– Pero ese dinero no nos sirve. No podemos tocarlo. Está lleno de sangre y tiene dueño. Amanda no puede usarlo para irse, así que no tengo más remedio que seguir unas noches más en la ventana.
Cogí entre mis dedos un pico de la bata de seda. Tenía un tacto frío y suave, como la bola de cristal que colgaba de mi cuello.
– Airelai…
– ¿Qué?
– Airelai, cuando Amanda y Chico se marchen… Tú no te irás, ¿verdad?
La enana suspiró y se frotó la cara con las manos abiertas. Luego se inclinó hacia mí y me miró a los ojos:
– No te preocupes -dijo suavemente-. Me quedaré contigo hasta que tu padre vuelva.
– Yo sé por qué se escapó Chico de casa -me dijo un día la enana-. Y no tiene nada que ver con lo que todos creéis.
Era la hora de la siesta y estábamos las dos en la cocina, yo haciendo recortables con las hojas de una revista vieja y Airelai, que se acababa de levantar, tomándose un café y una tostada. Había colocado un cerro de cojines sobre la silla, como siempre, para poder alcanzar el tablero de la mesa. Tenía la enana la vida muy bien organizada para compensar lo menguado de su altura; ataba largos bramantes a los pestillos de las puertas y de las ventanas, por ejemplo, para no tener que empinarse al abrir y cerrar. Y poseía un pequeño y bonito escabel de madera pintada de rojo, con un agujero en el tablero superior para agarrarlo, del que siempre se servía cuando tenla que subirse a una silla o le era necesario alcanzar algo. En esta ocasión, sin embargo, y contra su costumbre, no se había ido a buscar el escabel, que tal vez estuviera en el camerino, escaleras abajo, y me había extendido los bracitos para que yo la alzara sobre la silla. Tragué aire, la abracé, tiré de ella con todas mis fuerzas y la senté fácilmente en los cojines. No pesaba nada. Creo que me ruboricé, porque era la primera vez que la cogía en volandas. A ella, en cambio, se la veía muy tranquila. Acabó Airelai su tazón de café, se arrellanó en los almohadones y empezó a contar- me lo que sigue:
«Sucedió una mañana, poco después de que Segundo regresara. Vi entrar a Segundo en el cuarto de doña Bárbara y cerrar la puerta; se estuvo allí dentro bastante tiempo, quizá media hora 0 quizá más, y se oía el murmullo indistinguible de sus conversaciones. Al cabo se escuchó gritar a Segundo: «¿Pero qué más quieres que haga? ¡Te libré del tipo ese, y lo hice YO› yo solo!”. Hubo unos pocos minutos más de apretados susurros, y luego Segundo salió de la habitación impetuosamente y con el rostro congestionado. Se fue a la cocina, agarró la botella de coñac y se dejó caer en una silla. Pero no bebió. A decir verdad, estaba completamente sobrio. Se quedó un buen rato quieto, con la botella agarrada por el gollete, la mirada perdida en la pared.
»Yo estaba en la cocina y también Chico, a quien la entrada de su padre había pillado desprevenido. El niño se encontraba jugando en el suelo, junto a la ventana, con sus coches metálicos. Cuando vio llegar a Segundo se puso en tensión; comprendí que hubiera deseado irse de la habitación, pero para ello tenía que pasar junto a su padre, una proximidad no siempre prudente. Además se encontraba a las espaldas de Segundo, de modo que debió de pensar que podría pasar inadvertido si no armaba bulla y se quedaba quieto.
»Transcurrió así algún tiempo sin que ninguno nos moviéramos, hasta que Segundo, sin cambiar de postura, dijo claramente: «Chico». El niño se agitó pero no hizo nada. «Chico”, repitió el padre con una voz tranquila, «ven aquí». Vi como el niño empalidecía. Se puso en pie y dio la vuelta a la mesa, lento y tembloroso, hasta colocarse al otro lado del tablero, frente a Segundo. Entonces éste carraspeó y se frotó con incomodidad las grandes manos: los nudillos le crujían como maderas secas. Miró a su hijo y sonrió. ¡Segundo sonriendo! Creo que es la primera vez que he visto algo así. Chico tampoco debía de haberlo visto nunca, porque puso todavía más cara de susto. «Ven aquí», dijo Segundo palmeándose las rodillas. El niño avanzó un pasito muy pequeño. «Aquí», repitió él y Chico dio otro paso rernolón. «Si quieres te puedo contar un cuento», dijo Segundo; y el niño seguía todo rígido y aferrado con ambas manos al borde de la mesa, como un pajarito. “No tengas miedo, ven aquí y te contaré una historia muy bonita”, insistió Segundo, aún sonriendo. Chico avanzó otra pizca hacia él; medio centímetro de aire, apenas nada, el menor desplazamiento imaginable. “Mira, para que te quedes tranquilo, puedes escoger. Si quieres puedes irte, y si no, si te quedas conmigo, te contaré un cuento muy divertido. Dime, ¿qué prefieres, quedarte o marcharte? Venga, hombre, contesta, nadie te va a hacer nada…» El niño torció tímidamente la cabeza hacia la puerta. «¿Qué dices? ¿Qué quieres? ¿Irte o quedarte?”, insistía el risueño Segundo. “Irme», balbució Chico en un tono de voz casi inaudible. «¿Y si además de contarte la historia te doy este dinero?”, dijo Segundo, sacándose un billete del bolsillo y mostrándoselo a su hijo alegremente. Chico repitió: «Irme. Por favor”. Y entonces sucedió algo pavoroso: Segundo se quedó mirando al niño y comenzó a llorar. Primero fueron unas lágrimas redondas y silenciosas, unas gruesas lágrimas que resbalaban por sus mejillas mientras sus labios seguían petrificados en una sonrisa. Y después se derrumbó todo él como un globo pinchado, le cayó la pesada cabezota sobre el pecho, se le desplomaron los hombros, la abrumada espalda comenzó a sacudirse con los sollozos. Tenía la cara retorcida, la expresión monstruosa; el llanto le salía a chorros por los ojos, nunca vi llorar a nadie de ese modo. Miré a Chico: estaba aterrorizado, con una mirada de incredulidad y horror fija en su padre. Le llamé, intentando calmarle, serenarle: «Chico”, le dije, «Chico, no te preocupes”; pero el niño ni siquiera me oyó. De pronto pareció recuperar la movilidad: se despegó de la mesa y salió corriendo de la cocina, con la rápida agilidad de la ardilla que escapa de un peligro. Y a la mañana siguiente se marchó de casa.
»No le he contado esta escena a nadie hasta ahora, y tal vez no hubiera debido contártela a ti. No se lo dije a Amanda porque no habría entendido nada: ni el porqué de las lágrimas de Segundo ni la huida del niño. Tú tampoco lo entiendes, pero, como eres una niña, el no entender aún no te hace daño.
»Los adultos, en cambio, no soportan no entender una cosa porque no son capaces de admitir el misterio; y se inventan míles de explicaciones estúpidas para llenar el vacío de lo que no comprenden. Se afe- rran a esas explicaciones tontas de un modo fanático, cuanto más estúpidas más ciegamente las defienden, y llegan hasta a matar por ellas, a degollar por su miedo al vacío y por sus errores.
»Conozco a Segundo desde hace mucho tiempo, desde aquellos años remotos en que yo trabajaba en el espectáculo de magia de su padre. No era un muchacho feo. Siempre fue muy distinto a su hermano, hasta en el físico: Segundo, ancho y carnoso; Máximo, correoso y huesudo. Pero los dos eran altos, buenos mozos. Máximo se parecía más a su padre, incluso tenía sus ojos azules; el rostro de Segundo, en cambio, siempre me recordó la cara de un perro, con ese hocico poderoso y húmedo. Hablo de antes, de mucho antes, de cuando no había adelgazado tanto, de cuando no tenía los ojos hundidos, de cuando no le habían tajado esa horrorosa cicatriz. Fue entonces cuando conoció a Amanda, cuando la enamoró. Quizá entonces fuera un hombre bueno, no lo sé: esa cara de loco se le puso luego. Son un enigma los hombres, para las mujeres. Y las mujeres lo son para los hombres. Varones y hembras son planetas separados y secretos que giran lentamente en la negrura cósmica; y cuando sus órbitas se cruzan, saltan chispas.
»El amor no es sino la acuciante necesidad de sentirse con otro, de pensarse con otro, de dejar de padecer la insoportable soledad del que se sabe vivo y condenado. Y así, buscamos en el otro no quien el otro es, sino una simple excusa para imaginar que hemos encontrado un alma gemela, un corazón capaz de palpitar en el silencio enloquecedor que media entre los latidos del nuestro, mientras corremos por la vida o la vida corre por nosotros hasta acabarnos.
»Te voy a decir otra cosa que no sabes: los liliputienses somos los herederos directos del Paraíso. ¿Recuerdas la foto color sepia que hay en mi baúl? ¿La de la mujercita pequeña de falda de volantes? Ésa es Lucía Zárate, mi mentora; ella me enseñó, siendo ya ancianísima, los secretos de nuestra religión, el sa- ber oculto de la gente menuda. Como yo se lo he enseñado a otros liliputienses y aún lo enseñaré varias veces más, porque ya te he dicho que somos longevos: la foto de Lucía es de finales del siglo pasado pero ella alcanzó a vivir hasta mi tiempo. Y sin embargo, en el retrato ya debía de ser una mujer adulta: digamos treinta años. Acuérdate de que está de pie sobre una mesa redonda cubierta con un mantel fino, de color oscuro y con cenefa de oro. La pared del fondo posee un zócalo muy ancho ricamente labrado; debe de tratarse de un local público, quizá un salón musical o un teatrillo; sé que la mostraban, como una exquisita rareza, en los espectáculos de variedades. Lucía está muy erguida en medio de la mesa, perfecta de proporciones, admirable, el cuerpo tan fino y elegante embutido en un traje de talle ajustado y chorreras al cuello, la falda de volantes adornada con un fleco de cortina que quizá desmerece: debió de pasar grandes estrecheces. Y luego está la cabeza tan linda, los bucles oscuros sobre las orejas, las mejillas frescas y redondas… y esos ojos. Tiene Lucía Zárate en esa foto un mirar avejentado y triste. Somos tristes los liliputienses, no sé si lo has notado. Me imagino el instante del retrato: no hay sillas ni taburetes cerca de la mesa, así que alguien tuvo por fuerza que subirla en brazos. Quizá su patrón, aquel que la explotaba en ferias y teatrillos; o tal vez el fotógrafo. Supongo que el fotógrafo le pediría a la enana que sonriera; metido tras su caja, bajo su trapo negro, que sonría la enana para el retrato. Pero Lucía posó con la boca amarga y apretada, los ojos doloridos. Cuando yo la conocí ya estaba ciega; no alcancé a ver en ella esa mirada de la foto, tan turbia y desolada, tan terrible.
»Lucía medía medio metro. Sólo medio metro, desde sus rizos negros a la punta de sus botines de tafilete, de modo que yo le saco un buen puñado de centímetros. Dicen los expertos que ella ha sido el ser humano más pequeño de la historia; tal vez sea así o tal vez no, porque los registros de altura sólo se han llevado sistemáticamente en el último siglo y de los tiempos anteriores apenas si conocemos a unos pocos liliputienses célebres. Como Soplillo, que acompañó la adolescencia de Felipe II y que, según se ve en el cuadro de Villandrando, era un muchacho moreno y de cara fina, delicado y hermoso; aunque él era mucho más alto que Lucía, puesto que debía de medir cerca de ochenta centímetros. Te recuerdo que los liliputienses no somos enanos vulgares: somos seres menudos pero en todo perfectos. Y en esa perfección, ya te lo he dicho antes, está la huella y la herencia del Paraíso.