútiles y reprobaba el café y el tabaco y la costumbre absurda de estar siempre conversando sobre los muertos, sobre Jacinto Solana, de quien una vez le dijo a Minaya que no había sido otra cosa que un adúltero tímido, riéndose luego con sus carcajadas de médico libertino, adicto a la higiene y a lo que él llamaba la fisiología del amor.

– No sé si usted se da cuenta, joven, pero su presencia en esta casa está siendo tan benéfica para su tío como los baños de mar. En mi condición de médico me permito rogarle que no se vaya todavía. Miro a Manuel y no lo conozco. En cualquier tarde que pasa con usted habla más de lo que ha hablado conmigo en los últimos veinte años, lo cual tampoco es mucho mérito, porque usted es joven y educado y sabe escuchar, y yo casi nunca logro callarme. ¿Cómo va ese libro suyo sobre Solana?

Dijo Inés que era como si Manuel hubiera vuelto a su propia casa, como si al verla de nuevo advirtiera asombrado y culpable los signos de la decadencia en que la había sumido su abandono. Impuso de nuevo horarios fijos para las comidas, se encargaba cada mañana de consultar las compras del día con Amalia y Teresa e incluso renovó las reservas de vino de la bodega, encontrando en esas ocupaciones olvidadas durante tantos años un placer que a él mismo le sorprendía. Cada mañana, puntualmente, antes de recluirse en el palomar, bajaba a desayunar con su sobrino, y alguna vez las conversaciones de la tarde se prolongaron en lentos paseos por los miradores de la muralla, desde donde Manuel señalaba con su bastón el camino blanco que iba hacia la huerta del padre de Solana, la casa con el tejado hundido, la alberca cegada por la maleza. Un día, como si hubiera adivinado que su hospitalidad se estaba convirtiendo en una deuda para Minaya, le pidió que no se marchara aún, que le ayudara a ordenar los libros de la biblioteca, abandonados durante treinta años a un copioso desorden, ofreciéndole así una justificación no del todo humillante para su permanencia en la casa. No era preciso que abandonara su tesis sobre Solana, le dijo, podía trabajar en ella unas horas al día y dedicarse luego, tal vez por las tardes, a redactar un catálogo de los libros y acaso también de los muebles y los cuadros valiosos que ahora estaban repartidos sin orden por habitaciones y desvanes. «Serás mi bibliotecario» le explicó, sonriendo, como si solicitara un favor que no estaba seguro de obtener, sin atreverse aún a proponerle un salario, temiendo siempre ofender. Ese trabajo, de proporciones que muy pronto se le revelaron desalentadoras, tuvo la virtud de serenar singularmente a Minaya, porque le ofrecía un nuevo plazo de límites tan lejanos que ya no le daba miedo imaginar su partida. Hacia las diez de la mañana entraba en la biblioteca y emprendía el trabajo con una pasión silenciosa y constante, alimentada en igual medida por la soledad y la quietud de los libros y por la luz tensa y dorada que venía desde la plaza donde sonaba siempre el agua ascendiendo más alta que las acacias y derramándose luego sobre el brocal de la fuente. Cuando los ojos se le fatigaban de tanto escribir en las tarjetas del fichero con una letra muy pequeña y voluntariamente minuciosa que le había hecho descubrir los placeres sosegados de la caligrafía, Minaya dejaba la pluma en suspenso y encendía un cigarrillo y se quedaba mirando la celosía blanca de las ventanas, el cuadriculado y breve paisaje de las acacias y los setos por donde pasaba una figura femenina que algunas veces era Inés, regresada de su otra vida, dispuesta a entrar en la biblioteca y a soliviantar con su perfume el sereno olor de los libros, a cuyo cuidado se acogía Minaya para fingir que no la estaba mirando.

Desde más arriba, desde las ventanas circulares del último piso, Jacinto Solana había contemplado la plaza en el invierno de 1947, la noche quieta como un pozo en la que sólo estaba encendida la luz insomne del refugio que Manuel le había preparado y que no le bastó para concluir su libro ni para escapar a la persecución de sus verdugos. La cama de hierro con el somier desnudo, vio Minaya, la mesa junto a la ventana donde estuvo la máquina de escribir, los cajones vacíos que alguna vez contuvieron la pluma y las hojas en blanco o escritas con la misma letra avariciosa y casi indescifrable que trazó en el reverso del retrato de Mariana las palabras veladas y precisas como un augurio de su Invitación. Al otro lado de las ventanas circulares y de los balcones con celosía estaba la misma ciudad que miraron sus ojos y que había permanecido en su memoria como un paraíso vengativo durante los dos últimos años de la guerra y los ocho años que pasó en la cárcel esperando primero la muerte y luego la libertad tan remota que ya no sabía imaginarla. Mágina, detenida y alta en la proa de una colina demasiado lejos del Guadalquivir, tan hermosa como una cualquiera de sus estatuas de mármol, como las cariátides de color de arena, con un pecho desnudo, que sostienen en las fachadas de los palacios los escudos de quienes las legaron a la ciudad como una herencia inútil, inmerecida y pagana. Disuelta en la ciudad, contenida en ella como un delgado caudal que transcurría invisible y casi nunca llegaba a rozar del todo su conciencia, estaba la vida primera de Minaya, pero había una zona de bruma más allá de los territorios finales de su memoria que sin solución de continuidad se iba confundiendo con la de Jacinto Solana. Lo sentía en la casa, igual que llegó a sentir la cercanía de Inés antes de que su oído o sus ojos se la anunciaran, lo adivinaba atento al otro lado de las cosas, presenciándolo todo con la misma indolencia renegada o irónica que había en su mirada la mañana que le hicieron la foto de la biblioteca. Porque estaba en la ciudad y en la casa y en los paisajes de tejados o colinas azules que las circundaban, pero sobre todo en la biblioteca, en las dedicatorias de los libros que enviaba a Manuel desde Madrid y que a veces surgían ante Minaya como una advertencia de que él. Solana, seguía presente allí, no sólo en el recuerdo o en la imaginación de los vivos, sino también en el espacio y la materia que lo habían sobrevivido, tan perdurable y tenue como la huella fosilizada de un animal o de la hoja de un árbol que ya no existen en el mundo.

– Si vieras -dijo Manuel- la expresión de sus ojos cuando entró por primera vez en la biblioteca. Mi madre había ido a pasar unos días en «La Isla de Cuba» y mi padre estaba en Madrid, en el Congreso de los Diputados, y durante una semana la casa entera fue para nosotros. Teníamos once o doce años, y Solana, al entrar en el patio, se quedó muy quieto y callado, como si le diera miedo seguir avanzando. Esto es como una iglesia, me dijo, pero en realidad no era la casa lo que le interesaba, sino el lugar de donde salían los libros que yo le dejaba a escondidas de mi madre, y que él leía con una rapidez que a mí siempre me desconcertó, porque lo hacía de noche y a la luz de una vela, cuando sus padres se acostaban. En su casa había un solo libro. Se llamaba, me acuerdo, Rosa María o la Flor de los amores, un folletín en tres volúmenes que Solana leyó a los diez años y por el que guardó siempre una especie de gratitud. «Qué más quisiera yo que escribir algo parecido a esas dos mil páginas de infortunios» me decía. Entró en la biblioteca como si se internara en la cueva de un tesoro, y no se atrevía a tocar los libros, sólo los miraba, o les pasaba la mano delicadamente, como si acariciara a un animal.