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Me callé: yo ya sabía que no esperaba mi respuesta. Las manos de la abuela, grandes y manchadas, se movían de acá para allá en el aire como pájaros cansados que han perdido el rumbo. Estaba de mal humor, áspera e irritable, pero en esta ocasión, cosa extraordinaria, no me sentí amedrentada. Fue la primera vez que la vi vieja, en vez de simplemente descomunal y sobrehumana.

– ¿Por qué me haces esto? -exclamó, doliente y quejosa.

– ¿El qué? -me asusté.

Pero enseguida vi que esta pregunta tampoco iba dirigida a mí. Muchas veces doña Bárbara hacía eso: hablaba a los rincones y a las sombras. Así que me tranquilicé y seguí dibujando. Estaba pintando en un papel un mar verde claro, y un barco, y una gaviota. Entonces la abuela se volvió hacia mí y me cogió la mano.

– Fíjate qué mano. Fíjate qué piel -dijo en tono soñador y admirativo-. Suave como la seda de mi blusa. Firme y fresca. Es un placer tocarte la mano. Y contemplarte. Toda tú tan nuevecita. Tan llena de vida que la derramas por todas partes. Mientras que nosotros los viejos estamos tan comidos por la muerte que manchamos de oscuridad a quien se nos acerca. ¿Acaso tú no lo notas? No, tú no. Eres todavía demasiado niña.

Se calló y soltó otro de sus furiosos suspiros. -Oléis a vainilla, los niños. Incluso esa calamidad que es el pobre Chico debe de oler así. Es un olorcito caliente y dulce. Lo recuerdo muy bien de cuando abrazaba a mis hijos, de bebés. A Segundo; y a Máximo. Hundías la nariz en ellos y respirabas el perfume de la vida. Es curioso, pero no recuerdo cuándo fue la última vez que les olí así. Ésas son otras fechas cruciales que también se nos pasan inadvertidas. Es extraño que vivas estúpidamente esas ocasiones tan importantes sin apreciar su trascendencia. La última vez que olí al último de mis bebés. La última vez que corrí por la calle sin ninguna razón, sólo por el placer de la carrera. La última vez que fui nadando en el mar hasta las rocas. La última vez que me besó un hombre.

Abandoné el dibujo, porque la conversación empezaba a ponerse interesante.

– Jue… el abuelo? -aventuré, señalando al hombre de la foto.

La abuela le miró y se encogió de hombros. -No. No. Pero eso no importa. Eran las once de la mañana, pero la habitación se estaba poniendo tan oscura como si estuviera anocheciendo. Y un aire irrespirable, un sofoco densísimo, entraba en el cuarto con las sombras. Doña Bárbara volvió a deshacerse el lazo de la blusa y luego dejó caer sus manos sobre las rodillas, agotada por el bochorno.

– Prométeme que te acordarás de mí. Y que dirás mi nombre en voz alta de vez en cuando, como yo digo los de mis gatos, los de todas esas personas que un día vivieron y que hoy sólo me tienen a mí para nombrarlos. Prométemelo.

– Sí, pero ¿cuándo he de hacer eso? -Cuando yo me muera. -Pero cuando usted se muera, abuela, ¿no se va a acabar el mundo?

– Claro que se acabará. Pero tú te inventarás un mundo nuevo.

Fue un alivio saberlo. justo en ese momento el cielo reventó sobre nuestras cabezas; primero creí que era un avión, pero luego comprendí que se trataba de un trueno.

– ¡Al fin! Este calor era imposible -gimió doña Bárbara, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia el balcón.

La seguí y durante unos minutos no hicimos otra cosa que contemplar el cielo, que estaba negro e hinchado, y tan bajo que parecía que pudiéramos tocarlo con la mano. Relampagueó horriblemente un par de veces y en las dos ocasiones creí morir, o como poco temí quedarme ciega, pero con una ceguera especial, la ceguera del que ve demasiado. Porque, cuando los rayos se encendieron, la calle se puso lívida, como las calles de los malos sueños, y el cielo perdió su disfraz y reveló su auténtica sustancia: era una muralla pétrea a punto de desplomarse y aplastarnos. Si el mundo es de verdad así, si ésta es la realidad, me dije, prefiero no ver y no saber.

En ese momento empezaron a caer sobre nosotras gotas gruesas y cálidas, gotas que estallaban deliberadamente sobre la piel y que se sentían como dedos ligeros. Levantamos la cabeza hacia las nubes negras y el agua nos acariciaba la cara. La abuela abrió la boca, como hacía a veces en sus visitas al cementerio, pero esta vez no para tragarse el aire del atardecer, sino la lluvia. Y de la calle subía un aroma a tierra mojada tan embriagador como una droga.

No respiraba doña Bárbara, sino que bufaba, como un animal grande y poderoso: un búfalo de agua, creo que pensé. Extendía los brazos en el aire y se dejaba calar por la apretada lluvia. La blusa se pegaba a su pecho amplio y a sus hombros huesudos, y de su prominente nariz caía un hilo de gotas.

– Las tormentas limpian el aire… -bufaba para sí--. Y la lluvia de tormenta limpia las malas memorias…

Comenzó a frotarse suavemente los antebrazos mojados y desnudos, como si se acariciara a sí misma, o quizá estuviera acariciando las gotas que había sobre su piel. Entornó los ojos:

– La última vez que me mojó la lluvia del último verano… ¿Quién sabe? Quizá esto sea todo -dijo lentamente.

Permanecimos unos instantes calladas bajo el redoble ensordecedor del agua.

– Lluvia de tormenta como entonces. Como antes. ¿Te acuerdas de él?

– ¿De quién? -balbucí, aterrada, mientras lívidas centellas cruzaban por encima de mi cabeza.

Pero enseguida advertí que doña Bárbara estaba nuevamente hablando consigo misma. _Los ojos azules, tan hermosos. Y no como en la foto. Tan llenos de vida. No era el sexo, desde luego que no. 0 no sólo eso. Era saber que él era mi otra parte y que no había nada más que yo precisara, ni agua, ni techo, ni tan siquiera respirar. Y en esas tardes, cuando le deseaba con tanta necesidad y tanto entendimiento, no existía la fealdad, ni la vejez, ni el miedo.

Los truenos rodaban por el cielo con sus ruedas cuadradas organizando un estruendo espantoso, y a veces oscurecían las palabras de doña Bárbara. Pero yo la escuchaba con tanta atención que creo que lo oí todo. Aun sin entenderlo.

– Todavía recuerdo su piel. Caliente y suave, y tan pegada a la mía. Su cuerpo joven, mi cuerpo joven. Y nuestros sudores se mezclaban. Recuerdo sobre todo una emoción: sentirme viva. Sombras doradas de una lámpara de pantalla. Un atardecer invernal y azulado al otro lado de una ventana. Un colchón en el suelo. Siempre fui mala, menos con él. Siempre fui demasiado grande y torpe, menos con él. Siempre fui egoísta, menos con él.

Volvió a extender las manos doña Bárbara: la piel arrugada, manchada de grandes pecas que el agua oscurecía. La tormenta empezaba a amainar.

– Desgraciado aquel que no ha conocido el amor. Esta clase de amor. Ese abismo al que uno se arroja felizmente. Desgraciada la persona que nunca ha sentido, siquiera por un instante, que ella y su pareja eran los dos únicos humanos que jamás habían habitado este planeta. Y desgraciados los que sí se han sentido así alguna vez. Porque lo han vivido y lo han perdido. Yo nunca fui tan hermosa ni tan inteligente como lo fui para éclass="underline" desde entonces, vivir fue ir descendiendo. Y ahora, ahora que ya apenas si soy Yo, ahora que ya lo olvido todo, para mi desdicha no puedo aún olvidar aquella agonía del deseo y de la carne.

Tronó ya muy lejos, un ruidito ridículo, como una tos del cielo. Ahora llovía desganadamente una lluvia muy fina. Doña Bárbara se apoyó con ambas manos en la barandilla del balcón e inclinó hacia delante su perfil agudo. Ya no parecía un búfalo, sino un pájaro oscuro, un aguilucho mojado y poderoso a punto de desplegar las alas. Pero cuando yo esperaba ya que saliera volando, el pájaro se soltó de la barandilla, se volvió hacia mí y suspiró. Y entonces pude ver que se trataba tan sólo de una mujer anciana. De mi abuela.

La enana había sido diosa, pero ya no lo era. Porque se puede ser dios y luego dejar de serlo, lo mismo que se puede tener la gracia y después perderla. No hay nada seguro en este mundo: en cualquier momento puedes oír sonar tu hora y perder incluso aquello que no sabías que tenías. Eso decía Airelai. Y así nos contó un día la enana su pasado divino:

«Yo he nacido en el Este, como bien sabéis. Donde nace el sol. En un mundo de montañas muy altas y caminos muy chicos en los que las cabras sufren de vértigo. Es un mundo muy antiguo: cuando yo era pequeña, allí no había entrado aún el progreso. Los valles están llenos de templos. Templos labrados de madera, o cincelados en piedra. Con dinteles espesos y patios oscurísimos. Hay muchos dioses en esos valles. Más dioses que habitantes. Y casi todos los dioses son del tipo habitual, esto es, invisibles; o, como mucho, tienen una figura de piedra, o una pintura para representarlos. Pero hay tres diosas vivas, una en cada uno de los tres valles más grandes de mi tierra; y la más importante de las tres es la katami, y ésa fui yo.

»De niña fui muy bella. No quisiera pecar de inmodesta, pero aún soy hermosa. De niña llamaba la atención: en mi tierra no había otra criatura como yo.

Acababa de cumplir los cinco años cuando la katami anterior sangró sus primeras sangres y perdió la divinidad. Salieron los sacerdotes a todo correr del templo para buscar una nueva diosa, montados en burro por los caminos chicos; y enseguida les llegó la palabra de mi existencia, porque mi belleza era tal que los paisanos la nombraban. Así que al poco llegaron los sacerdotes a mi casa, primero uno, luego otro y después el tercero, más viejo y enteramente calvo. Y empezaron a mirarme y remirarme por todos los rincones, porque además de hermosa la katami ha de ser carente de defectos. Y así, comprobaron que veía bien, que oía estupendamente, que tenía diez deditos con diez uñitas rosas en manos y pies. Que mi piel era toda de un color, sin pecas ni manchas; que parecía sana, y que mi inteligencia era más que mediana. Tan sólo era un poco menguada de tamaño para mi edad; pero, después de mucho cavilar, los sacerdotes decidieron que esa menudencia, y nunca mejor dicho, no era en realidad una imperfección. Y hablaron con mi madre, y mi madre lloró, y yo lloré, y me subieron en el burro y nos marchamos.

»Os puedo asegurar que el trabajo de diosa es sumamente ingrato. Vestía de un modo hermoso, desde luego, con crespones crujientes, sedas deslumbrantes y muselinas tan delicadas y transparentes como alas de libélulas, todo en una gama de tonalidades que iban desde el granate al azafrán, porque el rojo es el color de la katami. Y luego estaba el oro, kilos de oro distribuidos por mi cuerpo, en anillos que me bailaban en los dedos y que había que atar con pizcas de bramante; y en arracadas pesadísimas que me dejaban las orejas doloridas; y en ajorcas de cascabeles para manos y pies que tintineaban con cada movimiento; y en cintos y pectorales y narigueras. Y en el complejo tocado que todos los días llevaba varias horas rehacer: con diminutas figuras huecas de animales enhebradas entre mis cabellos. Toda yo centelleaba de oro en la penumbra: porque el templo de la katami es una casa oscura.