– Son balazos, hijo mío -dijo su padre, solemne y pedagógico-. Como no podían fusilar al general Orduña, porque ya estaba muerto, fusilaron la estatua, los muy imbéciles.
Llegaron en desordenada formación de monos azules y alpargatas, con guerreras sin abrochar sobre las camisas blancas, con pantalones militares atados con una cuerda a la cintura y gorros de miliciano y cascos ladeados o caídos sobre la nuca. Traían viejos mosquetones de la guerra de Cuba y máuseres robados en el asalto al cuartel de la guardia civil, y algunos, sobre todo las mujeres, no agitaban otras armas que sus puños alzados y sus voces que repetían un himno libertario. Alguien gritó silencio y los hombres mejor armados se alinearon frente a la estatua, echándose a la cara los mosquetones. Había caído sobre la plaza entera y sobre la multitud que aguardaba en los soportales un silencio como de ejecución. El primer disparo acertó al general Orduña en la frente, y su estampido hizo huir a todas las palomas, que volaron despavoridas hacia los aleros y se extraviaban en el aire cada vez que sonaba una descarga recibida por la multitud con un vasto y único grito. Cuando callaron los fusiles, un hombre que llevaba una larga soga de cáñamo se abrió paso entre el pelotón y lanzó un dogal certero a la cabeza nueve veces horadada de la estatua, reclamando la ayuda de los otros que se terciaron los fusiles y se unieron a su esfuerzo para derribar la efigie del general. Tensa la soga, cerrado el nudo áspero alrededor del torso hueco, que había retumbado al recibir las balas como una gran campana herida, el general Orduña se balanceó muy despacio, todavía vertical y no del todo humillado, y luego osciló y rodó por fin con estruendo de bronce arrastrando en su lenta caída el pedestal de mármol qué se deshizo en esquirlas sobre las losas de la plaza. Ajustaron el nudo corredizo al cuello de la estatua y la arrastraron rebotando sobre los adoquines de la ciudad hasta despeñarla en el precipicio de los muladares. Tres años después, una brigada municipal anduvo una semana entera buscándola entre la basura y los escombros, y antes de levantar al general Orduña sobre una nueva peana, hombres de bata blanca venidos desde Madrid -en Mágina los llamaron en seguida médicos de estatuas- corrigieron las abolladuras y limpiaron el bronce, pero a nadie se le ocurrió tapar los agujeros que salpicaban como cicatrices la frente, los ojos, la boca firme, el cuello altivo y el pecho blindado de medallas del general. El mismo día en que volvió a erigirse su estatua sobre el basamento vacío durante tres años sonaron de nuevo las campanas en el reloj de la torre, porque los hombres que derribaron al general habían disparado también contra su esfera blanca, cuyas agujas inmóviles marcaron así la hora justa en que rodó la estatua y en que Mágina ingresó en el tiempo exaltado y voraz de la guerra.
«Eso fue lo primero que debió advertir cuando llegó a la ciudad después de diez años», piensa Minaya en la plaza, escribe luego, esa noche, en el cuaderno de notas que Inés puntualmente abre y examina cada mañana, cuando entra a limpiar su dormitorio, «y lo que le dio la medida de la derrota y de su condena, que no había terminado al salir de la cárceclass="underline" no sólo la bandera roja y amarilla que colgaba ahora en el balcón de la comisaría, sino también la estatua regresada y el reloj que únicamente volvió a señalar las horas cuando la ciudad fue vencida». Como Solana, imaginando lo que él hizo o temió, rehuye las calles transitadas y baja hacia la muralla del sur por callejones empedrados y de tapias blancas que conducen a plazas íntimas con palacios abandonados del siglo XVI y altos álamos estremecidos por los pájaros, a esa oculta plaza de San Lorenzo donde está la casa en la que nació y vivió Jacinto Solana y ante cuya puerta se detuvo en un amanecer de enero de 1947. Desde las puertas entornadas, desde las ventanas abiertas por las que llega a la plaza la música de una novela de la radio, mujeres atentas miran a Minaya, se interrogan entre sí señalando al extranjero, que está parado bajo los álamos y mira uno por uno todos los portales, como si buscara a alguien o anduviera perdido en la ciudad. Así lo miraron a él cuando llegó, y tal vez no lo reconocieron porque estaba enfermo y envejecido y habían pasado diez años desde la última vez que lo vieron en Mágina. Así, lento el paso y la cabeza baja, llegó a la casa de su padre y vio la puerta y los balcones cerrados que nadie abrió cuando sonaron sus golpes en el llamador. El número tres, dijo Manuel, la casa del rincón, la que tiene sobre el dintel un escudo con la cruz de Santiago y una media luna. La casa de hondos corrales y graneros donde él se escondía tras los sacos de trigo para leer los libros que le dejaba Manuel, que tenían, como la biblioteca, ese olor profundo a tiempo sosegado y a dinero que lo aislaba de su propia vida y de los gritos de su padre llamándolo desde el portal para que bajara a limpiar la cuadra o a echar el pienso a los animales. En su casa no existía el dorado prodigio de la luz eléctrica, y cuando sus padres subían a acostarse llevaban consigo el quinqué cuya claridad amarilla y grasienta oscilaba entre sus voces dormidas y prolongaba sus sombras en el hueco de la escalera, y él se quedaba solo en la cocina, alumbrado por las ascuas del fuego y la vela que encendía para seguir leyendo las aventuras del capitán Grant o de Henry Morton Stanley o los viajes de Burton y Speke a las fuentes del Nilo hasta que sus ojos se cerraban. A tientas subía a su habitación y desde la cama escuchaba la tos y los ronquidos de su padre, que caía en el sueño con la misma resolución brutal con que se entregaba al trabajo, y apenas se había dormido hundiéndose en el colchón de hojas de maíz como en un lecho de arena, cuando ya su padre golpeaba la puerta y lo llamaba porque iba a amanecer y era preciso levantarse y aparejar a la yegua blanca y llevarla a la huerta por el camino que se iniciaba en la puerta gótica de la muralla. Se ataba a la espalda la cartera y ya era pleno día cuando regresaba a la ciudad corriendo por las veredas de los terraplenes para llegar a tiempo a la escuela, donde Manuel, rubio y limpio y recién levantado, lo esperaba para copiar los deberes de composición y aritmética de su cuaderno.
Qué extraña lógica de la memoria y del dolor conspira silenciosamente para volver paraíso la cárcel de otro tiempo: temblaba de gratitud y ternura cuando dobló la esquina de la plaza y vio los álamos y los portales reconocidos, leales al recuerdo, y el aire iluminado que empezaba a ser azul sobre la espadaña de San Lorenzo, alta y trepada por la hiedra. Por un momento, mientras caminaba hacia la casa reconociendo hasta las irregularidades del suelo, pensó que toda su vida había sido una larga equivocación, y que no debiera haber abandonado nunca el espacio de esa serena luz que ahora lo recibía como a un extranjero. Era el tiempo de recoger la aceituna, y un hombre a quien tardó en reconocer cargaba sacos vacíos y largas varas de brezo para sacudir los olivos en un mulo atado a la reja de la ventana.
– Cómo no me voy a acordar de él, si nos criamos juntos -dice el hombre a Minaya, y se ahoga y tose sin quitarse de la boca el cigarro empapado de saliva, sentado al sol en un sillón de mimbre que cruje bajo su cuerpo grande y derribado-. Pero él se fue a Matío enfermo o paralítico al fondo de un patio de vecindad desde cuya ventana más alta el hombre inmóvil aguarda todas las noches a que ella vuelva.
Porque no sabe renunciar a la costumbre de esperarla, Minaya se demora en la plaza de los Caídos, mirando alguna vez, como un espía celoso, la puerta y los balcones cerrados donde es posible que ella surja. El monumento de Utrera relumbra en la media tarde como un gran bloque de mármol contra el telón umbrío de los cipreses. «Un año entero de trabajo, muchacho, mis manos, estas manos, acababan ensangrentadas cada noche, de pelear con el granito. Fue como la lucha de Jacob contra el Ángel, pero dígame si el Arte, el gran Arte, no consiste siempre en eso.» Como agobiado bajo sus alas minerales, el Ángel se inclina hacia el Caído y hace ademán de levantarlo del altar de piedra donde yace su espada, pero el blanco cuerpo desnudo se le derrama entre los brazos y tiene el rostro vuelto hacia la pared, hacia la alta lápida donde está esculpida la cruz con los nombres de los caídos de Mágina, de tal modo que es muy difícil ver sus rasgos. «Porque Utrera quiso que nadie o casi nadie los viera», escribió Minaya en su cuaderno de notas, «porque quería que sólo un número muy limitado de espectadores, o acaso ninguno, pudiera llegar a descubrir su obra más perfecta, y mantenerla así públicamente secreta, tesoro de una extraña avaricia».
Una noche en que se había apostado en la plaza de los Caídos para buscar a Inés, porque hacía una semana que ella no iba a la casa, Minaya escuchó tras él el rumor de un cuerpo que se movía entre los jardines y vio la luz de una pequeña linterna manejada por alguien que parecía esconderse al otro lado de las estatuas. Me está siguiendo, pensó, recobrando de golpe el miedo de sus últimos días en Madrid, pero Utrera estaba demasiado borracho para reconocerlo en la oscuridad y ni siquiera lo había visto. Buscaba algo entre el pedestal y los cipreses, maldiciendo en voz baja, y cuando oyó a Minaya y se volvió para alumbrarlo no supo qué decir, y se quedó parado frente a él, con la linterna en la mano y la boca abierta y una somnolencia de alcohol que le enturbiaba los ojos.
– Se me cayó el reloj. Tropecé con un árbol y se me cayó el reloj en ese jardín. Un recuerdo de familia. Gracias a Dios, ya lo he encontrado. ¿Será usted tan amable de acompañarme a casa?
Minaya tuvo la intolerable certeza de que tampoco vería a Inés esa noche, ni mañana, tal vez, y de que seguir esperándola no era un modo de acuciar al destino para que ella apareciera.
– Amigo mío, mi joven amigo y lazarillo -dijo Utrera, que aceptaba su propia torpeza de borracho y el brazo firme de Minaya como un aristócrata que se resignara a la ruina sin perder por eso el orgullo de su linaje-. A usted no hay forma de engañarlo. ¿Se ha fijado bien en mi monumento? Ahí está la firma, espere que la alumbre con la linterna: E. Utrera, 1954. ¿Ha visto ya todas mis obras en las iglesias de Mágina? Pues hágame el favor de no ir a verlas. A ver si viene otra guerra y las queman todas y empiezan luego a hacerme encargos otra vez. ¿Usted cree que esos estudiantes que andan armando motines en Madrid quemarán alguna iglesia?
Pero tal vez Minaya no habría averiguado nunca lo que Utrera estaba buscando esa noche con la linterna encendida si Inés no llega a descubrírselo. Era domingo por la tarde y él la esperaba en la plaza, atento al reloj y a los minutos lentísimos que faltaban para que ella viniera con el pelo suelto y perfumado y los zapatos azules y el vestido blanco o amarillo que sólo se ponía los domingos para salir con él y que era para Minaya, como la luz de la tarde y el olor de las acacias, un atributo de la felicidad. Como un adolescente que acude a su primera cita se miraba en los cristales de los coches aparcados para comprobar que la raya en el pelo permanecía intacta y fumaba sin sosiego mirando la puerta de la casa donde ella iba a surgir como un regalo inmerecido, caminando luego hacia él entre los cipreses con una leve sonrisa en la mirada y en los labios. Pero esa tarde no la vio venir, y cuando oyó su voz Inés ya estaba a su lado, rozándole la mano con un gesto casual y preciso como una contraseña, la misma que algunas noches usaba en el comedor para decirle secretamente que cuando todos se acostaran ella estaría esperándolo, desnuda y clara en la oscuridad de su dormitorio y atenta a oír en el silencio sus pasos cautelosos. «¿Te gusta?» le preguntó Inés, señalándole el monumento de Utrera. Minaya se encogió de hombros y quiso besarla, pero ella eludió sus labios y tomándolo de la mano le hizo dar la vuelta al pedestal de la estatua.