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– Y además -dijo al cabo Airelai-, si pusieras tanta voluntad en hacer el conjuro como la estás poniendo en decir que no, seguro que te saldría estupendamente.

Y ahí Amanda sonrió y se le sonrosaron las pálidas mejillas; y bajó la cabeza y asintió.

Se trataba de un embrujo muy simple y muy común, explicó la enana, sobre todo en los pueblos del 139

Sur, en donde ella lo había aprendido. Era el llamado sortilegio de aliño, mediante el cual una mujer aliñaba a las personas por medio de una toma de su menstruo. Bastaba con poner unas pocas gotas de la sangre, normalmente en una taza de café. La víctima se la bebía sin advertir nada especial e inmediatamente su voluntad quedaba Jabada, como decían los sureños; esto es, atrapada y supeditada a la de la mujer menstruante.

– Yo no he podido comprobar personalmente este conjuro, porque, como sabéis, en mi vientre no cabe la cuenta de los meses -concluyó Airelai-. Pero tengo entendido que es muy eficaz, sobre todo si se ejerce contra un hombre y si la víctima es el marido o el amante de quien hace el hechizo. Deberíamos probarlo, porque nada perdemos.

Y así se hizo: esperaron hasta la siguiente regla de Amanda y aderezaron con unas cuantas gotas una de las innumerables copas de coñac que se bebía Segundo. Se tragó el hombre todo el vaso y luego dos o tres copas más, ya limpias de sangre; y si bien no advirtió nada extraño en la bebida, tampoco pareció cambiar de comportamiento. Se fue a la cama igual de violento y de borracho que todas las noches.

A los pocos días se hizo evidente que el embrujo no había surtido el menor efecto. Segundo no sólo no se había quedado Jabado, sino que ahora parecia estar aún más desquiciado e iracundo. Entraba y salía de casa dando grandes portazos; se encerraba durante horas en el camerino vacío, en donde yo le imaginaba metiendo y sacando la maleta, contando y recontando su dinero. Se le iban dibujando unos grandes círculos morados en torno a los ojos y una noche interrumpió el espectáculo de magia que estaba haciendo y se pegó con uno de los clientes.

– Te dije que yo no podía servir para esto -se lamentaba Amanda.

– Es que las chicas de ahora sois distintas -reflexionaba la enana-. Ya no funcionan las antiguas costumbres, ya no sirven los conjuros tradicionales. Es curioso: tu sangre ya no marchita y ya no cura. Sois seres mutantes.

De modo que todo seguía igual tras el fracaso de la magia: con la abuela cada vez más encogida y Segundo cada vez más grande.

– Escuchad a los pájaros, escuchad a los malditos pájaros -decía de vez en cuando doña Bárbara.

Pero eran aviones, que bramaban sobre nuestras cabezas sin hacernos caso. Lo mismo que el sol, que ya ni siquiera se asomaba a nuestro patio. El verano marchaba hacia su fin, los días se iban haciendo más cortos y nuestro piso era un agujero de humedades y sombras. Amanda y Airelai ingeniaron arrimar la camita de la abuela a la ventana; abrieron la hoja, pusieron dos almohadas sobre el alféizar y, como la temperatura era aún cálida y buena, tumbaron a doña Bárbara con la cabeza fuera, sobre las almohadas, de manera que podía contemplar, allá arriba del todo, en la desembocadura del patio, el cuadradito luminoso y azul del cielo inalcanzable. De vez en cuando cruzaba un avión por ese recuadro transparente; y doña Bárbara, sin decir ni palabra, lo señalaba melancólicamente con el dedo.

Doña Bárbara empeoraba. Las manos le temblaban y la cabeza se le había llenado de unas ideas tan oscuras como sus ojos. Un día, por ejemplo, se empeñó en celebrar su cumplemuertes. Se despertó muy temprano, llamó a la enana y a Amanda y les obligó a comprar una tarta y a hacer una jarra de chocolate espeso.

Airelai adornó el cuarto de la abuela con farolillos de papel y serpentinas, y enganchó una tira de encaje barato, de ese que venden por metros en las mercerías, alrededor de la cama. Esto había sido idea de la abuela, que decía que el encaje era un ornamento muy apropiado porque recordaba la orla de las esquelas. Cuando todo estuvo dispuesto celebramos la fiesta. Apagamos la tarta, que tenía un sólo cirio encendido en el medio, y nos la comimos. Estaba muy buena, lo mismo que el chocolate que había preparado Amanda. Chico y yo encendimos bengalas: chisporroteaban en nuestras manos, un fuego dulce que no quemaba.

– Ha sido un cumplemuertes muy bonito -dijo la abuela con voz cansada-. Me gustaría haber acertado. Me gustaría morirme tal día como hoy dentro de un año.

– ¡Qué ideas tan morbosas! -protestó Amanda, estremeciéndose.

La abuela frunció el ceño: vi que le había molestado el comentario. Se incorporó con esfuerzo sobre un codo y sus ojos relumbraron una vez más con luces negras:

– ¡Tú qué sabes! ¡Tú qué sabes! Sólo quiero un año más. Eso es todo lo que pido. ¡Ojalá tuviera un año! Y no te sientas tan segura: tal vez éste no sea mi cumplemuertes, pero puede ser el tuyo. Porque todos tenemos uno, a todos nos espera esa hora oscura… Incluso a ella -dijo, volviéndose hacia mí: hablaba con furia, como si estuviera enfadada conmigo-. Incluso las niñas como tú se hacen viejas y se acaban…

Resopló y se dejó caer en la cama, agotada. Chico y yo nos echamos a reír porque la abuela ya no daba miedo, y ahora resultaba graciosa cuando se irritaba. Así que nos reímos, con los brazos en cruz y las bengalas llenando de estrellas nuestras manos. De esa manera se acabó la última fiesta.

Después de aquel día doña Bárbara empeoró bastante. Apenas si hablaba; se pasaba las horas contemplando el rectángulo del cielo y dormitando. Y en ocasiones murmuraba:

– Agua. Y lo decía con mucha finura y sentimiento, como quien nombra a una persona amada. Las primeras veces Amanda le dio de beber, pero no se trataba de eso.

– Si pudiéramos llevarla al mar, o al menos a un lago -interpretó la enana.

Pero habían vuelto a cerrar el parque, poco después de inaugurarlo, y el Barrio estaba a cientos de kilómetros de la costa más cercana. Entonces Airelai confeccionó una cruz con unas cuantas cerillas grandes de madera y luego le prendió fuego. Era, explicó, un hechizo contra el ardor del aire y la fiebre de la tierra, un conjuro de agua y de humedades. Y, en efecto, poco después de que la cruz se consumiera comenzó a llover; y al día siguiente, y esto fue lo importante, aparecieron tres o cuatro obreros con sus máquinas grandes y se pusieron a levantar el pavimento en la pequeña plazoleta que había en lo alto de nuestra calle.

– Van a hacer una fuente, una fuente de adorno -vino a decirnos Chico sin aliento en cuanto se enteró de la noticia.

El martillo neumático sonaba como una ametralladora y la pala excavadora como un tanque, y en conjunto el estruendo era tan formidable que parecía que había estallado una guerra a pocos metros de la casa. Ya no podían escucharse los aviones y el mundo trepidaba de tal modo que los dientes te castañeteaban contra el cristal cuando intentabas beber un vaso de agua, así que empezamos a pensar que esta vez la enana se había excedido con su conjuro. Pero la obra iba deprisa: en pocos días ya habían hecho un agujero enorme y después lo recubrieron de cemento y lo alisaron. Y una mañana nos despertamos en medio de un silencio sepulcral, casi ensordecedor por lo inusitado; bajamos a ver qué sucedía y descubrimos que los obreros habían desaparecido llevándose consigo todas sus máquinas grasientas y humeantes, aunque la fuente no parecía terminada. Más que fuente era en realidad un estanque circular de poco calado; tenía un reborde simple de hormigón y estaba cubierto de un palmo de agua negra. En el centro de la circunferencia había una peana cuadrada de cemento de la que sobresalían unos cuantos hierros ya oxidados y unos tubos de plástico. A unos metros de la fuente, apoyado contra el muro entre un sembrado de cascotes, había un rudimentario pez de piedra artificial que probablemente estaba destinado a ir, con su bocaza abierta, sobre la peana de hormigón.

Esperamos unos cuantos días por ver si regresaban los obreros, pero la fuente seguía abandonada. El pez perdió enseguida sus aletas a pedradas y ahora parecía un mojón de carretera provisto de ojos; en cuanto al agua, estaba espesa y polvorienta, erizada de botes y basuras. Un perrillo sin dueño bebió dos lametones y se alejó dando tumbos, como borracho; y ni siquiera el pájaro más estúpido se atrevía a mirarse en su superficie. Pero no había más agua que ésa en las proximidades y el tiempo apremiaba; así que una tarde vestimos a la abuela con uno de los dos trajes que Segundo le había comprado tras el incendio, una oscura y triste ropa de anciana, muy distinta de los hermosos vestidos que antes tuvo; y nos bajamos con doña Bárbara a ver el estanque.

No dijo nada, pero sé que le gustó. Y algunas tardes, cuando se encontraba con suficientes fuerzas, me pedía que la acompañara hasta la fuente. La pileta estaba cada vez más puerca e incluso olía, pero me parece que la abuela debía de estar mirando otra cosa cuando miraba el agua estancada. Los ojos de doña Bárbara estaban empezando a cubrirse con una película azulada, como los ojos de los recién nacidos; y ahora era capaz de clavar su mirada húmeda y brumosa sobre un objeto y dejarla ahí quieta durante mucho tiempo sin tan siquiera parpadear. Así, de esa manera impávida y estatuaria, contemplaba doña Bárbara la superficie de la fuente en los atardeceres; y mientras yo, que me aburría, contaba las latas arrugadas de cerveza, los papeles medio deshechos y los plásticos que sobrenadaban en el charco, ella debía de estar reconociendo en su memoria el reflejo líquido del sol, ese chispazo de oro que resbalaba perezosamente, pese a todo, en la superficie gelatinosa, polvorienta y negra del agua podrida.

Chico estuvo fuera de casa, cuando se fue, durante día y medio. Chico no hablaba mucho; atendía a sus pequeños negocios, tomaba el sol o la sombra en el portal y veía pasar la vida sin hacer muchos gestos. A veces parecía tonto y generalmente no parecía nada: quiero decir que no te parabas a pensar en él ni a mirarlo dos veces. Pero yo sabía que no era estúpido y que tenía una memoria de elefante. Yo iba creciendo y aquel verano pegué un estirón de tal calibre que levanté los ojos por encima del marco del espejo del club; pero Chico seguía estando siempre como estaba y se me iba quedando allá abajo, como por el final de las costillas. Yo creo que toda la energía se le iba en recordar y que por eso no crecía. Por ejemplo, se aprendía las matrículas de los coches de memoria, para saber si rondaban el Barrio gentes nuevas; y sabía cuándo entraba y cuándo salía cada vecino, sus itinerarios acostumbrados, las horas y el cariz de sus rutinas.