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– Vámonos -dijo con un estremecimiento. Resonó en ese momento un rugido colosal y sobre la verja del aeropuerto, justo encima de las Casas Chicas, apareció el morro de un avión recién despegado, una nave resplandeciente y enorme que crecía y crecía sobre nosotros y avanzaba milímetro a milímetro por el aire con milagrosa lentitud. Bramaba ese pájaro de hierro sobre nuestras cabezas ocupando todo el cielo, como un dragón de la noche, como una ballena de plata bajo la luna llena, dejando resbalar sobre nosotros su panza poderosa y metálica, y tan cercana que parecía que hubiéramos podido rozarla con sólo estirar el brazo. Pero nunca nos hubiéramos atrevido a tocar a ese dios del aire y de la oscuridad, a ese monstruo bello y jadeante que se elevó chisporroteando en el mar de los cielos, por encima de la enana y de mí y del único ojo abierto del muchacho.

Quizá doña Bárbara intuyera que aquella noche iba a ser crucial; o quizá supiese ya lo de Segundo. Fue- ra como fuese, antes de que saliéramos de casa me llamó a su cuarto y me pidió que le abrochara el cuello de su traje de seda gris. Un servicio que no necesitaba, porque yo le había visto ponerse este traje en otras ocasiones sin ayuda de nadie. Me subí en una silla, cerré los corchetes y alisé un poco los encajes.

– Ya está. La abuela se volvió y me agarró la barbilla con su mano fría y dura.

– Has crecido -dictaminó-. Y te ha cambiado la cara.

Me miraba tan fijamente como si luego tuviera que copiar mis rasgos de memoria en un papel; pero al mismo tiempo parecía no verme. Me soltó y se puso a rebuscar algo en un cajón de la cómoda.

– ¿Eres feliz con nosotros? -dijo.

Era una pregunta muy difícil y me puse a reflexionar sobre ella esforzadamente; pero cuando al fin llegué a una conclusión me di cuenta de que mi abuela no esperaba respuesta. Seguía sacando pañuelos y moviendo cajitas en la cómoda. Al fin su mano se cerró sobre algo.

– Quiero hacerte un regalo. Un regalo muy bueno. Un regalo de verdad. De los que se recuerdan.

Abrió el puño y en su palma refulgió una gota de agua. Era una pequeña esfera de cristal, clara y transparente como el aire; pero en su corazón había una mota tornasolada y turbia, un minúsculo torbellino lechoso. Colgaba la bola de una larga cadena de plata ennegrecida por el desuso.

– Es preciosa -me admiré.

– Póntela. Y llévala siempre. Y acuérdate de mí cuando la mires.

La cadena resultaba tan larga que tuve que darle una vuelta en torno al cuello. La esfera era pesada, aun siendo tan pequeña, y se mantenía fría aunque la temperatura era sofocante. Me pareció muy elegante, el perfecto complemento para una noche de fiesta. Porque aquella noche eran las fiestas del Barrio y se celebraba una verbena en la Plaza Alta, frente a la tienda de Rita. Inmersa aún en la estrategia bélica de dejarnos ver, la abuela había decidido que acudiríamos a la verbena. Para ella esta salida no era sino una escaramuza más, pero para mí era mi primera fiesta pública y nocturna. Estaba emocionada.

Salimos después de cenar Amanda, Chico, doña Bárbara y yo, todos vestidos de punta en blanco. La calle principal del Barrio estaba adornada con cadenetas de papel y banderolas y no parecía tan fea como durante el día. En cuanto a la explanada de la plaza, también estaba toda engalanada y habían puesto unos focos para iluminarla. En una esquina había un pequeño tiovivo, al que Chico arrastró a Amanda inmediatamente; también, habían montado un par de casetas de tiro al blanco, una tómbola y un puesto de churros. De unos altavoces colgados en lo alto de un palo salía una música aturdidora.

– Yo me voy a sentar allí. Vosotros haced lo que queráis -dijo doña Bárbara.

Junto a la pared había dos o tres bancos y unas cuantas sillas de tijera, y todavía quedaba alguna libre. Yo me fui hacia el tiovivo, en busca de Chico y de Amanda, y en el camino me encontré con Airelai. Apareció entre las piernas de la gente como un espectro, se agarró nerviosamente a mi brazo y arrimó sus labios a mi oreja:

– Ya no tienes que tener miedo del Portugués -susurró-. Y mucho menos del Hombre Tiburón.

Dicho lo cual desapareció de nuevo entre la muchedumbre, dejándome intrigada y confusa. Había mucha gente, personas a las que conocía de vista y otras que me eran completamente nuevas. Los pequeños chillaban y se perseguían, los adultos hablaban o bailaban. Yo también chillé y me perseguí con Chico y otros niños; y cantamos y gritamos hasta quedarnos roncos. Funcionaba una especie de tregua general y las pandillas de las diversas zonas se soportaban mutuamente sin atacarse, aunque permanecían reunidos en esquinas distintas de la plaza y se cuidaban mucho de sacar a bailar a las chicas pertenecientes a un clan enemigo. Aun en la noche de fiesta seguían funcionando los viejos códigos y para disfrutar de la verbena sin contratiempos había que saberse las reglas no dichas. Pero nosotros, Chico y YO, las conocíamos bien, de manera que jugamos y reímos y fuimos felices.

De madrugada ya, muy fatigada, me senté en el bordillo de la acera a descansar. La noche se pegaba a mi piel sudada como un velo caliente y suave; una ligera brisa traía de cuando en cuando el aliento a aceite achicharrado de la cercana churrería. Me dolían los pies y tenía la cabeza llena de burbujas: de la fiesta, del cansancio, de la excitación. Una nube de polvo flotaba entre las piernas de los danzantes, pero en el aire tibio pugnaba por asomar ese punto de frescor que traen las madrugadas y que anuncia la llegada de un día nuevo. Era una de esas noches de verano redondas y carnales en las que se detienen todos los relojes.

– ¿Quieres un refresco? Te lo regalo.

Miré sobre mi hombro y vi a Rita, la de la tienda. Rita había sacado a la puerta de su comercio un par de mesas plegables, unos cuantos cubos con hielo picado y un montón de cervezas y refrescos, y se había pasado toda la noche trabajando. Ahora que ya empezaba a escasear la clientela se podía permitir un rato de cháchara. Debía de haber hecho un buen negocio, porque se la veía de buen humor.

– Gracias -dije, poniéndome en pie y aceptándole la bebida.

Unos metros más allá, en los bancos, Amanda, Chico y la abuela tomaban chocolate con churros. Doña Bárbara me hizo una seña con el brazo indicándome que nos íbamos a ir pronto. Cabeceé, asintiendo.

– No me gusta -me decía mientras tanto Rita-. Sé que ha entrado mucho tiempo en tu casa, pero no es trigo limpio, no me gusta.

La miré, completamente perdida y sin saber de qué estaba hablando; y seguí la línea de sus ojos y descubrí, al otro lado de la plaza, al Portugués.

– ¡El Portugués! -exclamé sin poderlo evitar. Pero, ¿cómo era posible? ¿No había dicho la enana que ya no debería temerle?

Y, sin embargo, el hombre parecía encontrarse perfectamente. Estaba apoyado contra la pared con un vaso de plástico en la mano, y su actitud dominante y desdeñosa era más dominante y más desdeñosa que la de todos los chulos de todas las bandas de todas las zonas del Barrio que estaban aquí presentes

– Ese mismo -seguía diciendo Rita-. Menudo personaje. Parece mentira que haya tenido tratos con tu casa, estando tu abuela, que es toda una señora. Pero, claro, una tiene hijos y tiene hijos. No se puede arreglar lo de los hijos. Se te tuerce uno y es como cuando te toca la lotería, pero al revés. No puedes arreglarlo. Si juegas, no puedes impedir que te toque, y con los hijos siempre estás jugando. Tienes todas las papeletas para la desgracia.

Además de haber hecho una buena caja, Rita debía de llevar encima algunos tragos, porque estaba más locuaz que de costumbre.

– En la tienda se ve mucho mundo. Los mostradores dan mucha cultura. Antes de esto yo trabajaba en un bar americano, así que lo sé bien. Llega la gente y te cuenta cosas. Lo ves todo, lo oyes todo, lo sabes todo. El mundo va pasando y tú estás quieta. Por eso puedes pensar y unir un pequeño detalle con el otro. Por ejemplo, ¿tú sabes por qué tiene la boca acuchillada ese Portugués? Pues porque largó. Porque es un chivato además de todo lo demás que también es. Dicen que contó lo que no tenía que contar y que le saltaron los dientes a martillazos y le cortaron el labio en rodajitas; y que por eso se escapó de su ciudad y se vino aquí. Muy bonito tu colgante. Parece la lágrima de un cocodrilo.

En ese momento se hizo un silencio especial en la explanada. Es decir seguía habiendo ruido, la algarabía de la música, el chisporroteo de la fritanga, el llanto de algún niño; pero todos los presentes estaban aguantando la respiración y la noche parecía haber cristalizado. Y todo este interés, esta conmoción y esta tensión estaba provocada por Segundo. Por Segundo, que había aparecido repentinamente en la plaza; y que ahora estaba parado en mitad de la explanada, contemplando lenta y fríamente el panorama, mientras la gente se alejaba con disimulo de él y dejaba en torno suyo un círculo de soledad y de miedo.

Venía muy cargado Segundo: de resolución, de furia helada, de triunfo. La violencia que emanaba de él llegaba a todos los rincones de la plaza en lentas ondas, envenenando el aire. Estaba bien plantado sobre sus piernas entreabiertas, un hombre grande y denso; y en la mejilla derecha lucía un tajo descomunal y todavía tierno, una raja tumefacta y rojiza que parecía abrir sobre su pómulo una boca monstruosa.

Todo sucedió entonces como si hubiera estado previsto y ensayado, sin otra sorpresa, por parte de nadie, que la relativa a la asombrosa llegada de Segundo, el cual no se movió del centro de la plaza y empezó a recorrer con su mirada todo el perímetro de la explanada; y cuando sus ojos cayeron sobre el Portugués, éste palideció, se chupó nerviosamente el labio roto y salió corriendo como un hurón, haciendo eses, ocultándose entre la gente y con la tripa casi pegada al suelo. Los vecinos resoplaron admirativamente. Fin del primer acto.

Siguieron resbalando los fríos ojos de Segundo por encima de las personas y de las cosas, y al fin se detuvieron con un breve chispazo en los bancos de la pared: en doña Bárbara, que le miraba muy erguida con la misma mirada desafiante, como en un espejo; y en Amanda, exorbitada y temblorosa. A Chico no debió de verle, porque yo tampoco le distinguí en un primer momento: el niño ya se había camuflado, como un camaleón, con el color del muro.

Entonces Segundo se puso en movimiento y los presentimientos volvieron a aguantar la respiración. Salvó el hombre en unas pocas y tranquilas zancadas la distancia que le separaba de los bancos, se inclinó sobre Amanda, la cogió de una mano y tiró suavemente de ella. Amanda se dejó levantar como una pluma: contemplaba a su marido con unos ojos tan redondos que parecía una muñeca, porque ni siquiera parpadeaba. Entonces Segundo la rodeó con sus brazos y la apretó contra él; y alzándola liviana, casi desfallecida, comenzó a bailar con ella la música que salía de los altavoces.