Pero para mi desgracia me habían oído. -¿Qué? ¿Qué dice la piojosa esa? -le preguntó el Buga a uno de sus amigos, como si no pudiera rebajarse a hablar conmigo.
– Que le dejes ya, dice -repitió el otro.
El Buga soltó a Chico, que cayó de cabeza contra el suelo. El golpe retumbó y debió de doler, pero el niño se quedó quieto en el suelo, tal como había caído, sin llorar ni moverse, intentando adquirir la textura y la coloración de las baldosas.
– Pues dejado está. Ya está. Dejado.
Se vino hacia mí y yo noté la presión del muro del portal a mis espaldas. El Buga era bajito y fuerte, con la cara carnosa y los párpados espesos y achinados, casi sin pestañas. El aliento le olía a menta, y los pies, embutidos en unas sucias botas deportivas, a sudor. Me apretó contra la pared y empezó a mascullar irritadamente:
– Y tú de dónde sales, y a ti quién te ha dicho que puedes hablar, puta piojosa, y por qué gritas…
Yo no estaba gritando. A decir verdad creo que no estaba ni respirando. Baba, que no me haga daño.
– Te vas a enterar… Entonces me levantó las faldas y metió su mano debajo de la braga. Sentí sus dedos durante unos instantes, ásperos y calientes, rebuscando por ahí. Un pellizco. Chillé. El Buga sacó la mano.
– Es una mocosa: no tiene ni pelos -dijo con voz cargada de desprecio-. Larguémonos de aquí.
Y se marcharon, no sin antes lanzarle una patada de refilón a Chico, que seguía en el suelo: un puntapié flojo y sin saña, un mero recordatorio de quiénes eran. Me acerqué a Chico y le ayudé a levantarse; le sangraba la nariz y tenía un golpe en la mejilla. Le acaricié la cabeza, satisfecha de haber intervenido.
– Pobrecito, cómo lo siento. Menos mal que yo estaba contigo.
El niño me miró cejijunto y sombrío, mientras se restañaba la nariz con el pico del jersey.
– ¿Menos mal? Fue todo por tu culpa… -gruñó. -¿Ah, sí? -me irrité-. Pues descuida, que no te volveré a ayudar nunca más.
– ¡No me has ayudado! ¡No quiero que me ayudes! ¡Tú no sabes nada! Eres una chica.
Me quedé sin palabras. -Las cosas son así, ¿es que no lo entiendes? -siguió Chico-. Ellos vienen y se burlan un poco; pero si yo les obedezco, no hacen daño.
– ¿Ah, no? Mírate la cara.
– ¡Porque tú te equivocaste, todo es culpa tuya, no conoces el Barrio!
– Pero, entonces, ¿a ti te da lo mismo que te pongan de cabeza y que te insulten?
Chico se encogió de hombros. -Cuando vienen les dejo que se coman los caramelos y que me empujen. A éstos y a otros. A los que son más fuertes. Las cosas son así. Y está bien, no me importa. Tampoco me gustaría ser como ellos, ¿sabes? Ellos, los fuertes, se tienen que estar pegando todo el rato los unos con los otros. Pegando de verdad, con navajas y eso. Pero yo sólo tengo que aguantar algún empujoncito. No está mal. Es tranquilo.
Se apartó el jersey de la nariz: ya no sangraba. -Y los insultos no me importan, y ya sé que mis orejas son feísimas… -titubeó Chico, y la cara se le ensombreció un instante, y casi pareció que iba a hacer un puchero. Pero enseguida se repuso y continuó-. Y que se coman los caramelos, me da igual, que se los coman todos, que les dé un dolor horrible de barriga. Yo ganaré más dinero y compraré muchos más.
Y, diciendo esto, Chico se volvió a sentar en el peldaño del portal, los brazos cruzados, la espalda muy recta, como un digno y orejudo comerciante a la espera de la llegada de la clientela.
El cuarto de los gatos estaba de verdad lleno de gatos. Gatos negros, y grises, y pardos, y atigrados, con las patas blancas, con las patas rotas, enclenques algunos, barrigones otros; gatas finas y coquetas, gatitos impúberes, grandes gatazos llenos de cicatrices de sus peleas con los otros machos. La ventana permanecía siempre abierta para que los animales pudieran entrar y salir a conveniencia, pero aun así el ambiente era fétido y dulzón. La abuela Bárbara cuidaba de los gatos y Amanda cuidaba de la abuela, de Segundo, de Chico, de mí y de la casa.
A veces los felinos no venían solos, esto es, al regresar alguno de sus correrías nocturnas se traía un amigo. Pero a la mayoría los había recogido doña Bárbara de la calle en las pocas ocasiones que salía: en general, sólo dos veces al mes, el primer y el tercer sábado. Se arreglaba la abuela mucho en esos días, se lavaba y cepillaba con esmero el largo y escaso pelo blanco, sacaba todos sus trajes y los extendía por el cuarto antes de decidirse por alguno y se lustraba ella misma las recias botas de botones, que en sus pies, enormes, parecían un calzado militar. Y al final, cuando ya estaba arreglada del todo, metía una ramita de canela en un pañuelo pequeño y muy fino, y el pañuelo se lo metía en el escote.
– ¿Estoy bien? -decía entonces-. ¿Voy bastante abrigada? ¿0 pasaré calor?
Amanda corría a la ventana, sacaba un brazo para tentar el aire, contemplaba el cielo; pero, como era insegura y dubitativa, nunca era capaz de responder adecuadamente a las preguntas de doña Bárbara. La abuela gruñía insatisfecha, se quitaba la chaqueta, se la volvía a poner, daba unas cuantas vueltas por la habitación mientras Amanda se ponía cada vez más nerviosa e iba creciendo en intensidad el momento de la partida. Y al cabo, ni antes ni después sino en el instante justo, como si hubiera sonado una salva de cañones honorífica (a veces restallaba un avión en las alturas y parecía a propósito), doña Bárbara abría al fin la puerta y desatracaba lentamente de su cuarto como un majestuoso trasatlántico camino de los mares remotos.
En realidad siempre iba al cementerio. Lo sé porque muchas veces me llevó con ella. Llevaba el bastón en la mano izquierda y con la derecha me agarraba del cuello, y era como tener un buitre aferrado a la espalda. Nos miraban mucho. Nos miraban en el Barrio, donde éramos famosos desde que nos habíamos quedado con la pensión. Pero nos miraban aún más en la ciudad, a la que llegábamos en autobús. Sé que mi abuela vestía de un modo raro; pero entonces me parecía una reina, y en los ojos de los demás creía ver miedo y a lo mejor envidia, nunca compasión, curiosidad o desprecio.
Íbamos a un cementerio antiguo y muy pequeño que, con el crecimiento de la ciudad, se había quedado casi en el centro. Era un sitio agradable, sobre todo cuando había sol y los árboles dibujaban en la arena del suelo un tembloroso rompecabezas de luces y de sombras. En esos días la abuela parecía rejuvenecer en cuanto entrábamos por las verjas de hierro. Atrás quedaba el ruido de los coches y el cementerio era una burbuja de silencio fresco y vegetal que olía a tierra regada. Abría la enorme boca doña Bárbara y respiraba ruidosa y golosamente el aire, como si se lo quisiera tragar todo de un golpe. Y a veces se reía, yo no sabía por qué.
Me hacía leer las lápidas y fijarme en las fechas. Luego me estrujaba el cuello y decía cosas raras:
– ¡Mira! «En memoria de mi querida esposa, Matilde Morales Pérez, 1847-1901…» Míralo bien… Todos están muertos, todos, menos tú y yo… No lo olvides nunca, no te olvides jamás de que estás viviendo. Entre el mar de tinieblas del tiempo que fue y el interminable mar del tiempo que vendrá, tú estas viviendo ahora, justo ahora, una chispa de luz y de casualidad entre la nada. Un privilegio. La verdad es que no sé por qué viven los idiotas. Y los miserables. Por qué tanto derroche de vida con la gente. Con todas esas personas que ni siquiera saben que están vivos. Cuando yo podría hacer tan buen uso de todos esos años que otros malgastan. No es racional, no es justo ni económico. Si hay alguien ahí arriba, lo ha hecho todo muy mal.
Y soltaba una risotada y seguíamos paseando entre las tumbas, hasta que el sol caía y los árboles empezaban a sisear ese amenazador lamento que los árboles cantan por la noche; y entonces venía el guarda a decirnos que cerraba y yo conseguía al fin arrancar a la abuela del cementerio. Doña Bárbara nunca sabía marcharse de los sitios que le gustaban.
Era de regreso a casa cuando solía hacerse con los gatos. Cogía a los animales callejeros más salvajes y fieros por el cogote, y éstos se dejaban hacer con una mansedumbre inexplicable. Aunque puede que ya se hubiera corrido la voz entre los felinos del Barrio sobre el buen trato que doña Bárbara les dispensaba, porque en ocasiones incluso parecía que los gatos nos saliesen al encuentro. Bautizaba entonces la abuela a cada animal con el nombre de un muerto, Matilde Morales Pérez, Lucy Annabel Plympton, Rodrigo Ruiz Roel, nombres que había recogido por la tarde en el cementerio, sacados de las borrosas lápidas. Doña Bárbara tenía muy buena memoria y siempre llamaba a cada gato por el nombre adecuado. Y así, cuando entraba en el cuarto a darles la comida y cambiarles el agua, hablaba siempre un ratito con ellos, con los que hubiera, porque, como entraban y salían, la población variaba; y se dirigía a los animales por su nombre con todo respeto, como si se tratara de personas. Y algunos es verdad que parecían humanos: Lucy Annabel, una gatita linda e inocente; Rodrigo, un gato gruñón y acatarrado; Matilde, una gata matrona de caderas rotundas.
Si cuento todo esto es porque en el cuarto de los gatos sucedió algo inquietante. Fue al día siguiente de nuestro incidente con el Buga y yo me había pasado toda la mañana recorriendo el Barrio para ver si encontraba a mi padre; es decir al misterioso hombre aquel que me buscaba. Pero no le encontré, y me sentía tan triste que entré en el cuarto de los gatos. A menudo lo hacía: me escurría dentro sin que me vieran, porque allí no aparecía nunca nadie, salvo la abuela por las mañanas; y, una vez superado el primer sofoco del olor, al que te acostumbrabas en unos minutos, allí me sentía segura y acompañada.
Aquella tarde debí de dormirme, porque me sobresaltaron unas voces y cuando abrí los ojos el cuarto estaba a oscuras. Enseguida comprendí que había alguien en la habitación contigua, que era la del sofá, la que Segundo usaba como sala. Una puerta de madera rematada por un montante unía ambos cuartos, y por el ventanuco se colaban la luz y la voz de un hombre.
– Te digo que vamos a tener problemas: te está buscando y estoy seguro de que lo sabe todo.
– Jero ¿qué cojones es todo? No te pases de listo, Portugués… -era la enfurecida voz de Segundo.
– Tú sabes a lo que me refiero… Y yo también lo sé. Y no me estoy pasando de listo… por ahora.
– No me amenaces, Portugués, no me amenaces… Al otro lado de la puerta hubo un pequeño y tenso silencio.
– Está bien. No discutamos. Somos socios, ¿no? -dijo el llamado Portugués en tono conciliador.