Más silencio. -Te digo que el tipo es un peligro. Viene de dentro. -¿De dentro? ¿Quién te lo ha dicho?
– Lo sé. Y seguro que lo envía Máximo.
Agucé la oreja al oír el nombre de mi padre. Así que el recién llegado no era él, pero si un enviado suyo. Y Segundo parecía tenerle miedo.
– Máximo tampoco sabe nada -dijo Segundo con voz dubitativa.
– Sabe que tienes el dinero.
Se escuchó un arrastrar de sillas, un golpe seco, un repentino jadeo, la voz susurrante y crispada de Segundo:
– No vuelvas a repetir eso… No vuelvas ni a pensarlo, ¿oíste, Portugués? Como vuelvas a decirlo te degüello…
Nuevamente el silencio, interrumpido tan sólo por unos pequeños resoplidos.
Al rato, Segundo tomó de nuevo la palabra en un tono más tranquilo:
– El dinero se quemó en el incendio. -Sí… en el incendio. -Fue una desgracia. -La hostia con la desgracia… -gruñó el Portugués.
– Y si la mujer de mi hermano murió, yo no tengo la culpa.
Entonces mi padre había estado casado, pensé con sorpresa; y fue una noticia que me molestó. Pero inmediatamente pareció descorrerse una gruesa cortina dentro de mi cabeza y el cuarto entero se iluminó con mi descubrimiento: esa mujer de la que hablaban, la muerta en el incendio, tenía que ser mi madre. Sentí en el rostro un golpe de calor, el aliento crepitante y goloso de las llamas. Me temblaron las piernas y caí al suelo. Tiré una silla y debí de hacer considerable ruido.
– ¿Qué ha sido eso? -se sobresaltó el Portugués. -Nada. La mierda de los gatos.
Escuché unos pasos y la puerta se abrió; un triángulo de cegadora luz corrió por el suelo hasta alcanzarme. Permanecí quieta donde estaba, aún sentada sobre las baldosas, aterrada y confusa, mientras el Portugués me contemplaba fríamente. Era el tipo de la boca cortada que había visto en el pasillo noches antes.
– Tenías razón… Eran los gatos -dijo al fin el hombre sin dejar de mirarme.
– ¿Lo ves? -se escuchó la voz de Segundo desde la habitación-. Lo peor que tienes es que no me crees. Así no te van a ir bien las cosas en la vida, Portugués…
– Sí te creo. El dinero se ha quemado en el incendio. ¿Ves? Te creo.
Y antes de cerrar la puerta sonrió, y su diente de oro relampagueó entre la carne rota de su boca.
Todo cambió cuando al fin llegó Airelai. Primero llegaron sus baúles, muchísimos, pesados, con remaches de hierro en las esquinas y gruesas correas de cuero cubriendo los cierres. Los trajeron un par de hombres en un camión de una compañía de mudanzas, lo cual fue un auténtico acontecimiento en el Barrio, donde nadie que se trasladara usaba ese tipo de compañías porque eran demasiado caras. Ya digo que nosotros debíamos de ser ricos.
Ella apareció cuando ya habían subido casi todos los bultos. Llevaba una boina de fieltro negro adornada con una pluma azul brillante, una malla negra y una falda corta de gasa del mismo azul resplandeciente que la pluma. Toda ella, desde sus zapatitos planos de charol hasta lo más alto del sombrero, debía de medir menos de un metro. A mí me llegaba al pecho y yo aún era una niña.
Abrieron los dos cuartos que quedaban sin ocupar en la antigua pensión y los llenaron con los bultos de Airelai. Tuvieron que correr los muebles a un lado y apenas si quedaba sitio para otra cosa. De los baúles empezaron a salir las cosas más extraordinarias: espadas grandes y puñales pequeños, biombos chinos de papel de arroz, cajas lacadas que se hacían y se deshacían como piezas mecánicas, trajes diminutos bordados de lentejuelas, bolas de vidrio con una luz por dentro, cubos de colores, mesitas plegables, pañuelos y abanicos.
Uno de los baúles estaba acolchado y forrado de seda roja oscura, y allí dentro tenía la enanita su cama, con sábanas de lino y una almohada de encajes. En el interior de la tapa del baúl, Airelai había cosido unas cuantas estampas: unos dibujos abigarrados e inquietantes, que luego ella me explicó que eran dioses hindúes; la foto de una ballena saltando fuera del agua en mitad del océano; un hermoso paisaje verde entre montañas, con una casa de piedra en la ladera; un antiguo retrato en color sepia de una mujer muy pequeña, subida encima de una mesa y vestida con un traje largo; y, por último, en la quinta y más fascinante estampa se veía un estallido de luz sobre un fondo oscuro, como una chisporroteante bola de fuego entre tinieblas. Ésa era la Estrella, me explicó Airelai, era una foto de la Estrella; me aprendí su aspecto gracias a esa imagen y por eso cuando la vi más tarde pude reconocerla.
Alrelai trajo la magia. Quiero decir que ella y Segundo empezaron a trabajar en un número de magos en un club que había enfrente de nuestra casa. Porque eso eran las puertas rojizas y humeantes que se abrían tan sólo por las noches: clubs. Qué cosa era un club, eso yo ya no lo sabía. Pero desde luego no eran lugares para niñas.
La llegada de la enana fue un acontecimiento. Incluso doña Bárbara pareció alegrarse. Se levantó de la cama para recibirla:
– Ya era hora de que asomaras -le espetó a modo de saludo.
– No me dejaban pasar los baúles en la frontera -se disculpó Airelai.
– Tenéis que poneros a trabajar cuanto antes. -Tampoco hay tanta prisa -protestó Segundo. -Claro que la hay, estúpido -rezongó la abuela-. Con tanto dinero estás llamando la atención demasiado… Ya está la policía investigando, eso dijo Rita la de la tienda.
– Ése no era un policía -protestó Segundo-. Era… -se mordió los labios-. Bueno, quizá sí, quizá tengas razón.
Doña Bárbara le miró con sus ojos de pájaro y con la misma expresión con que un pájaro calibraría al pequeño gusano que dentro de un segundo va a tragarse. Pero luego ese hierro de su mirada se deshizo, le tembló la pesada barbilla, pareció más vieja. Suspiró.
– No vales ni lo que la sombra de tu hermano. Dio media vuelta, entró en sus habitaciones y cerró dando un portazo. Segundo basculó el peso de un pie a otro y miró a la enana.
– Está loca. Ya lo ves, cada día más loca. Pero que te quede claro que aquí el que manda soy yo, ¿has entendido? -dijo con una nota de amenaza en la voz.
– Sí. -Y él no volverá jamás. No puede. Le quedan muchos años. Y cuando vuelva…
Un avión pasó sobre nosotros y su retumbar se comió el resto de las palabras de Segundo. Vi que la enana movía la cabeza y repetía:
– Sí. Y entonces, no sé por qué, los dos se volvieron y me miraron; y yo simulé estar absorta cascando avellanas con el quicio de la puerta, que era mi excusa para permanecer en el pasillo. Pero Segundo agarró a la enana por un brazo y se la llevó casi en volandas al cuarto del sofá, y ya no pude escuchar más.
Algunos días más tarde, Amanda, Chico y yo fuimos al club de enfrente a ver un ensayo del número de magia. Era por la mañana y, cuando empujamos la puerta, dentro no se veía humo ni el resplandor rojizo. A decir verdad, el lugar resultó de lo más decepcionante: era una especie de garaje grande lleno de muebles. Había sillones de eskai y mesitas pequeñas por todas partes, y las mesas estaban todas rayadas y algunos de los sillones tenían agujeros por donde se escapaba la borra. En el suelo había una moqueta cubierta de quemaduras y de manchas y las paredes estaban tan sucias que era imposible reconocer ningún color. En un rincón había un escenario formado por una tarima de madera y unas cortinas verdes con flecos dorados, mugrientas y desgarradas como todo lo demás; no se veía ninguna ventana y la única luz venía de unas bombillas polvorientas que colgaban del techo. Olía agrio; y a tabaco frío. Era un lugar tan triste que encogía el corazón.
Airelai iba vestida con un trajecito de vuelo todo bordado en lentejuelas rojas y fresas: parecía una pequeña llama ardiendo sobre las viejas maderas del escenario. Segundo llevaba una túnica de seda que le quedaba grande: se daba vueltas a las amplias mangas sobre los codos y se pisaba el ruedo al caminar.
– Maldita sea… ¡Amanda! -Sí… -balbucía Amanda desde la penumbra. -A ver si coses esto…
– Si, sí, perdona, luego lo hago.
Segundo estaba de pésimo humor: era la una del mediodía y nunca se levantaba tan temprano. Además no disfrutaba con los juegos de magia: hacía aparecer y desaparecer triángulos plateados debajo de sombreros, multiplicaba ramos de flores de papel y desataba cuerdas en el aire sin dejar de rezongar y con el entrecejo fruncido y sombrío.
– ¿Notáis algo raro? ¿Habéis visto el tirón con la izquierda? ¡Amanda!
– ¡No! No, todo bien, todo está muy bien, muy bien…
Amanda se comía las uñas y Chico se sentaba junto a ella con la cabeza ladeada. Como siempre que se encontraba ante su padre, Chico mantenía una actitud silenciosa y letárgica, como si estuviera adormecido; pero tenía las orejotas levantadas y alerta, casi tan móviles como las de un conejo.
Segundo nos había llevado al club para comprobar que el espectáculo funcionaba. Detrás de él, en un revuelo de lentejuelas, sin ruido y sin peso, Airelai lo disponía todo y le pasaba los útiles. Yo sólo la miraba a ella. Era tan bonita y lo demás tan feo.
Por eso me preocupó cuando Segundo la metió en una caja. Sólo quedaba fuera la cabeza, y las manitas a los lados, y los pies al fondo; y la enana movía manos y pies, que parecían animalitos con vida propia. Entonces Segundo empezó a hincar en la caja los grandes espadones de puño labrado; siseaban horriblemente al cruzar la madera y aparecían al otro lado afilados y por lo menos limpios, porque yo temía verlos salir tintos en sangre. Y cuando el cofre parecía ya un acerico, y era imposible que nada cupiera en su interior sin haber sido ensartado, Airelai aún continuaba sonriente y entera. Ésa fue para mí la primera prueba indiscutible del poder de la enana.
Porque era ella quien poseía la magia, y no Segundo. Así lo comprendimos Amanda y Chico y yo enseguida; y así nos lo explicó luego la propia Airelai:
– Esto es como los ventrílocuos, ¿sabéis lo que es, los habéis visto? Son esas personas que aparecen en escena con un muñeco, y hablan, o hacen bromas; y fingen ponerle la voz a los muñecos. Pero yo sé que no es así, y escuchadme bien. Yo sé que es el muñeco el que habla en lugar del ventrílocuo, y luego finge que el ventrílocuo finge que el muñeco está hablando, ¿me entendéis? Yo también finjo en el escenario que es el mago el que sabe los trucos, pero en realidad soy yo la dueña del secreto y de la palabra. Y ellos sin mí, escuchadme bien, no serían nada.
La abuela se marchaba y yo corría hacia casa para despedirla, cuando, a la vuelta de una esquina, choqué contra un hombre. Fue como empotrarse contra un muro. Dos manazas cayeron sobre mis hombros y un rostro gris descendió hasta colocarse a pocos centímetros del mío.