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– ¿Qué le pasa en el pelo?

Siana era capaz de estar debatiendo un caso ante el Tribunal Supremo -lo cual no había sucedido, todavía- y fijarse en los peinados de todo el mundo en la sala, incluidos los magistrados, lo cual da bastante miedo, si tienes en cuenta las caras que tienen algunos de ellos. Jenni y yo también somos así, y todas hemos heredado ese gen directamente de mamá, quien lo sacó de su madre. A menudo me he preguntado cómo sería la abuela de mi madre. En una ocasión se lo dije a Wyatt y le dio un escalofrío. Ha visto a mi abuela en una ocasión, en su fiesta de cumpleaños hace un mes, y creo que o bien le impresionó mucho o le aterrorizó, pero aguantó el tipo, y después de la fiesta, papá le invitó a un whisky doble.

No entiendo que hay de malo en la abuela, excepto que es capaz de superar a mamá, lo cual, de acuerdo, es un poco terrorífico. Pero quiero ser exactamente como ella cuando tenga su edad. Quiero seguir teniendo mucho estilo, conducir coches buenos y que mis hijos y mis nietos me presten la atención debida. De todos modos, cuando sea mayor de verdad, voy a cambiar mi coche deportivo por el modelo más grande que pueda encontrar, y voy a encorvarme en el asiento, con mi cabecita azul asomándose por encima del volante, y dedicarme a conducir despacio de verdad, mandando a freír espárragos a cualquiera que me toque la bocina. Son planes así los que me hacen mirar con ilusión la vejez.

Es decir, si es que llego a vivir tanto tiempo. Otra gente insiste en hacer toda clase de planes diferentes para mí. Qué lata.

Esperé, pero no llegó nada de comida, no se produjo aquel milagro. Siana y yo estuvimos charlando y, tras un rato, vino otra enfermera y me tomó las constantes vitales. Yo pregunté por la comida, y ella comprobó mi gráfica.

– Veré qué puedo hacer. -Y salió.

Siana y yo nos figuramos que habría que esperar y decidimos aprovechar el rato para lavar mi pelo. Gracias al cielo hoy en día no hay que mantener secos los puntos, porque no estaba dispuesta a aguantar una semana con la sangre seca y el resto de la porquería en el pelo que me daban aspecto de indio salvaje. Los puntos no eran ningún problema, la conmoción, sí. Mientras me moviera despacio, el dolor de cabeza no sería tan agudo. Pero no quería lavarme sólo el pelo, quería lavarme del todo. Siana consiguió preguntar a una enfermera que le dijo que, por supuesto, podía quitarme las vendas para darme una ducha, y con cuidado, pero feliz, me duché y me lavé el pelo con champú. Dejé que las vendas cayeran por sí solas durante la ducha, en vez de retirarlas antes.

Después Siana me secó el pelo con el secador. Lo hizo sin intentar mantener un peinado en concreto, pero aquello no era tan importante porque yo llevo el pelo liso. Sólo con llevarlo limpio ya me sentía mejor.

Seguía sin llegar ningún alimento.

Empezaba a pensar que el personal del hospital mantenía uno de esos planes alternativos conmigo, y la intención era que me muriera de hambre. Siana estaba a punto de bajar a la cafetería para buscarse algo para ella cuando finalmente trajeron una bandeja. El café estaba tibio, pero lo acepté agradecida, y me bebí la mitad de la taza antes de levantar la tapa metálica de la fuente. Algo parecido a unos huevos revueltos, tostada fría y un mustio beicon me saludaron. Siana y yo nos miramos; luego nos encogimos de hombros.

– Me muero de hambre, así que esto servirá.

Pero apunté mentalmente escribir al administrador del hospital sobre la oferta culinaria en este centro. La gente enferma necesita comida que como mínimo sea apetecible.

Después de tomar casi la mitad del desayuno, mis ofendidas papilas gustativas superaron a los gemidos cada vez más débiles de mi estómago, y volví a poner la tapa encima de la fuente para no tener que ver los huevos. Los huevos fríos son repugnantes. El dolor de cabeza se había aliviado un poco, y comprendí que en parte se debía a la falta de cafeína.

Ya que me sentía mucho mejor, empecé a inquietarme por cómo iba pasando el tiempo. Ningún médico había venido todavía a verme y casi eran las diez y media, según el reloj de la pared.

– Tal vez no hayan asignado ningún doctor a mi caso -me dije-. Tal vez me he quedado aquí y se han olvidado de mí.

– Tal vez debieras buscar un médico normal -indicó Siana.

– ¿Tienes tú uno?

Hizo un gesto culpable.

– ¿Sirve un ginecólogo?

– No sé por qué no. Yo también tengo a mi ginecóloga. -Es que en algún sitio hay que conseguir la receta para las pildoras anticonceptivas-. Tal vez debiera llamarla.

Una espera en el hospital es aburrida. Siana encendió la televisión e intentamos encontrar algo para pasar el rato. Ninguna de las dos está en casa durante el día, de modo que no estamos familiarizadas con la programación diurna. Supongo que el hecho de que El precio justo fuera lo mejor que encontráramos significa algo, pero al menos nos distrajo un rato. Las dos acertamos más respuestas que los demás concursantes, pero, claro, ir de compras requiere mucho talento.

El ruido del vestíbulo nos estaba distrayendo; la señora que me había traído la bandeja del desayuno había dejado la puerta medio abierta, y así la dejamos, porque de ese modo el aire circulaba y mantenía la habitación un poco menos cargada. El resplandeciente cielo azul del exterior de mi ventana me decía que el verano se resistía a acabarse, pese a que el calendario indicaba que había llegado oficíalmente el otoño. Quería salir a buscar mi vestido de novia. ¿Dónde había un médico, cualquier médico?

El precio justo se acabó, y le pregunté a Siana:

– ¿Qué tal fue tu cita anoche?

– Sin prisas.

Le dediqué una mirada comprensiva y suspiró.

– Era un buen tipo, pero… le faltaba chispa. Quiero chispas, quiero una caja entera de bengalas. Quiero lo que tienes tú con Wyatt, algún tío que me mire como si fuera a devorarme, eso es lo que quiero que haga.

Sólo usar las palabras Wyatt y devorar en la misma frase me provocó un sofoco y me erizó el vello. No cabía duda: ese hombre me tenía programada.

– Tuve que esperar a Wyatt durante mucho tiempo. Incluso esperé dos años más, después de que me dejara. -Eso todavía era un tema delicado para mí, que me hubiera dejado tras las tres primeras citas, porque pensaba que yo exigía demasiadas atenciones.

– No puede decirse que esperaras exactamente -replicó ella, divertida-. Seguiste con las citas. Y muchas, por lo que recuerdo.

Detecté un movimiento fugaz en la puerta. El movimiento se detuvo, pero no entró nadie en la habitación.

– Pero no me acosté con nadie -indiqué-. Eso es esperar.

Wyatt seguía sin entrar en la habitación. Estaba escuchando donde no pudiera ser visto. Yo sabía que era él; imaginaba que vendría de visita hacia la hora del almuerzo, si conseguía escaparse un rato. Tenía algo de taimado, no lo podía disimular; era un poli redomado y no podía evitar escuchar a escondidas si pensaba que podía sacar algo interesante.

Hice una señal a Siana entrecerrando la mirada e indicando la puerta. Me devolvió una rápida mueca y dijo:

– Siempre dijiste que querías usar su SSE.

Aquello no era verdad, pero el Código de Mujeres del Sur decía que los varones de antenas largas siempre tenían que encontrarse con alguna conversación jugosa. La rápida ocurrencia de Siana me encantó.

– Su SSE fue lo que me interesó desde el principio. Quería de verdad tener acceso a él.

– Tiene que ser impresionante.

– Lo es, pero su manera de responder es igual de importante. No tiene sentido contar con un gran SSE si no hace lo que quieres que haga; algo así sucede también con un banco.

Siana contuvo una risotada.

– Yo también ando buscando un gran SSE. No veo por qué no puedo enamorarme de un tipo que tenga uno y que pueda satisfacer mis necesidades.