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»De entre todos los tipos de crueldad que he conocido, el más extendido es el de aquel que ignora que es cruel. Así son los humanos: destrozan y atormentan, pero se las arreglan para creerse inocentes. Y eso fue lo que sucedió con el cetáceo. Yo estaba casualmente en el puerto cuando volvió la flota, de modo que fui una de las primeras personas en ver a la ballena. Me sobrecogió su magnitud: ocupaba todo el muelle, de punta a punta. Tenía la piel parda y rugosa, con moluscos y anémonas pegados a sus flancos, y, si se quedaba quieta, más que un animal parecía una roca. Pero en algún lugar de esa masa de carne había un pequeño ojo que miraba al mundo enemigo con angustia. Con el tiempo aprendí a reconocer en la criatura distintas expresiones y distintos tonos de voz. Porque chillaba. Desde aquella primera mañana chillaba audiblemente la ballena amarrada a sus lanzas.

»Pasaban los días y el cetáceo se hizo tan popular que el número de visitantes aumentaba y se fue organizando una pequeña industria. La Hermandad de Pescadores comenzó a cobrar entrada al muelle a la segunda semana y algunos comerciantes avispados montaron unos cuantos tenderetes de postales y re- cuerdos, de bebidas y bocadillos. Incluso había un fotógrafo que te retrataba, por un módico precio, contra la masa enorme y erizada de hierros de la cautiva.

»Al principio iba todas las tardes a verla y los empleados de la Hermandad no me cobraban la entrada: les debía de extrañar mi comportamiento y posiblemente creyeran que, además de ser enana, padecía también cierto grado de idiocia, que es lo que muchas almas rudas suelen pensar de los que son distintos. Me quedaba un buen rato con la ballena, pero las aglomeraciones, las risas y las fiestas de los visitantes terminaron rompiéndome los nervios. Entonces empecé a ir por las noches, cuando no había nadie; me sentaba en el borde del muelle, con las piernas colgando, y acompañaba al animal hasta que amanecía.

»De cuando en cuando, cada vez más espaciadamente, la ballena forcejeaba con furia contra sus ligaduras; los arpones se enterraban un poco más en la carne, se abrían las heridas, el agua enrojecía en torno a ella. Yo entonces le hablaba suavemente y le aconsejaba que no hiciera eso, que sólo podría traerle más dolor. Pero ella continuaba con sus inútiles esfuerzos; creo que no entendía mi idioma, o quizá fuera más importante para ella la esperanza de libertad que el sufrimiento. Aunque no comprendiera mis palabras, aunque no siguiera mis consejos, yo confiaba que mi presencia le fuera de alguna ayuda. Eran unas noches muy solitarias y nos las pasábamos mirándonos. Ella chillaba desgarradoramente en ocasiones y en otras gorjeaba con dulzura, como un pájaro; quizá me estuviera hablando entonces de las otras ballenas de la manada, del placer de zambullirse en las aguas profundas, de los ricos pastos de plancton en el hermoso mar del Norte.

»Transcurrió así un mes de tortura y luego otro. Y mi ballena no se moría. La hubiera soltado, pero me fue imposible desatar o romper los cables de acero. La hubiera matado, pero cómo conseguir matar a una criatura tan grande siendo yo tan chiquita. Su pétrea y hermosa piel se fue agrietando; ya no era parda, sino de un color gris ceniciento. Al final apenas si se movía; llevaba ochenta y siete días atada al muelle y ¡os visitantes empezaban a escasear. Entonces llegaron los pescadores en unas lanchas y arrastraron a la criatura hacia la playa, hasta vararla en la arena. Y se pusieron a descuartizarla con sus grandes cuchillos.

»Desde entonces he leído mucho sobre ballenas, buscando en los libros algún consuelo contra el horror. Así he aprendido, por ejemplo, que una ballena varada fuera del agua fallece al poco tiempo, porque el peso de su propio cuerpo colapsa sus pulmones. Pero la empezaron a descuartizar inmediatamente y aún estaba viva; y se necesita cortar mucho hasta llegar a los órganos vitales de un cetáceo. No chilló, sin embargo. Creo que lo hizo por mí, para que no la oyera.”

Después de la noche del Gran Fuego sucedieron varias cosas que nos cambiaron la vida. En primer lugar nos tuvimos que mudar puesto que la antigua pensión había quedado reducida a unas cuantas ruinas achicharradas. Nos fuimos a vivir enfrente, encima del viejo club en donde Segundo y la enana hacían su espectáculo de magia. Era un lugar mucho peor que el que ocupábamos antes: un piso diminuto, húmedo y oscuro cuyas ventanas daban todas a un patio interior que parecía un pozo. Ya no había cuarto para los gatos y la abuela no ocupaba dos habitaciones sino solamente una y muy pequeña, con una camita arrimada a la pared que nada tenía que ver con la majestuosa cama de madera desde la que doña Bárbara reinaba en la otra casa. Segundo se había quedado con la mejor habitación para él y para Amanda, pero tampoco era gran cosa. En cuanto a Chico y a mí, compartíamos camastro en un cuarto tan estrecho que parecía un pasillo. Segundo había mentido cuando dijo, durante el incendio, que tendríamos mejores casas, mejores muebles y una mejor vida.

La enana dormía abajo, en el camerino del club, en su baúl de siempre. Porque, curiosamente, alguien había sacado de la antigua pensión, antes del incendio, su baúl de dormir y todos los demás cofres con los aperos de la magia. Era lo único que parecía haberse salvado del desastre. Un día oí que la abuela le decía a Airelai:

– Tú lo sabías. Y tenía los ojos ribeteados de rojo y su voz sonaba extraña y hueca.

– A mí sólo me comunicaron que a partir de entonces iba a vivir en el club -contestó la enana--. Y yo, como tú bien sabes, obedezco.

La abuela estaba irreconocible. Ése era el segundo de los grandes cambios que habían ocurrido en nuestra vida: que doña Bárbara ya no parecía doña Bárbara. Ya no tenía sus ropas suntuosas, ni sus pebeteros humeantes de incienso, ni los almohadones de encaje, ni sus muebles, ni las fotos enmarcadas en la mesilla. Pero sobre todo carecía de algo interior: del hierro caliente que antes le asomaba a los ojos, y de la altura, porque ahora era mucho más baja. Se pasaba las horas echando de menos a sus gatos y no fuimos nunca más al cementerio. De hecho, la abuela ya no volvió a salir y se levantaba cada día menos de la cama. Estaba enferma, o eso decía ella, aunque yo no podía acabar de creérmelo, aun viéndola así de alicaída y de bajita. Porque doña Bárbara, yo pensaba entonces, era inmensa y eterna; y esta nube de debilidad no podía ser sino un espejismo transitorio.

Mientras tanto, Segundo también había cambiado. Él, por el contrario, parecía más grande y más oscuro. Sobresalían sus espesas muñecas, de unos trajes que le venían pequeños y su piel era casi tan negra como su mirada. La cicatriz se le fue secando en la mejilla y ahora era un abultado surco rosado y reluciente. Cuando Segundo estaba muy nervioso se rascaba el tajo con la uña del pulgar y pronto aprendimos a interpretar este signo como el preludio de una tormenta doméstica. Una de esas veces en que Segundo se rascaba empecinadamente la cicatriz, poco después del Gran Fuego, Chico salió de puntillas de la nueva casa y ya no regresó. Quiero decir que llegó la noche y no vino, y al día siguiente tampoco apareció, y aunque la enana y Amanda se recorrieron todo el Barrio no consiguieron encontrarlo. Entonces Amanda fue a la policía y unas horas después llegaron a casa con el niño y con una mujer que preguntó muchas cosas y que hizo firmar a Segundo unos papeles, cosa que le puso de pésimo humor y que contribuyó a que se rascara la cicatriz más que nunca. Aquél no fue un buen día.

Desde que regresó Segundo no habíamos vuelto a ver ni al Portugués ni al Hombre Tiburón. Del primero decían que estaba en el Barrio de una ciudad vecina; o eso contaba Rita, que aseguraba haberse enterado por unos familiares que ella tenía en aquel lugar:

– Y por lo visto el Portugués está intentando hacerse un lugar en ese Barrio, pero le va mal.

En cambio, del Hombre Tiburón no se tenía ninguna noticia: parecía que se lo hubiera tragado la tierra.

– Así es, nena. Eso es exactamente lo que le ha pasado al tipo ese: que se lo ha tragado la tierra… -solía decir Rita, y se reía y guiñaba un ojo como si fuera un chiste.

Yo le llevaba la corriente porque Rita era buena y nos regalaba lágrimas de menta. Pero en mi fuero in- terno sabía que tanto el Portugués como el Hombre Tiburón habían sido derrotados por el conjuro de la enana y que estaban en algún lugar oscuro presos del hechizo: dentro de una montaña, por ejemplo, que es donde, según cuentan los cuentos, los grandes brujos suelen encerrar a sus oponentes. Nunca dije nada, porque sabía que la magia no había que nombrarla; pero me sentía orgullosa de ser la única en el Barrio que conocía la verdad.

A nuestro nuevo piso se subía desde dentro del club, por una escalerita que había detrás de una cortina, junto al escenario. Durante el día, con el club cerrado, eso no suponía ningún problema. Pero por las noches el ruido, el humo y el resplandor rojizo subían hasta nuestra casa rebotando por los escalones. Al principio aquel mundo subterráneo me asustaba; después aprendí a ser más osada y algunas noches bajaba de puntillas las escaleras y atisbaba, desde detrás de las cortinas, el espectáculo de magia. Porque Segundo y Airelai estaban trabajando en el club nuevamente. Y así, yo les veía a través de una rendija bañados en ese aire rojo que parecía irrespirable, agitando resplandecientes cintas en el aire y creando una lluvia de estrellas de la nada.

Una madrugada tuve que ir a buscar una medicina para doña Bárbara. Amanda me acababa de sacar de un profundo sueño y aún estaba aturdida; bajé los escalones, corrí la cortina y me zambullí, sin siquiera pensarlo, en el ambiente cálido y maligno del local. Había mucha gente y mucho ruido; supongo que los altavoces debieron de atronar en mis oídos, pero lo que recuerdo es el retumbar de música que subía por mis piernas y que se aferraba a mi vientre, como si el lugar me estuviera apresando, como si una mano invisible, temblorosa y gigante, estuviera trepando por mi cuerpo. En el escenario había unas mujeres desnudas con la punta de los pechos centelleante y el aire era una pesadilla del color de la sangre. Corrí hacia la puerta y tuve que empujar espaldas y caderas, todas de hombres; y se agachaban hacia mí rostros terribles, ojos desencajados, bocas bisbiseantes que apestaban a alcohol. A partir de entonces tuve que hacer ese mismo trayecto varias veces: siempre me asustó, siempre me angustió, siempre lo vencí. Viviendo encima del club descubrí la enorme diferencia que había entre el local diurno y el nocturno, entre esa especie de sucio almacén que era el club vacío y ese hormiguero desesperado y sudoroso en que se convertía de madrugada. Y aprendí así algo fundamentaclass="underline" que el infierno no es un lugar sino un estado. Un veneno que llevamos dentro de nosotros.