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– Sí.

– ¿Y tú sabes quién soy yo?

– Sí.

Me miró de una manera que no sé decir, durante mucho tiempo. Luego alargó la mano derecha y tocó delicadamente, con la yema de su dedo índice, la bola de cristal que colgaba de mi cuello. Después subió la mano y pasó el dedo por mi mejilla, en un roce suavísimo. Sonrió ligeramente.

– Ahora me tengo que ir -susurró.

– Yo me voy contigo.

Negó con la cabeza, amistoso y tranquilo. Era una presencia enorme sobre mí, una sombra amparadora.

– No puedes venir, tengo cosas que hacer, cosas muy serias.

– Por favor -se me saltaron las lágrimas.

Me miró frunciendo el entrecejo, pensativo, tocándose distraídamente la cicatriz que tenía en la cara: una línea blanca y algo hundida, muy fina, que le cruzaba el pómulo derecho. Te diré lo que vamos a hacer: yo ahora me voy y soluciono mis asuntos, y tú me esperas aquí hasta que yo regrese.

Hipé un poco.

– Mira, te voy a dar algo mientras tanto -dijo mi padre con una alegría un tanto forzada-. Algo curioso…

Sacó la cartera y rebuscó en ella hasta encontrar una foto pequeña que me tendió.

– Toma. Te la puedes quedar ahora y luego me la devuelves… Es una foto de tu abuela…

Yo la guardé en el bolsillo de la falda sin siquiera mirarla y sin dejar de llorar. Mi padre suspiró y se irguió.

– No te pongas así, Baba. Es sólo un rato.

– Vuelve -le pedí.

– Te lo prometo.

Le vi rodear el estanque con su paso seguro, enfilar hacia nuestra calle y doblar la esquina. Antes de desaparecer no se volvió a mirarme: lo consideré un mal augurio. Me mordí las uñas de una mano reflexionando sobre cuál sería el comportamiento más conveniente para mí. Me mordí las uñas de la otra mano intentando convencerme de que mi padre volvería a buscarme. Cuando terminé con el último dedo me levanté del reborde y fui tras él.

Nuestra calle estaba vacía, pero supuse que había entrado en el club. Empujé sigilosamente la puerta, abriendo la hoja lo menos posible para que el resplandor exterior del sol no me delatara. Me quedé unos instantes en el pequeño vestíbulo que formaban las colgaduras de terciopelo pelado y sucio y esperé hasta que mis ojos se acostumbraron a la penumbra. Al otro lado se oían unas voces; aparté las cortinas y me colé en el club. Estaba a oscuras salvo las luces generales del escenario, unos focos polvorientos y mortecinos incrustados en el techo. Y en el escenario, bajo esa luz plana y sin nervio, se encontraban discutiendo Segundo y mi padre.

– No fui yo, Máximo, no fui yo.

– Eres un cobarde.

– Te digo que no fui yo. ¿Por qué no me crees? Fue un accidente. Un cortocircuito.

– Claro. Y el segundo incendio también. Eres un cobarde. Y estás loco.

La voz de mi padre apenas si era más que un penetrante susurro; por el contrario, Segundo gritaba y movía los brazos en el aire; se paseaba nerviosamente por el escenario, aunque sin perder la cara a su hermano, que le miraba recostado contra la pared del fondo. Mi padre estaba pálido y su cicatriz era aún más blanca, como una lívida y fina línea que le cruzaba el rostro. La cicatriz de Segundo, en cambio, estaba hinchada y brillante, enrojecida. Era un añadido monstruoso en su cara, como si llevara un re- pugnante ser viscoso, un informe organismo marino adherido a su mejilla.

– ¿Qué quieres hacerme? ¿Para qué has venido? -chilló Segundo con un trémolo de histeria.

– ¿Dónde está el dinero?

– ¿Qué dinero? ¡Por todos los santos, Máximo, se quemó!

Recuerda que te vi…:¡En el segundo incendio! Se quemó en el segundo incendio.

Mi padre escupió al suelo.

– Me das asco.

_¿ Por qué me tratas así? ¿Por qué me habéis tratado siempre así? No es justo. Y no me conocéis. No me conoces. -Extendió las manos ante sí y bajó la voz-: He matado. Yo he matado. Deberíais tenerme más respeto. Y más miedo. Soy un hombre peligroso.

– La mataste a ella. Lo sé. Ésa es una de las razones por las que he venido -susurró mi padre con una voz helada que me resultó desagradable.

– ¡No! No, no, no -chilló de nuevo Segundo-. Eso fue un accidente. Un cortocircuito. Cielo santo, Máximo, nunca me has dejado vivir, ¿por qué me persigues?

Una pequeña mano se aferró a mi brazo y junto a mí estalló una vocecita furibunda:

– Qué demonios estás haciendo aquí? Era Airelai, una extraña Airelai de ojos llameantes.

– YO… Mi padre… Ése es mi padre, Airelai…

– ,Ya lo sé, idiota! -rugió la enana.

Miré hacia el escenario: Segundo se retorcía las manos y mi padre me contemplaba con gesto desabrido.

– Vete -me dijo él, con esa voz helada tan terrible. Me eché a llorar.

– Perdón… Yo no quería…

– Vete, Baba -habló de nuevo mi padre, ahora más suave-. No te preocupes. No pasa nada. Vete al estanque y no te muevas de allí, que dentro de un rato iré a buscarte, Airelai me empujó ligeramente hacia la puerta.

– Se ha enfadado conmigo -dije, abrumada.

– No se ha enfadado. Yo sé que no. Ya lo verás. Vete al estanque y espéranos -me consoló la enana.

Antes de que pudiera darme cuenta me encontré parpadeando en la calle, deslumbrada, con la puerta del club cerrada a mis espaldas. Caminé cansinamente hacia la plazuela, angustiada por mi propia torpeza. En la fuente había unos niños ahogando a una lagartija. Me senté en el reborde de hormigón, en el mismo lugar en donde antes había estado, sólo que ahora mirando hacia el otro lado, hacia la esquina por donde mi padre tendría que aparecer. La superficie rugosa del cemento me arañaba los muslos y la tarde pesaba sobre mi cabeza. Y así empezaron a pasar las horas lentamente.

Luego, mucho después de que mi padre muriera y de que todo acabara, estando Chico y yo juntos y solos en la casa nueva mientras el invierno se apretaba detrás de los cristales, el niño me contó lo que había sucedido en el club aquella tarde. Y esto fue lo que dijo:

«Yo estaba allí: oí los gritos desde casa y bajé. Estuve allí todo el rato; incluso te vi a ti, y vi cómo te echaban. Yo estaba escondido en la escalera interior, detrás de la cortina. Tú deberías haber hecho lo mismo: fuiste muy torpe quedándote ahí en medio corno boba. Ya sabes que, mirando por la rendija, entre las cortinas, se puede ver el escenario perfectamente. Un poco de refilón, pero muy cerca.

»Cuando tú te marchaste la enana dijo: “Yo sé dónde está el dinero”. Al oírla, Segundo empezó a chillar: “¿Qué dinero, qué dinero?”. Pero Airelai ni le miró: “Está en el camerino, en una maleta azul, dentro de un doble fondo que hay en el armario”, dijo muy tranquila. “¿Estás segura?”, preguntó Máximo. “Acabo de pasar a comprobarlo.» Entonces Máximo se acercó a su hermano y le agarró por las solapas: «Y ahora qué cuento me vas a querer contar, ahora qué dices…”. Pero se calló de repente porque Segundo le había puesto la punta de un cuchillo enorme en la garganta, no sé de dónde lo había sacado pero ahí estaba, un cuchillo grandísimo como los que usa mi madre para cortar la carne. Y había apoyado la punta en el cuello de Máximo y se reía: “¿Que ahora qué digo? Pues ahora digo que esto es otra cosa, ¿verdad? Ahora me respetas más, ¿verdad?». Máximo no se movió, no dijo nada, estaba quieto y tieso. “Con apretar un poco, sólo un poco, adiós el pobre Máximo… decía Segundo; y soltó una carcajada que sonaba muy fea. “Pero tengo una idea mejor: ahora vamos a ir todos despacito hasta aquel armario del fondo, y te vas a meter dentro de ese armario con tu enana, y yo os voy a encerrar y me marcharé con mi dinero.” “Y prenderás fuego al local antes de irte, como la vez pasada”, dijo Máximo con la voz tranquila. “¡Qué buena idea! Tendré que pensármelo…”, contestó Segundo.

»Entonces la enana empezó a moverse. Dio un paso adelante y luego otro. Segundo la miró asombrado y luego agitó el cuchillo cerca del cuello de Máximo. “¡Quieta! Como des un paso más, le mato.” Pero Airelai dijo: “No, no lo harás», y siguió avanzando. “¡Le mato! ¡Le voy a matar! ¡Le voy a degollar!”, chillaba Segundo. Pero la enana llegó junto a ellos, y arrimó un cajón, y se subió a él, mientras Segundo la miraba con los ojos como platos pero sin hacer nada; entonces Airelai se alzó de puntillas, estiró la manita, puso un dedo en la punta del cuchillo y empujó. Y la hoja se encogió, porque era uno de los puñales de mentira del número de magia.

Segundo se puso muy blanco y dejó caer el cuchillo. Máximo se volvió hacia él con toda calma y cogió algo del bolsillo de atrás del pantalón. La cosa hizo un ruidito y entonces vi que era una navaja automática y que acababa de sacarle la hoja. Y ésta sí que era de verdad, una hoja fina y peligrosa que daba miedo. Segundo miró a Máximo y Máximo miró a Segundo, con la navaja brillando entre los dos. Pero Máximo no se decidía; pasaban los segundos y todo seguía igual. «Acaba de una vez», dijo la enana. “Segundo no lo hubiera dudado tanto, tenía la pistola de doña Bárbara y te estaba esperando para matarte, pero cuando vi que llegabas yo le robé el arma.” Y entonces la enana se sacó del bolsillo la pequeña pistola plateada de la abuela. Pero Máximo seguía sin decidirse. “Si no me matas ahora”, dijo Segundo con una voz muy ronca, «si no me matas ahora, yo acabaré contigo algún día”. Y me gustó que fuera capaz de decir eso. Máximo bajó la mano, cerró la navaja y se la guardó de nuevo en el bolsillo del pantalón. «Vámonos», le dijo a la enana. Segundo cayó de rodillas, se tapó la cara con las manos y se puso a llorar. La enana se acercó a él y le tocó en el hombro. «Segundo”, llamó. Segundo estaba todo encogido, apoyado con los codos en el suelo, llorando muy fuerte. “Segundo”, insistió Airelai. Él levantó la cara mojada y sus ojos quedaron a la misma altura que los de la enana. Entonces la enana estiró el brazo, apoyó la pistolita de la abuela en la frente de Segundo y le voló la cabeza. Todo esto fue muy rápido.

»Se fueron enseguida los dos al camerino a recoger el dinero y supongo que fue entonces cuando Máximo te dejó ese puñado de billetes en un sobre a tu nombre. Yo les vi aparecer de nuevo en el club, ya con la maleta; y cruzar la sala y salir a la calle. Hubiera podido seguirles, pero me encontraba demasiado asustado. No, no era eso, no era miedo, era como si no tuviera fuerzas, como si mis piernas no fueran mis piernas, y además estaba el asco, ya me entiendes, no podía salir de detrás de la cortina y meterme en mitad de toda esa sangre, si me quedaba detrás de la cortina era como si la sangre no fuera de verdad, como si fuera una película. Así que no me moví de allí, me quedé quieto durante mucho tiempo, no sé cuánto, hasta que llegó mi madre y se puso a gritar como una loca.