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– Y si dices que siempre tienes que sobrellevar alguna pena, ¿qué desgracia te sucede ahora?

Porque la enana nos parecía fuerte, libre y feliz. Airelai suspiró:

– Pues ahora… Yo ahora sufro mucho -dijo, ruborizándose. Aunque no lo advirtáis, sufro mucho de amor.

Desde que el tipo con sonrisa de tiburón empezó a vigilar la casa, Segundo había desaparecido. No dijo a dónde iba, y ni tan siquiera que se fuera a marchar; simplemente salió de la pensión un atardecer y ya no regresó. Al principio, Amanda estaba más pálida que nunca y se pasaba las noches en vela esperando el regreso de su marido.

– Es que no quiero que me pille dormida -le comentaba a veces a la abuela.

– Siempre fue un perfecto inútil -contestaba doña Bárbara.

Pero a medida que pasaban los días Amanda parecía serenarse; y a veces hasta se le podía escuchar tarareando algo mientras preparaba la comida o arreglaba la casa. Aunque de pronto detenía con brusquedad sus suaves canturreos y levantaba sobrecogida la mano hacia la cara, en ese gesto tan suyo y tan indefinido, como si fuera a cubrirse la boca y a medio camino se arrepintiera, como si fuera a morderse las uñas y se le hubieran perdido los dedos en el trayecto. Y en esa mano que colgaba blandamente en el aire estaba retratada toda su vida.

– No me puedo creer que se haya ido -musitaba acongojada en esas ocasiones-. Volverá. Lo sé. Nunca me dejará.

– Siempre fue un perfecto inútil -decía la abuela. Vivíamos con las orejas estiradas, esperando oír sus pasos en cualquier momento. Hablábamos, jugábamos, comíamos y dormíamos con esa presencia inminente; y todo lo hacíamos deprisa, para acabar antes de que él volviera, aunque se tratara de una actividad totalmente inocente. Pero el regreso de Segundo era una línea, una frontera; y cuanto más tardaba, más imponente nos parecía el momento de su vuelta, más cargado de significado y de amenaza.

– Es posible que ya no venga nunca más -dijo la enana mientras se abanicaba con un cartón.

Era la hora de la siesta y el aire estaba quieto y bochornoso.

– No me lo puedo creer -contestó Amanda. -¿Por qué? -No es mi suerte. Quiero decir, tengo muy mala suerte.

– Pero imagínate que eso ha cambiado -dijo Airela-. Ahora tienes mi fuerza. Ahora vosotros tres tenéis mi fortuna. Cuando llegue mi Estrella se cumplirán todos mis deseos. Y yo deseo que los tres seáis felices: tú, Amanda; y tú; y Chico también. Así es que vuestra suerte es ahora mi suerte.

Amanda suspiró: -Tú es que eres muy buena, Airelai. Pero él volverá.

Me tumbé boca arriba en el suelo, disfrutando del momentáneo frescor de las baldosas. Por encima de mi estaba el aire estancado y caliente de la habitación; y más arriba, el tejado calcinado; y más arriba, un cielo casi blanco abrasado por un sol insufrible; y más arriba, el firmamento siempre negro que nos rodea, como yo había visto en un programa de televisión. Y por allí, en la inmensidad de esa noche eterna, avanzaba hacia nosotros nuestra Estrella, firme y ciega, dispuesta a concedernos todo.

– ¿Por qué no te has ido? ¿Por qué no les has dejado? -preguntó la enana.

Amanda tardó mucho en contestar. Estaba sentada en una silla, vestida con una camiseta y unos pantalones vaqueros viejos cortados a tijeretazos a la mitad del muslo. Metía de cuando en cuando una servilleta en la jarra de agua que había sobre la mesa (habíamos acabado de comer hacía muy poco), y se humedecía con ella el escote y la nuca. La jarra había tenido hielo, pero ya se había derretido. Todos nos movíamos lentamente, y hablábamos lentamente, y pensábamos lentamente, como si moverse, hablar, pensar o respirar fuera un peligro, esto es, como si el calor nos estuviera matando. Y quizá fuera así. Chico quiso acurrucarse en los brazos de Amanda, pero ella le rechazó sofocada y suave. Entonces el niño se tumbó en el suelo, sobre las baldosas, como yo; y se puso a dormitar mientras agarraba con una mano un tobillo de su madre. La abuela también debía de estar durmiendo la siesta en la asfixiante penumbra de sus habitaciones: tomaba somníferos. Y a nuestro alrededor ardía la tierra.

– Pero, ¿cómo querías que me fuera? Es imposible -contestó al fin Amanda.

– Cuando viniste aquí, tú sola, a recoger a la chi-

– Ellos se habían quedado con el niño, para que yo no me marchara. Además, ¿adónde voy a ir? Segundo me encontraría. Y me mataría.

– Venga, venga: no eres la única mal casada en el mundo. Otras lo han conseguido.

– Yo no. Lo sé. Yo no.

– Además tú eres una chica preparada, has trabajado como secretaria, sabes escribir a máquina… No les necesitas para nada. Busca un empleo. Coge al niño y vete.

De nuevo Amanda tardó en contestar. La mirada se le perdió en el aire; se veía que estaba esforzándose en imaginar cómo podía ser la vida sin Segundo, sin su brutalidad y sus manos tan duras. Gotas de agua y de sudor brillaban en su escote y el pelo, mojado, se le pegaba a sus mejillas suaves y redondas. Un moscardón agujereaba la penumbra por encima de mi cabeza: embestía una y otra vez el aire denso y pesado y casi parecía oírse el ruido de las sombras al desgarrarse. Si se fuera Amanda, se llevaría al niño. Sólo al niño. Baba.

Amanda suspiró y sacudió la cabeza desesperanzadamente, dándose por vencida:

– No es mi suerte. Mi madre no quería que me casara con Segundo. Pero era muy guapo. Me casé y se acabó. Yo antes era otra cosa, pero me equivoqué y ya no hay remedio. No me puedo escapar de él. La vida es así. Se acabó, Airelai.

Hablaba Amanda con la mirada baja y un extraño temblor le ablandaba la boca y la barbilla, como si se le estuvieran rebelando, e incluso escapando de la cara, y ella careciera de fuerzas suficientes para sujetar barbilla y boca en su lugar. Recordé entonces otra barbilla así, agitada y contrita, desesperada en sus deseos de escapar de debajo de la nariz del propietario. La habíamos visto Chico y yo la tarde anterior enfrente de casa, a la puerta del club en donde, antes de que Segundo desapareciera, éste y Airelai solían actuar como magos. Era la barbilla del Buga, el chulito pandillero. Pero en esta ocasión, cuando le vimos Chico y yo, parecía considerablemente humilde y estaba solo.

– Vengo a hablar con el Portugués -había resoplado el Buga al matón que le abrió el portón y le dejó esperando en la calle.

Cuando vimos llegar al Buga, Chico y yo nos escondimos en las sombras de nuestro portal. Pero el muchacho no nos prestó la menor atención; de hecho, parecía absorto en algo interior y apenas si miraba por donde iba. Con la barbilla temblorosa y los gruesos párpados entrecerrando sus ojos chinos.

– Te dije que no vinieras aquí, qué mierda quieres… -gruñó el Portugués asomándose bruscamente a la puerta.

El cuerpo del Buga se sacudió bajo la voz del hombre. Se inclinó hacia delante y susurró algo que no entendimos. El Portugués arrugó con sorna su boca rota:

– ¿Y por qué iba a hacer yo eso por ti? No vales para nada. No me sirves.

En ese momento apareció en el quicio, junto al Portugués, el hombre con sonrisa de tiburón contra el que yo había chocado unas semanas antes. Su presencia fue una desagradable sorpresa para Chico y para mí: hacía unos cuantos días que no le veíamos y estábamos empezando a pensar que se había marchado. El Hombre Tiburón se agarró amistosamente a los hombros del Portugués y sonrió con su boca truculenta.

– ¿Qué pasa? -dijo; y había algo en su tono que convertía estas dos palabras inocentes en algo brutal.

El Buga se inclinó aún más hacia ellos y susurró de nuevo. No le oíamos pero vimos su espalda, tensada hacia delante y también hacia abajo, en un movimiento a la vez ansioso e implorante. El Portugués torció el gesto con desagrado y apartó al muchacho de un empujón que casi le tiró al suelo.

– Muérete -dijo aburridamente, sin ningún entusiasmo, antes de meterse club adentro.

– Y no vuelvas -añadió el Hombre Tiburón: y es- taba claro que no se trataba de un consejo.

El Buga se quedó un rato contemplando la puerta cerrada y luego se volvió y le pudimos ver la cara: blanca como un papel. Se sujetó el temblor de la barbilla con una mano y apretó los párpados sin pestañas durante unos momentos. Después abrió los ojos, respiró hondo, sacó pecho y echó a andar calle abajo. En los últimos segundos había ganado en altura y en desafío; casi hubiera parecido el Buga de siempre de no ser por ese miserable temblor de su barbilla.

Luego se lo contamos a la abuela, Chico y yo. No lo del Buga, sino que habíamos visto al Portugués y al Hombre Tiburón, muy juntos y amigos en el club de la magia.

– Siempre fue un perfecto inútil -suspiró doña Bárbara.

Y se marchó a la cama.

No teníamos dinero. Poco antes éramos ricos pero ahora Segundo seguía sin aparecer y no teníamos dinero. La abuela había vendido o empeñado un reloj de oro y unos tenedores grandes y pesados, sobrecargados de arabescos, que parecían tridentes. Eso me dijo Airelai, que lo sabía todo. Pero aun así no teníamos dinero. Algunos días apenas si había para comer y Amanda nos preparaba pan y sobrasada y se reía muchísimo, porque por un lado le preocupaba la situación económica pero por otro empezaba a pensar que Segundo no volverla, y esa contradicción en los sentimientos la tenía bastante nerviosa y así como algo loca.

Entonces Airelai dijo un día que ya estaba bien y que ella iba a tomar cartas en el asunto. Y comenzó a marcharse de casa todas las noches, embozada en un velo malva y en su misterio. No regresaba hasta muy avanzada la madrugada, con pasitos sin ruido y sin peso, como de conejo, y se metía en su baúl a dormir durante todo el día. Yo supuse que la razón de su comportamiento era la magia, y que si se iba de casa todas las noches era para poder hacer conjuros a la luz de la luna. Porque Airelai volvía siempre con dinero, pequeñas montañas de billetes arrugados que dejaba sobre la mesa del cuarto del sofá antes de irse a la cama, y a mí me parecía imposible que alguien pudiera encontrar todo ese dinero en las noches oscuras si no era a través de algún hechizo. Por las mañanas, al levantarnos, Chico y yo corríamos a la mesa a ver si se repetía una vez más el mismo portento, y era como si todos los días fuera Reyes. Yo escudriñaba los billetes intentando encontrar en ellos algo especial, porque nunca antes había tenido la ocasión de ver dinero encantado. Pero parecían billetes como los demás, algunos incluso muy usados y sucios, con los bordes rasgados y cosas escritas con bolígrafo: palabras absurdas, nombres de mujer, números de teléfono.