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– ¿Qué crees tu que va a pasar ahora? -musitó. Que va a venir mí padre y nos salvará a todos.

mi padre, Amanda, la enana, Que viviremos juntos’ tú y Yo, juntos y felices. Que nos ¡reinos todos de aquí, nos marcharemos del Barrio, y Segundo se quedará atrás, ahí sentado para siempre en la cocina. Eso quise decirle a Chico, porque tenía la boca seca, y una bola de hierro en el estómago, y la seguridad de que mi padre ya no podía tardar mucho más3 que tenía que regresar ahora, antes de que la abuela desapareciera del todo. Pero en vez de contarle al niño todo eso, me encogí vagamente de hombros.

– No sé. Chico frunció el ceño y se mordió las uñas con nerviosismo. Acaricié la fría bola de cristal que la abuela me había regalado.

– Baba,baba,baba…

– ¿Qué dices? En mi inquietud me había traicionado, había dicho en voz alta, sin querer mi palabra privada.

– Nada. Cosas mías -gruñí.

– ¿Qué es eso de «baba»? -insistió el niño.

– No es nada, te digo. Manías. No significa nada.

En ese momento alguien golpeó con los nudillos la puerta de la casa: una llamada que parecía acordada, cinco golpes seguidos y después dos más. La boca se me llenó de una saliva acre. Estiré el cuello y agucé las orejas: esperando. Se encendió la luz del pasillo y oí los ligeros pasos de la enana camino de la entrada; el clic del pestillo, el gruñido de la hoja de madera al abrirse. Y una voz de hombre desconocida, aunque no del todo:

– ¿Te sorprendes de verme?

Tenía que ser éclass="underline" tenía que ser mi padre. Me puse en pie y salí de la habitación pasito a paso: porque deseaba correr y al mismo tiempo tenía miedo, quería llegar a la puerta y no llegar nunca. Iba tan despacio que Chico me adelantó y alcanzó el vestíbulo antes que yo. Se volvió hacia mí con gesto preocupado:

– Es el policía ese -susurró.

Allí, apoyado en el marco de la puerta, estaba el tipo canoso de la camisa sucia que había estado hablando con Segundo la noche del Gran Fuego: era un comisario de policía, según se había enterado después Chico. Suspiré. El tipo me miró un instante y guiñó un ojo. Me pareció odioso.

– Estamos de duelo -dijo la enana-. No es un buen momento.

– ¿No? -sonrió-. Pues tengo que hablar con Segundo. Y sé que está.

Airelai empalideció:

– Le digo que no puede entrar. Respete a los muertos.

– Pero al velatorio acuden los amigos de la familia, ¿no es verdad? Yo creía que tú y yo éramos amigos…

Sonreía con la boca, no con los ojos. La enana apretó los puñitos y se hizo a un lado; el hombre entró en la casa y avanzó directamente hacia el fondo, como si supiera, seguido por Airelai, por Chico y por mí.

– ¿Y estas tinieblas qué significan? -ironizó el tipo al asomarse al agujero negro de la cocina-. ¿Te escondes o duermes?

En mitad de las sombras, junto a la mesa, se distinguía el bulto más oscuro de Segundo. El policía estiró el brazo y accionó el interruptor de la luz; la pelada bombilla del techo se encendió sobre nuestras cabezas como un sol sucio y agonizante, el miserable sol del juicio Final- Segundo parpadeó, deslumbrado; tenía los ojos hinchados, la cara abotargada y una expresión de embrutecimiento que jamás le había visto. Se frotó vigorosamente la boca con el dorso de la mano, como si la tuviera manchada o como si las sombras se le hubieran quedado pegadas a los hocicos, y a continuación se apretó los nudillos y los hizo crujir de un modo horroroso, casi con el mismo sonido seco y roto con que se habían quebrado, poco antes, los dedos de su madre. Luego volvió a extender las manazas, pesadas e inertes, sobre el tablero de la mesa, entre mondas de patatas, cuchillos sucios y migas de pan. Frente a él había una botella de coñac mediada y abierta.

El policía chasqueó la lengua con gesto satisfecho, como si le complaciera verificar el lamentable aspecto de Segundo. Se apoyó en el marco de la puerta y cruzó los brazos.

– Deberías estar más contento de verme. Vengo a hacerte un favor.

Segundo no se movió. Mantenía la cabeza baja y miraba fija y bovinamente a un punto incierto del tablero.

– Vengo a decirte algo -insistió el hombre, haciendo una nueva y expectante pausa.

Un par de segundos cruzaron lentamente la mortecina cocina y se escurrieron tictaqueando por la ventana abajo, sin que nadie se moviera ni dijese palabra.

– Máximo se ha fugado.

De primeras no sentí ninguna emoción. Quizá no comprendí en todo su alcance las palabras del comisario. 0 quizá yo ya lo intuía, yo ya lo sabía. Seguimos todos quietos. El hombre torció el gesto, fastidiado quizá por la falta de efecto de la noticia.

– Suponemos que vendrá por aquí. Y si viene, estoy seguro de que no dudaréis en avisarnos, ¿no es así?

Silencio. Junto a mi codo percibí, sin mirar, la respiración breve y agitada de Chico, como un animalito asustado y nervioso.

– No creo que dures mucho, cuando llegue -añadió el hombre con irritación-. Él vale bastante más que tú.

– Ya es demasiado tarde -resonó la voz de la enana, extrañamente crispada y ronca-. Demasiado tarde para doña Bárbara.

– Sois una familia encantadora -resopló el policía-. No dejéis de invitarme a las fiestas de cumpleaños.

Segundo levantó la cabeza y nos miró con sus ojos turbios. Sentí que el cuerpo del comisario se tensaba a mi lado, atento y a la espera. Segundo desplazó lentamente su mano derecha sobre la mesa y agarró un gran cuchillo de hoja brillante y puntiaguda, como la de una navaja. No era un movimiento agresivo ni subrepticio, sino el gesto perezoso y torpe de alguien que quiere juguetear con el objeto. Aun así, el policía separó firmemente las piernas sobre el suelo, buscando un apoyo mejor para una emergencia. Durante un rato, Segundo no hizo sino mirarnos de manera embotada y dar vueltas al cuchillo entre sus dedos. Entonces lo levantó por encima de su cabeza muy despacio y lo colocó perpendicular sobre su mano izquierda, que seguía extendida sobre la mesa, con la palma hacia abajo, como muerta. Respiré una vez y el cuchillo aún estaba ahí arriba, quieto en el aire, apuntando amenazadoramente hacia la mano. Respiré otra vez y no se había movido. Pero la tercera vez que llené mis pulmones vi bajar la hoja vertiginosamente, un relámpago de acero dibujado en el aire. Se escuchó un golpe seco y el cuchillo se enterró en el dorso de la mano hasta la empuñadura. Alguien chilló; quizá fuera yo. El hierro era tan largo que tenía que haberse hincado en la mesa, cosiendo la carne a la madera. Segundo nos contempló Plácidamente, mientras los demás intentábamos recuperar la palabra y los latidos del corazón. Después se puso a tirar del mango con la mano derecha y la hoja comenzó a salir centímetro a centímetro. Limpia y deslumbrante, sin gota de sangre. Salió el cuchillo del todo y el dorso de la mano estaba intacto, sin herida ninguna; Segundo apretó dulcemente la punta del puñal con el dedo índice y el acero se replegó sobre sí mismo con un suave siseo de muelle bien engrasado: era uno de los cuchillos trucados de su número de mago.

– Sabía que era mentira, sabía que no eras capaz -barbotó la enana con voz iracunda.

Amanda se echó a llorar a mis espaldas; Segundo se recostó en el respaldo de la silla y brindó oscuramente hacia nosotros con la botella de coñac antes de beberse un largo trago.

A menudo la desgracia llega a ti como una inundación: un día nos creemos asentados en la tierra firme de nuestra seguridad y al día siguiente descubrimos que nuestros pies están hundidos en un pantano. La certidumbre del mundo se desmorona a nuestro alrededor como las fichas de un dominó, hasta producir, partiendo de una aparente menudencia, la devastación total. Eso me dijo Rita, la de la tienda, sólo que ella usó otras palabras:

– Tú ves caer a la gente a tu lado, a ésa le meten el marido en la cárcel, al otro le da un cáncer, a la de más allá se le muere un hijo, y siempre crees que te vas salvando de las balas, porque la vida, te lo digo yo que de esto sé mucho, es como una guerra. Crees que te vas salvando, digo, y que son los otros los que se jeringan, hasta que un día, zas, sangre en una pierna, ya te han dado. Y cuando la pena te hinca el diente, ya no te suelta. La desgracia te come desde los pies a la cabeza.

Estaba rellenando botellas irrellenables con ayuda de un ingenioso y complicado aparato, una especie de jeringuilla muy gruesa.

– No te creas que estas botellas son para mí, no, no, no. En mi tienda me gusta cuidar la calidad. Esto es para Mariano, el del bar de la fuente. Me pidió que le metiera un alcohol más barato en las botellas y yo se lo hago porque puedo y porque sé. Si se vende a copitas, en un bar, te sacas así un buen pellizco. Yo, como vendo normalmente botellas enteras Y pues no sale lo mismo. No merece la pena, porque luego encima los clientes se cabrean.

Amanda me había mandado a comprar unas latitas de atún para la cena y yo siempre que podía me quedaba remoloneando un poco por la tienda, porque Rita me trataba como si yo fuera una persona mayor y contaba siempre cosas interesantes.

– Y a veces la desgracia te pilla antes y a veces después, pero te pilla. Fíjate en Amanda, por ejemplo. Una chica de buena familia. Y con educación, no como yo. Pero se le murió el padre, y la madre no pudo hacer carrera de ella. Ella no me lo ha contado así, pero yo sé que tuvo que ser así. Y la muy boba se torció. Bien jovencita que era cuando se lió con ese desgraciado de tu tío. Y no digo más porque no quiero. Bien tonta que fue. Tiene buena planta, no digo yo que no. Pero enseguida se le ve que es un malaje. Y además un inútil. Nunca supo hacer las cosas a derecho: le falta la sustancia. Tu padre, en cambio, es lo que se dice un hombre. Y además un señor.

Para no delatar mi interés, pasé un dedo por el reborde del mostrador de madera, fingiendo estar muy concentrada en arrancar las cascarillas de la vieja pintura verde que lo recubría; porque había comprobado que bastaba que mostraras interés en un tema para que los adultos lo abandonaran inmediatamente. Al cabo de un ratito levanté los ojos y vi que Rita había hecho un alto en su trabajo y me miraba con atención. Suspiró:

– Y no digo más porque no quiero.

Volvió a coger la jeringuilla y continuó con sus tejemanejes. Sobre su cabeza zumbaba el hilo incandescente de una lámpara azulada matamoscas.

– Claro que ella porque se deja. A buena hora me iba a poner ése a mí la mano encima. Mi Juan es muy bruto, pero nunca me ha tocado.

Se inclinó hacia delante, se apoyó en el mostrador y me guiñó un ojo: