Se paró y otra vez receló.
– ¿Un talón? ¿Un carpintero? ¿Qué bosquejos?
Ah, qué cataplines tan magníficos, debidamente tocados. La vida era una gozada.
– Recuerdas cómo ha empezado esta conversación, ¿verdad?
– Sí. Tú y Siana estabais hablando de mi polla.
– No esa conversación, esta conversación. La de las reformas.
– Entendido. Aún no he dado con la conexión entre mi polla y el tratamiento de las ventanas -dijo con sequedad-, pero por ahora me contentaré. ¿Qué pasa con el inicio de esta conversación?
– Una despensa. No tienes despensa. Necesito una.
Una mirada increíble se apoderó de sus ojos.
– ¿Me estás echando de mi despacho, y esperas que pague por ello?
– Espero que pagues buena parte, sí. Tienes más dinero que yo. Dio un resoplido.
– Conduzco un Chevrolet. Tú conduces un Mercedes. Hice un gesto desdeñoso. Detalles.
– No te estoy echando. Te estoy trasladando a un nuevo despacho. Distribuiré el salón. -Era una gran habitación, y no necesitaba tanto espacio para mi oficina casera. La mayor parte, sí, pero no todo-. De cualquier modo, necesitas una oficina más grande; has metido tantas cosas en la despensa que ya casi no entras ni tú.
Eso era la pura verdad. Para mí era un misterio, ya que en el momento de comprar la casa había hecho una reforma de gran envergadura, pero no había incluido un despacho como Dios manda para él. La única explicación que se me ocurría era que Wyatt era un tío. Al menos había una cantidad suficiente de cuartos de baño, aunque tal vez eso fuera idea del constructor; estaba claro que lo de poner una despensa no era idea de Wyatt.
Le vi dar vueltas a la idea de un despacho mayor y percatarse de que yo tenía razón; necesitaba más espacio, y yo necesitaba una despensa.
– De acuerdo, de acuerdo. Haz lo que quieras, y yo lo pago. -Se pellizcó el caballete de la nariz-. He venido aquí para contarte lo de las cintas de seguridad y, de algún modo, he acabado gastando veinte mil dólares, como mínimo -refunfuñó, hablando sobre todo consigo mismo.
¿Veinte mil dólares? Ya le gustaría. No obstante, me guardé eso para mí. Muy pronto se enteraría.
– ¿Tienes las cintas del aparcamiento? -Soné un poco incrédula-. Pensaba que no las conseguirías, ya que no me tocó. ¿El centro comercial te las pasó sin más ni más?
– En realidad, sí, pero las habría conseguido de todos modos.
– Habrías necesitado una orden, y no se cometió ningún delito.
– La imprudencia temeraria es un delito, cielo.
– Anoche no dijiste nada de imprudencia temeraria.
Se encogió de hombros. Según su punto de vista, los asuntos de polis eran cosa suya, del mismo modo que, digamos, mantener bien clorada la piscina pequeña de Great Bods era asunto mío. Yo no consultaba todos los detalles del gimnasio con él y, de hecho, pensándolo bien, él me comentaba muy pocos asuntos de polis. No es que yo estuviera de acuerdo del todo con eso, porque los asuntos policiales son mucho más interesantes que la cloración de piscinas, y ése era el motivo de que yo husmeara en sus expedientes de tanto en tanto. Vale, cada vez que tenía ocasión.
No quise darle más vueltas a lo de su falta de comunicación, algo que él no tenía intención de remediar, al menos en lo referente a su trabajo.
– ¿Qué has encontrado?
– No demasiado -admitió, con la frustración reflejándose en sus ojos-. Para empezar, el centro comercial tiene un sistema anticuado que emplea cintas en lugar de material digital. La cinta está gastada, y no pude distinguir la matrícula; sólo se aprecia que, indudablemente, el coche era un Buick. Nuestros técnicos dicen que deberían haber cambiado la cinta hace un mes más o menos; literalmente tiene agujeros. No podrán sacar nada útil de eso.
– ¿El centro comercial no reemplaza las cintas con regularidad? -pregunté indignada. Eran unos dejados. Me sentí traicionada.
– En muchos sitios hacen lo mismo, al menos hasta que sucede una desgracia. Entonces quienquiera que esté al mando del sistema de vigilancia se pone hecho una furia, y durante un tiempo cambian las cintas con regularidad. No te creerías la porquería que nos dan a veces para trabajar con ella. -Su tono era duro. Wyatt no toleraba a la gente que no cumplía con su deber.
Metió el brazo debajo de la sábana y me agarró la parte interior del muslo, con fuerza, tal vez un poco áspera y, oh, tan cálida.
– No te alcanzó por centímetros -dijo con voz ronca-. Casi me da un infarto al ver lo cerca que estuvo. Esa zorra no intentaba sólo asustarte, literalmente intentaba matarte.
Capítulo 7
Mamá llegó muy poco después con mis ropas, que colgó en el minúsculo armario, y luego dejó caer mis llaves de nuevo en mi cartera.
– No puedo quedarme -dijo con expresión frustrada, un poco agobiada pero increíblemente bella, porque así es mamá: no puede no estar guapa-. ¿Cómo te encuentras, cielo?
– Mejor -contesté, porque era verdad. Había conseguido comer esos espantosos huevos ¿a que sí? Lo de «mejor» debería ir matizado por «levemente», pero quería mostrar buena voluntad -. Gracias por traerme las cosas. Ahora vete tranquila a hacer lo tuyo; no te preocupes por mí.
Me dedicó una mirada irónica en plan «sí, seguro».
– ¿Ya ha pasado algún médico?
– Ninguno.
Pareció aún más frustrada. -¿Dónde está Siana?
– Ha bajado a la cafetería cuando he llegado yo -dijo Wyatt consultando el reloj-. Lleva unos veinte minutos allí.
– No puedo quedarme hasta que vuelva, tendría que haberme ido hace ya cinco minutos. -Se inclinó y me besó en la frente, tocó la mejilla de Wyatt mientras se dirigía hacia la puerta y salió al pasillo con un «Llámame al móvil cuando me necesites». Lo dijo por encima del hombro mientras desaparecía de nuestra vista.
– No le has mencionado las cintas del aparcamiento -comentó Wyatt.
Él seguía intentando descifrar nuestra dinámica familiar. Aunque era de la opinión de que la realidad pura y dura es la plataforma operativa más estable, mamá y yo compartíamos la tendencia de seguir tangentes para no tener que pensar en las cosas malas hasta que las hubiéramos procesado y estuviéramos preparadas para asimilarlas. Yo había tenido toda la noche para procesar, y además había estado en el lugar de los hechos y sabía con exactitud el peligro que había corrido, de modo que ya había explorado unas cuantas tangentes y ahora me enfrentaba concienzudamente a la historia pura y dura.
– Sabe que alguien intentó atropellarme. No tiene sentido contarle lo cerca que estuvo la muy zorra de hacerlo en realidad. Ya está bastante estresada, y eso sólo la preocuparía todavía más.
El incidente ya había pasado… excepto la parte de la recuperación. No había manera de seguir la pista de aquella mujer, por lo tanto mejor que todo el mundo olvidara el tema y continuara con sus cosas. Eso era lo que yo iba a hacer, tenía que hacerlo. ¡Tenía que ir de compras! Esto me había costado ya casi un día, y lo más probable era que me costara un par más como mínimo, y no tenía tiempo que perder.
Wyatt volvió a mirar su reloj. Siempre estaba increíblemente atareado, a diario, por lo tanto yo sabía lo que le había costado encontrar el momento para venir al hospital. Busqué su mano.
– Tú también tienes que irte. -Eh, que yo también puedo ser comprensiva.
– Sí, así es. Tienes las llaves de mi casa aquí, ¿verdad?
– En mi bolsito. ¿Por qué?
– Para que puedas entrar si no me escapo a tiempo para recogerte cuando te den el alta. Siana te puede llevar en coche, ¿verdad que sí?
– No es ése el problema; la cuestión es que no voy a ir a tu casa, sino a la mía. -Vi que empezaba a juntar las cejas y le apreté la mano-. Ya sé que te sientes protector, y yo no estoy intentando ponerme difícil, en serio, por mucho que cueste creerlo, pero todo mi papeleo y mis cosas están en casa. Es posible que no esté para ir de compras, pero puedo hacer algunas gestiones por teléfono y por ordenador. No soy una inválida, aún no, así que no necesito que nadie se quede conmigo. Prometo además no ir en coche sola a ningún sitio. -Ya está. Más razonable no se podía ser, ¿cierto?