Los labios apretados, la rabia oscura y el odio lúcido y precoz contra la vida que le negaba esa casa y esa biblioteca, la voluntad de rebelarse contra todo y huir de Mágina y de su padre y de las dos hectáreas de tierra y del porvenir en que su padre quería confinarlo. No era el amor a los libros lo que le hizo apretar los puños y emboscarse en el silencio en medio del salón que olía a cuero y a madera barnizada, sino la conciencia de la sucia escasez en que había nacido y de la fatiga animal del trabajo al que se sabía condenado. Los libros, como el brillo opaco de los muebles y las lámparas doradas y la cofia blanca y el delantal almidonado de la mujer que les sirvió el chocolate de la merienda en tazones de porcelana con dibujos de paisajes azules, eran sólo la medida o el signo de su deseo de huir para calcular muy lejos su futura venganza, apetecida y tramada cuando leía en los libros el regreso del conde de Montecristo. Manuel, alarmado por su silencio, le propuso que subiera con él a las habitaciones de arriba, pero en aquel instante Solana se había convertido en un extraño. Subió corriendo, para incitarlo a que lo siguiera, pero desde la baranda de la galería vio que Jacinto Solana estaba mirándose en el espejo del primer rellano, ajeno a él y a su voz y a todo lo que tan ansiosamente deseaba ofrecerle para no perder la amistad que por primera vez sentía en peligro desde que se conocieron. Solana miraba en el espejo su cabeza rapada y sus alpargatas de cáñamo y la chaqueta gris que había sido de su padre, señales de la afrenta contra la que sólo podía defenderse imaginando con obstinado fervor un futuro en el que sería viajero rico y misterioso e implacable con sus enemigos o corresponsal y héroe en una guerra de la que regresaría para humillar a sus pies a todos los que ahora se confabulaban contra su talento y su orgullo. Manuel no vio sus lágrimas ante el espejo ni entendió su silencio, pero medio siglo después recordaba aún con qué hostil resolución Jacinto Solana le había dicho que alguna vez también estarían en esa biblioteca los libros que él iba a escribir.
Beatus Ille, pensó Minaya, qué alta vida y oficio deseó hasta su muerte y no tuvo nunca. No estaban sus libros, pero sí, como arañazos de sombra, sus palabras y sus ojos contemplando obsesivamente desde la repisa de la chimenea el espacio de serena penumbra y volúmenes alineados que no llegó a alcanzar. Tachones o arañazos de su mala letra aparecidos de pronto en los márgenes de una novela que Minaya hojeaba por el solo placer de tocar las páginas y mirar los grabados románticos que a veces las interrumpían. Estaba catalogando los hermosos volúmenes de la primera edición francesa de los Viajes extraordinarios -el padre de Manuel, muy devoto de Verne, debió comprarlos en París hacia principios de siglo- cuando advirtió que faltaba La isla misteriosa. Inútilmente buscó el libro en todos los anaqueles y preguntó a Manuel, que no recordaba haberlo visto. Una mañana, cuando entró en la biblioteca, Inés ya estaba allí, limpiando el polvo de las estanterías y los muebles y renovando las botellas de la licorera. La isla misteriosa estaba sobre la mesa de Minaya.
– Lo he traído yo -dijo Inés-. Anoche terminé de leerlo.
– Pero está en francés -dijo Minaya, y en seguida se arrepintió de haberlo dicho, porque ella dejó a un lado el plumero y se lo quedó mirando con una expresión de burla impasible en sus ojos castaños. -Ya lo sé.
Para eludir su vergüenza, Minaya fingió un súbito interés por el trabajo y no dejó de escribir en las tarjetas del fichero hasta que Inés se marceó de la biblioteca. Así lo dejaría siempre, tantas veces, sumido en el estupor, parado al filo de una revelación que nunca lograba y asediado por el deseo no sólo de su cuerpo, sino sobre todo de lo que su cuerpo y su mirada encubrían, porque en ella las caricias y los sedientos besos y la quietud fatigada y final eran el antifaz y el cebo que la ocultaban a Minaya, de tal modo que cada límite del deseo que traspasaba con ella no era su consumación apaciguadora, sino un impulso para avanzar todavía más hondo y arrancar los velos de silencio o palabras que se imponían inagotablemente Sobre la conciencia de Inés. Pero la sensación de avanzar era del todo ilusoria, pues no se trataba de veladuras sucesivas que alguna vez terminarían en el rostro verdadero y desconocido de Inés, sino de una sola, reiterada, inmóvil, los ojos y la boca y los delgados labios que apretaba para disculparse o sonreír, la voz y el rostro que Minaya nunca lograba fijar perdurablemente en la memoria. Pasó despacio las anchas hojas amarillas de La isla misteriosa y se detuvo en el último grabado: cuando los náufragos acaban de abandonar el Nautilus, huyendo de la erupción que arrasará la isla, el capitán Nemo agoniza solo en el esplendor de su biblioteca sumergida. Había una nota manuscrita al pie del grabado, y a Minaya le costó descifrarla, porque la tinta azul estaba casi desvanecida. «11-3-47. Quién hubiera tenido el coraje de ser el capitán Nemo. Mi nombre es nadie, dice Ulises, y eso lo salva del Cíclope. JS.»
Pero entre él y las palabras escritas por Jacinto Solana, que tenían siempre la cualidad de una voz, estaba ahora Inés, burlándose de su torpeza, y el libro que ella había traído era la prueba de su ironía y su ausencia, pues Minaya se encontraba aún en ese trance en que el deseo, no revelado todavía en su tramposa plenitud, avanza como un enemigo nocturno y hace cómplices suyos a todas las cosas, que ya se convierten en emisarios o signos de la criatura que las ha tocado o a la que pertenecen. El caserón en la plaza de los Caídos, una camisa de Inés en los tendedores del jardín, su abrigo, su pañuelo rosa en el perchero, la cama y el vaso de agua en la mesa de noche de la habitación donde dormía cuando se quedaba en la casa, el sofá de cuero donde la besó por primera vez a principios de marzo, el dibujo de Orlando que cayó al suelo, interrumpiendo la fiebre mutua del abrazo con su estrépito de cristales rotos, cuando ella lo empujó con sus caderas contra la pared y lo besó en la boca con los ojos cerrados. Como si el ruido del cristal lo hubiera despertado de un sueño, Minaya abrió los ojos y vio ante sí los párpados entornados y las aletas ansiosas de la nariz de Inés, que no dejaba de besarlo. Por un momento temió que alguien hubiera entrado en la biblioteca, y se apartó de la muchacha, que aún gimió en una blanda protesta y luego abrió los ojos sonriéndole con sus labios húmedos y encendidos por el beso.
– No te preocupes. Le diré a don Manuel que el dibujo se cayó al suelo cuando lo estaba limpiando.
Al recogerlo, Minaya vio que había algo escrito en el reverso. Invitación, leyó, y era otra vez la letra minúscula, reconocida, furiosa, que unas semanas antes había encontrado en la novela de Julio Verne y que muy pronto habría de perseguir clandestinamente por los cajones más escondidos de la casa, delgado hilo de tinta y caudal no escuchado por nadie que sólo a él lo conducía, y no hacia la clave del laberinto que por entonces ya empezaba a imaginar, sino hacia la trampa que él mismo estaba tendiéndose con su indagación. Vio la mesa, el espejo, las manos sobre el papel, la pluma que iba trazando sin vacilación ni sosiego los últimos versos que escribió Jacinto Solana sin darse cuenta hasta el final de que la hoja que había usado era la misma donde dibujó Orlando el retrato de Mariana. Esa noche, cuando Minaya entró en la biblioteca después de cenar, el dibujo estaba otra vez en su sitio y tenía un cristal nuevo. Sentado frente a él, meditativo y plácido, Medina lo examinaba con el aire atento de quien sospecha una falsificación.
– Le contaré algo si me promete que va a guardar el secreto. A mí nunca me pareció que la pobre Mariana fuera tan atractiva como decían. Como decían ellos, Manuel y Solana, desde luego, aunque Solana se cuidaba mucho de decirlo en voz alta. ¿Y sabe lo que tenían los dos? Un exceso de humores seminales y de literatura, y perdóneme la crudeza. Supongo que ya le han contado que Solana también estaba enamorado de ella. Desesperadamente, y desde mucho antes que Manuel, pero con la desventaja de que ya estaba casado cuando la conoció. Píamente casado por lo civil, como buen comunista que era, cristianamente remordido por la tentación de engañar al mismo tiempo a su esposa y a su mejor amigo. ¿De verdad que su padre nunca le habló de eso?
El tiempo en Mágina gira en torno a un reloj y a una estatua. El reloj en la torre de la muralla levantada por los árabes y la estatua de bronce del general Orduña, que tiene los hombros amarillos de herrumbre y huellas de palomas y nueve agujeros de bala en la cabeza y en el pecho. Cuando Minaya no ha conciliado el sueño y se revuelve en la ardua duración del insomnio, viene a rescatarlo el gran reloj de la torre que da las tres en la plaza vacía del general Orduña, donde los taxistas se adormecen tendidos en los asientos traseros de sus automóviles y un guardia sentado en el zaguán de la comisaría vigila aburridamente la puerta con los codos en las rodillas y la gorra de plato caída sobre la cara, y tal vez se sobresalta, incorporándose, cuando oye sobre su cabeza las campanadas que luego, como una resonancia más lejana y metálica, se repiten en la torre del Salvador, cuya cúpula bulbosa y de color de plomo se divisa sobre los tejados de la plaza de los Caídos, donde vive Inés. Hay entonces casi medio minuto de silencio y tiempo suspendido que concluye cuando dan las tres ya dentro de la casa, pero muy remotas todavía, en el reloj de la biblioteca, y en seguida, como si la hora fuera acercándose a Mina-ya, subiendo con pasos inaudibles las escaleras desiertas y deslizándose por el corredor ajedrezado de la galería, las tres campanadas suenan a un paso de su dormitorio, en el reloj del gabinete, y así toda la ciudad y la casa entera y la conciencia de quien no puede dormir terminan por confundirse en una única trama sumergida y bifronte, tiempo y espacio o pasado y futuro enlazados por un presente vacío, y sin embargo mesurable: ocupa, exactamente, los segundos que transcurren entre la primera campanada de la torre del general Orduña y la última que ha sonado en el gabinete.
Anchas torres coronadas de maleza, agigantadas por la soledad y la sombra, como cíclopes cuyo único ojo es el reloj que nunca duerme, vigía que avisa a todos los condenados a la lucidez sin tregua y los une en una oscura fraternidad. Enfermos socavados por el dolor, enamorados que no duermen para no desertar de una mutua memoria, asesinos que sueñan o recuerdan un crimen, amantes que han abandonado el lecho donde duerme otro cuerpo y fuman desnudos junto a los visillos estremecidos por el aire de la noche. Pero éste puede ser el último de todos los insomnios y desemboca en la muerte, y soportarlo es como caminar de noche por la última calle de una ciudad sin luz y descubrir de pronto que se ha llegado a la llanura baldía más allá de las casas.
Los frascos alineados sobre la mesa de noche, al alcance de la mano, como el vaso de agua y los cigarrillos, las cápsulas rosas y blancas, azules y blancas, azules y amarillas, delicados tonos pastel para suministrar la mínima muerte metódica que contiene cada una de ellas. Desleídos azules, amarillos, rosas, como en los últimos bocetos de Orlando, aquellas acuarelas de Mágina vista desde el sur, desde la explanada de «La Isla de Cuba», en las que la sensación de lejanía -un largo perfil de tejados y torres y casas blancas tendido sobre la cima del cerro hacia el que ascienden las hiladas grises de los olivos y el verde pálido de los trigales- era también el indicio de su distancia en el tiempo, pues no fueron pintadas la víspera de la boda, sino en el último invierno de la guerra y en una casa de Madrid medio derribada por las bombas en cuyos corredores y habitaciones con las ventanas tapiadas nunca entró una luz como la que Orlando había presenciado en Mágina en la primavera de 1937.
Entonces la plaza del general Orduña había perdido no sólo la estatua de bronce sino también el nombre escrito en las lápidas de las esquinas. Durante tres años, y hasta el día en que el general regresó de los muladares oscilando como un auriga impávido y borracho sobre la caja de un camión y custodiado por una doble fila de guardias civiles y soldados moros a caballo, se llamó plaza de la República, pero nadie usó nunca ese nombre para referirse a ella, y menos aún el del general Orduña. Era, para los habitantes de Mágina, la plaza vieja o simplemente la Plaza, y la estatua del general pertenecía a ella porque había ingresado en el orden natural de las cosas, igual que la torre del reloj y las palomas grises y los soportales donde los hombres se agrupan en las mañanas invernales de lluvia o en los atardeceres de domingo con las manos en los bolsillos de sus anchos trajes oscuros, el pelo crespo húmedo de brillantina y los cigarrillos colgados de la boca. Los grandes taxis negros como carrozas funerales se alinean bajo los árboles a un costado de la glorieta central, frente a la torre del reloj y el edificio de la comisaría. Los taxistas conversan o fuman apoyándose en los capós abombados, como acogiéndose en el tedio a la protección de la estatua del general, que los ignora, quieto y alerta en el centro de la plaza. «Uno de los hijos más preclaros de Mágina, familia nuestra, me parece», recuerda Minaya que lo decía su padre, llevándolo de la mano en cualquier domingo del olvido, después de la misa de once en el Salvador y la visita a la confitería donde con gesto magnánimo le dio una moneda para que sacara un caramelo de la gran esfera de cristal que relucía en la penumbra, manchada por la luz de la calle. Una bandada de palomas levanta bruscamente el vuelo a los pies de Minaya y va a posarse en la cabeza y en los hombros del general, y una de ellas picotea el agujero que una bala vengativa y precisa le abrió en el ojo izquierdo. Al excelentísimo señor don Juan Manuel Orduña y León de Salazar, héroe de la playa de Ixdain, Mágina, agradecida, MCMXXV, leía en voz alta su padre, y Minaya recuerda que le daba miedo contemplar la altura de la estatua y los agujeros de las balas que se habían hincado en su cabeza y su pecho y le otorgaban la apariencia de los muertos vivientes de las películas de terror. Rígido, como ellos, invulnerable a los disparos y mirando con un solo ojo no más obstinado y temible que la otra cuenca vacía, el general oscilaba sobre su peana de mármol y todo su tamaño de golem parecía que gravitara sobre Minaya. Tiene en la mano derecha unos prismáticos de bronce, y en la izquierda, adherida a la alta caña de las botas con espuelas, una fusta o un sable que hace ademán de levantar;. Indiferente a las palomas y al olvido, el general tiene su único ojo clavado en el sur, en la calle recta que baja desde la plaza, costeando las ruinas de la muralla, hasta los terraplenes de los vertederos y las huertas y el lejano azul de Sierra Mágina, como si allí, en ese alzado horizonte que tiene en los días de lluvia la bruma cárdena del Guadarrama de Velázquez, vislumbrara un objetivo militar ya inalcanzable, una columna de humo blanco que descifrará con los prismáticos antes de levantar la fusta o el sable y de gritar una temeraria orden de heroísmo.