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Entonces llegaba la abuela y cogía el montoncito de papeles con avidez, los alisaba, los contaba y los doblaba. Y luego llamaba a gritos a Amanda, le extendía majestuosamente unos cuantos billetes y le encargaba con voz de almirante los asuntos del día: que pagara tal o cual cosa, que comprara oporto para ella y, sobre todo, que adquiriera el pienso para los gatos, que se habían marchado casi todos al no encontrar comida en las malas semanas de hambruna y de pobreza, hasta el punto de que sólo resistieron hasta el final cuatro felinos, Zoilo Santana de Olla, Inés García Meneses, Tomasa López López y Dolores Rubio González, a quienes la abuela, agradecida, había decidido otorgar el título de duques. Ahora, con la reaparición de los cuencos de pienso, los gatos estaban regresando poco a poco.

Teníamos dinero y no estaba Segundo, así que vivíamos, por así decirlo, en el mejor de los mundos. Pero echábamos de menos a Airelai. Ahora apenas si la veíamos, entregada como estaba a sus conjuros nocturnos y a sus sueños reparadores durante la jornada; y sin la enana, sin sus ideas, sin sus historias, sin sus palabras, la vida era mucho menos divertida. Y así, Chico y yo nos pasábamos los días aplastados por el peso del verano, solos y aburridos. Tan aburridos que yo empecé a permitirme vagabundeos cada vez más amplios, viajes de exploración a los confines del polvoriento Barrio. Quise que el niño viniera conmigo, pero él se negó. A Chico no le importaba el aburrimiento: es más, incluso parecía disfrutarlo. Sentado en el escalón del portal, su pálida carita relucía de sudor y de satisfacción al ver pasar las horas tan quietas y tranquilas. Jugar con cromos, poner a pelear dos cucarachas o comerse su bocadillo de sobrasada eran para él placeres estupendos. Chico consideraba que la calma chicha era la mejor de las vidas posibles, porque donde no sucede nada no hay dolor.

Pero yo no pensaba así. Yo tenía ilusiones y deseos; yo esperaba, esperaba la llegada de mi padre, o al menos la llegada de la Estrella, que anunciaría nuestra felicidad inevitable. Y como toda persona que aguarda el comienzo de una vida mejor, vivía el tiempo presente con incomodidad y con impaciencia. Quería matar las horas, quería matar el tiempo para que el futuro llegara cuanto antes. Pero el vera- no era largo y pesado.

Por eso, por el afán de terminar tardes interminables, empecé a explorar el Barrio más allá de la zona autorizada. Porque todos los habitantes del Barrio teníamos nuestras calles, nuestras zonas, el lugar en el que, si respetábamos las reglas, podíamos vivir más o menos seguros. Pero si traspasábamos esas fronteras invisibles y tácitas y nos metíamos en otros territorios, con otros jefes, otras bandas, otras esquinas, otros Bugas, entonces nunca podías estar del todo segura de que el suelo continuara bajo tus pies y el cielo encima de tu cabeza. Todo era relativo en los confines del Barrio.

Sin embargo yo empecé a ir y a venir por todas partes libremente, y me ayudó el verano y el calor, el sol que vaciaba las calles y desdibujaba sus contornos con una neblina cegadora. Recorrí el Norte del Barrio, que se estiraba hacia la parte noble de la ciudad, y descubrí la iglesia con el altar sobrecargado que me recordó a mi abuela. Crucé al Este, y el Barrio limitaba con una zona de fábricas con muchos hombres y mujeres vestidos de mono azul, y altas alambradas, y perros policías olisqueando las vallas. Alcancé el confín del Oeste, y el Barrio se deshacía poco a poco en huertas resecas y casas de labor semiderruidas, en campos de tierra mala comidos por los cardos. Y fui por último al Sur y allí me encontré con más alambradas y más perros policías, porque el Barrio lindaba con el aeropuerto y habían cer- cado las instalaciones para protegerlas. Aunque, a decir verdad, no era el aeropuerto lo que parecía estar vallado, sino que el Barrio entero parecía estar metido en una jaula. Sobre todo porque era aquí, en el Sur, donde se encontraban las Casas Chicas.

Para ir hacia el Sur primero te topabas con la calle Violeta, que de día no era violeta ni tenía nada extraordinario. La crucé varias veces bajo la luz del sol (la prohibición sólo se refería a las noches) y era una calle más, como cualquier otra, ancha y corta y con grandes ventanas bajas siempre bien cerradas. Luego, tras cruzar esta calle, el Barrio perdía enseguida el asfalto y era cada vez más arenoso. Al poco de caminar llegabas a los desmontes, unas colinas de escombro y de basura en las que siempre rebuscaba algún perro, algún viejo, algún niño. Y cruzando los desmontes y su hedor a podrido llegabas a lo alto de un pequeño repecho y contemplabas a tus pies las Casas Chicas: un mar de chabolas recalentadas, con techos de lata y uralita, puertas de cartón y muros de tetrabrik. Todo ello entre nubes de polvo, carcasas oxidadas de coches, esqueletos de lavadoras y neveras, sofás medio quemados, arenas nauseabundas, un desfile triunfal de cucarachas y un centelleante sembrado de vidrios rotos. Se apretujaban las chabolas las unas contra las otras en la hirviente hondonada, de espaldas a las vallas del aeropuerto, que se veían al fondo; y del asfixiante abigarramiento subían gritos de mujeres, llantos de niños, tímidos ladridos de perros famélicos.

Me había atrevido a ir por segunda vez a las Casas Chicas y estaba observando, fascinada y desde lo alto del repecho, ese paisaje desconcertante, cuando de repente advertí a mis pies una sombra que no era la mía. Quise volverme, pero no me dio tiempo: una manaza cayó sobre mi cuello y alguien me agarró como se agarra a un gato. Un oscuro perfil de hombre que apenas si pude ver se acercó a mi oreja derecha:

– Vaya, vaya… Mira quién está aquí…

La voz me resultaba familiar, pero estaba tan aterrada que había perdido la memoria.

– Ya que has venido, tendré que hacerte los honores. Vamos para casa.

Sin soltar mi cuello, el hombre me empujó y me hizo bajar el desmonte por delante de él. En la hondonada el calor era insoportable y el sol parecía abrasar más; el polvo te subía tobillos arriba y se pegaba a las piernas sudorosas. Caminamos un rato entre las chabolas y apenas si nos miraba nadie, hasta que, con una torsión de su muñeca, el hombre me hizo entrar por una pequeña puerta en una de las casas. El interior estaba tan oscuro que al principio no pude ver nada. Poco a poco empezó a materializarse el mundo a mi alrededor: las paredes, formadas por decenas de envases de leche desnatada; el suelo, de tierra apisonada, limpio y bien barrido; una mesa de formica; una cama grande de patas de madera; un armario de cocina; un hornillo de butano; un televisor y un vídeo. En un rincón, tan quieta que fue lo último que vi, había una mujer extremadamente delgada y de edad indefinida, con un bebé en los brazos. No me miraba a mí, sino al hombre que había venido conmigo, y lo hacía con ojos despavoridos, como el perro que espera que le castiguen. Advertí que mi cuello había quedado libre y me volví. A mi espalda, sonriendo torvamente con su boca triangular, estaba el Portugués.

– Bueno, querrás tomar algo, ¿no? Eres mi invitada -dijo sardónicamente.

Y se volvió hacia la mujer y le ladró algo en un idioma que yo no entendí. Sin soltar al niño, la mujer se afanó en obedecer. Sacó una coca-cola, un vaso, sirvió el refresco, me lo dio. Sorbí un poco. Estaba caliente como una sopa.

– Bien. Ya has bebido. Ya conoces mi casa. Ya nos hemos hecho amigos. Así que ahora me vas a contestar todo lo que yo te pregunte -dijo el Portugués.

Yo me apresuré a asentir con la cabeza. -Bien. ¿Dónde está el dinero? Me quedé horrorizada. ¡La primera pregunta y no la sabía!

– ¿ Qué… qué dinero, señor? -balbucí. El diente del Portugués relampagueó en su boca herida. Me agarró por los brazos y me levantó en vilo:

– El dinero del Tigre… El que tenía Segundo. ¿Dónde está? -bramó aterradoramente.

– No sé, no sé nada -casi lloré-. Cuando se fue Segundo nos quedamos sin dinero… Y ahora Airelai nos trae billetes por las noches…

El hombre me dejó en el suelo con gesto despectivo.

– Ya, ya sé de dónde saca la enana los billetes… Pero a mí no me engañáis, ni tú, ni ella, ni tu abuela. Sé que Segundo no se lo llevó, porque, cuando le advirtieron, huyó sin poder pasar por casa. Y no ha vuelto. Así que, de ahora en adelante, vas a buscar por mí, ¿has entendido?

Asentí de nuevo con la cabeza, aunque no entendía nada. El Portugués se inclinó sobre mí:

– Vas a ser mis ojos, mis manos y mis pies. Vas a registrar toda la casa, ¿comprendes? Sin que te vea nadie. Los cajones, los armarios, debajo de las camas, en las baldosas sueltas, en la habitación de tu abuela, en la cocina, ¡toda la casa!, ¿entiendes?

Volví a asentir y mi docilidad pareció calmarle un poco. Al fondo de la habitación, pegada a la pared, la mujer esquelética seguía muy quieta y con el niño en brazos. El crío, que debía de tener entre uno y dos años, jugueteaba con el pelo lacio y sucio de la madre y en un momento determinado se lo retiró de la cara; y aunque la mujer se apresuró a cubrirse de nuevo con la melena, pude advertir que le faltaba la oreja derecha y que en su lugar había tan sólo una cicatriz desgarrada y rosa.

– Quiero ese dinero. Mucho dinero. Una maleta llena. Búscalo. Y búscalo bien. Te doy una semana. Dentro de siete días nos veremos -dijo el Portugués con suavidad, mientras jugueteaba con mi vaso de coca-cola medio vacío-. Y no creas que puedes escaparte de mí, porque no puedes.

Cerró la manaza en torno al vaso y, sin mover un solo músculo de la cara ni hacer aparentemente esfuerzo alguno, hizo estallar el vidrio en mil fragmentos. Sacudió luego la mano y cayeron al suelo dos gotas de sangre.

– La próxima vez -advirtió- no será sangre mía.

La abuela estaba inquieta. Se hacía y se deshacía el lazo de su blusa morada. Y se arreglaba una y otra vez los almohadones del sillón: porque ahora, en el verano, no permanecía en la cama, en donde hacía demasiado calor, sino en una butaca estratégicamente situada entre la puerta y el balcón, para arañar una chispa de brisa a esa atmósfera tan densa y agotadora. Suspiraba de cuando en cuando doña Bárbara y era como el barritar de un elefante: una demostración de fuerza.

– ¿No te extraña que no existan los cumplemuertes? -dijo de repente-. Celebramos con mucho empeño el día de nuestro nacimiento, pero la otra fecha más importante de nuestras vidas, que es la de nuestra muerte, la ignoramos por completo. Y, sin embargo, pasamos por ella cada año, atravesamos ese día crítico completamente ciegos e ignorantes, y a lo peor incluso nos aburrimos, y nos irritamos, y perdemos el tiempo, sin saber que ese mismo día, veinte años después, o cinco, o uno, daríamos cualquier cosa sólo por alcanzar la madrugada…