– Son los pájaros, los pájaros negros -mascullaba débilmente la abuela desde la cama-. Escúchalos cómo aletean, los malditos. Son los pájaros negros que vienen a buscarme.
Pero no eran pájaros, sino aviones. Pasaban los aviones por encima de nosotros y hacían tintinear todos los cristales del lúgubre patio. Había aviones grandes y pesados que volaban muy bajo: se les veía la fatiga en la lentitud de sus movimientos y en el ruido que hacían, que era como el parsimonioso rodar de una enorme roca. Había otros, en cambio, que eran como mosquitos, diminutos y nerviosos, apenas un lejano zumbido y una chispa de luz en el horizonte. Algunos aparatos jóvenes y vigorosos rasgaban el cielo con un sonido limpio y siseante, como quien corta con cuchilla una pieza de raso; y también había aviones ominosos y oscuros que hociqueaban al pasar por encima de nosotros, como buscando el lugar apropiado para soltar sus bombas. Cruzaban todos el cielo de manera incesante, durante el día y durante la noche, criaturas inaccesibles y poderosas que vigilaban nuestros actos desde las alturas, seres imposibles capaces de volar aun siendo de hierro.
– Ahí vienen, ahí vienen -decía la abuela.
Y nunca supe si se refería a los aviones o a esos pájaros que ella sola veía. Estaba muy extraña doña Bárbara. A veces tenía fiebre y a veces estaba tan fría como el hielo. Vino a visitarla un médico joven que se rascó la oreja muy azorado y confesó que no le encontraba nada malo. Pero la abuela seguía encogiéndose todos los días un poquito.
– La culpa es de las sombras de esta casa, que se nos han metido a todos dentro -dictaminó Airelai.
Y debía de tener razón, porque desde el Gran Fuego el mundo parecía un lugar mucho más desagradable. El sol se asomaba dubitativo al tenebroso hueco de nuestro patio y nunca se aventuraba a bajar. Durante el día, la luz de nuestros cuartos era gris y pesada como la de un crepúsculo: reptaba por el suelo de las habitaciones repartiendo sombras en todas las esquinas. Y en el cuarto de la enana, esto es, en el camerino del piso de abajo, ni tan siquiera había ventanas.
Una tarde que no estaban en casa ni Airelai ni Segundo se me ocurrió bajar a explorar el camerino. No es que pensara encontrar nada especial allí, sino que me aburría. La abuela dormitaba, Amanda estaba preparando la cena y Chico se había metido debajo de la mesa de la cocina, como solía hacer para estar lo más cerca posible de su madre. A veces, cuando yo no sabía en qué matar el tiempo, me iba al cuarto de la enana y husmeaba entre sus cajas y sus cofres. Me gustaba ver el chisporroteo de sus trajes de escena; y oler y acariciar las brazadas de suave muselina que había en los arcones. El perfume de Airelai, un punzante aroma a musgo y bosque umbrío, había impregnado todo su vestuario.
Aquella tarde, cuando bajé al camerino, era la primera vez que me aventuraba sola en el cuarto de la enana después del Gran Fuego. Aunque sabía que los cofres se habían salvado del incendio, me sorprendió comprobar que todo estaba intacto y que algo del mundo pasado sobrevivía en éste. Lo que más me conmovió fue poder ver de nuevo la cama baúl de la enana. Levanté con cuidado la tapa y ahí estaba todo, el lecho primorosamente preparado con sábanas bordadas, el almohadón de seda y el forro carmesí con las postales pegadas: la ballena surgiendo entre aguas espumosas, el dibujo minucioso y lleno de colorido de los dioses hindúes, la foto de una cabaña de piedra entre montañas, la mujercita antigua subida a la mesa, el retrato deslumbrante de la Estrella.
Me quedé mirando esas postales durante mucho tiempo, intentando recordar cómo las contemplé por primera vez y qué sentí al descubrirlas, cuando aún desconocía todo sobre ellas. Pero uno nunca puede rememorarse en la inocencia, esto es, en la ignorancia. Ahora me parecía increíble que hubiera habido un tiempo en el que desconocía la existencia de la Estrella. ¿Cómo me las había arreglado para vivir sin estar segura, como ahora lo estaba, de la inevitable llegada de la felicidad? Suspiré y hundí un dedo en la almohada de encajes: era suave y blanda. Tanteé después con el mismo dedo en el colchón, que era mucho más firme. Sin pararme a pensarlo, llevada de un impulso, me descalcé y metí una pierna dentro del baúl. Entonces me paré a pensarlo y metí la otra. Siempre quise saber qué se sentía dentro de ese cobijo rojizo y satinado que parecía tan confortable. Me senté en el lecho y luego me tumbé. El baúl me venía chico y tenía que permanecer con las rodillas un poco dobladas, pero aun así resultaba agradable. Estiré la mano y bajé la tapa curva sobre mí; no encajaba del todo porque chocaba con la pestaña metálica de los cierres, de manera que dejaba alrededor una ranura como de un centímetro. Por ese hueco se colaba la luz al interior. Fuera, la luz del camerino venía de un feo tubo de neón pegado al techo: una iluminación desalentada y lívida. Pero al escurrirse esa claridad por la estrecha ranura de la tapa, y al rebotar contra el forro de seda color guinda, el interior adquiría un tono cálido y rosado, una cualidad carnal y dulce. Suspiré y musité mi palabra talismán, baba-baba-baba, sintiéndome mejor de lo que me había sentido desde hacía mucho tiempo. Los encajes de la almohada me rozaban las orejas y yo era una enana, pequeña, muy pequeña; y sabía que nada malo podría sucederme mientras me mantuviese dentro de esa penumbra circular, de ese aire tibio y nutritivo.
Entonces escuché unos pasos en la habitación. Era alguien ruidoso y grande: no podía tratarse de Airela¡. Me revolví en el baúl procurando no hacer ruido y atisbé muy inquieta por la ranura. Era Segundo, como yo me temía; Y sólo tenerlo tan cerca, brutal y ceñudo, me congeló la sangre. Le vi correr cofres para abrir un armario empotrado y luego vaciar el armario de focos y herramientas y cajones con cables. Quitó entonces las baldas vacías y por último dio un golpe al lienzo posterior del armario y abrió un pequeño hueco del que sacó una maleta azul. La puso encima del tocador, hurgó en los cierres con una llave e hizo saltar los dos pestillos a la vez. Es- taba llena de dinero. La maleta estaba llena de billetes, muchos, muchísimos más billetes que los que traía la enana cuando salía por las noches. Esto debía de ser lo que buscaban el Portugués y el Hombre Tiburón cuando vinieron a casa.
Sacó Segundo cuidadosamente todos los fajos y cuando la maleta estuvo vacía manipuló en su interior y extrajo un panel, dejando al descubierto un doble fondo. Allí había algo fino y rectangular semejante a una tableta de chocolate, sólo que de color azul y aspecto gomoso. Segundo cogió la tableta y, con ayuda de un destornillador enganchó unos cables y unas piezas oscuras al plástico azuloso, atornillándolo todo después con gran cuidado a la maleta. Cubrió el artilugio con el fondo falso y el fondo con los fajos de billetes, cerró la tapa y echó los pestillos, y luego hubo de repetir, pero a la inversa, sus afanes primeros, y acarrear de acá para allá todos los bultos, los cables, los focos y los cofres hasta dejar de nuevo la maleta escondida en las secretas tripas del armario. Sudaba copiosamente Segundo después de semejante esfuerzo: contemplé por la ranura, muy cerca de mi escondite, su rostro carnoso y arrebolado, su cicatriz brutal. Yo también me encontraba empapada en un sudor frío: la maniobra había llevado su tiempo y a esas alturas tenía el cuerpo acalambrado y los nervios locos.
Dio entonces el hombre media vuelta y se dirigió a la puerta, pero al pasar junto al baúl tropezó con mis zapatos. Dio un traspiés y blasfemó, mientras yo moría un poco dentro de mi encierro. Pero cuando recuperó el equilibrio se desembarazó de las sandalias de un puntapié sin prestarles más atención, creyendo quizá que eran de Airelai; y al fin abandonó el camerino con su paso furioso. Tardé en atreverme a salir del baúl y cuando lo hice me temblaban tanto los brazos que apenas si pude levantar la tapa.
Segundo siempre había sido un hombre difícil de tratar, pero ahora, desde su regreso, su humor era más oscuro que nunca y su voluntad más impredecible. Ahora siempre estaba nervioso: en tensión, como esperando algo. Como un animal que teme ser cazado. Y al mismo tiempo, sin embargo, parecía más seguro de sí. Se atrevía a gritarle a doña Bárbara y a desterrarla a su cama chiquita; y era él quien ahora gobernaba a no dudar la casa, con órdenes siempre contradictorias. Mezclaba el vigor cruel con la sospecha, la prepotencia con la inquietud; como no estábamos acostumbrados a este nuevo giro en su carácter, no sabíamos cómo protegernos ni ocultarnos de sus súbitas iras.
Su presencia llegó a ser tan fatigosa que Airelai decidió usar la magia contra él. Decía la enana que ella, directamente, carecía de poder contra Segundo. Que se conocían demasiado y que el hombre había heredado de su padre corazas insalvables contra sus embrujos. Pero una tarde nos explicó que hay un poder que poseen todas las mujeres aunque no lo sepan, que es el poder del tránsito a la vida y a la muerte, de la sangre y de lo que carece de palabras; así como hay un poder que poseen todos los hombres incluso si lo ignoran, que es el poder del óxido y del hierro, de la causalidad y del territorio. Y que por lo tanto toda mujer que estuviera en la edad podía ejercer un influjo hechicero, con tal de conocer los procedimientos adecuados. Sería Amanda, concluyó Airelai, quien embrujaría a Segundo con su ayuda.
Amanda no estaba muy segura de ser capaz de hacerlo, porque nunca estaba segura de nada. No sabía si creía en los conjuros, pero tampoco sabía si no creía. Dudaba sobre todo de sí misma y de su habilidad para procurarse una vida mejor. Tenía tanta desconfianza en el azar que pensaba que todo cambio sólo podía ser para peor como demostraba el transcurrir de su propia existencia, la cual había sido mala de niña, peor de adolescente, mucho peor cuando se hizo novia de Segundo, calamitosa después de su boda, rondando la catástrofe en estos momentos. ¿Ella, poder? No era posible, negaba Amanda obcecadamente abriendo y cerrando mucho sus ojos redondos.
Entonces la enana empezó a contarle historias de la fuerza innata de las mujeres; cómo se empañaban a veces los espejos cuando se asomaban a ellos hembras menstruantes; 0 cómo se marchitaban las plantas, se erizaban los gatos, se dormían en calma los niños enfermos, se cortaban las salsas, se fundían las bombillas, se pudrían las manzanas, se secaban las heridas y se enmohecían las compotas si las tocaba una mujer sangrando.