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Mi casa estaba helada porque había dejado conectado el aire acondicionado. Siana graduó el termostato para dar calor, pero lo dejó bajo, lo suficiente para quitar el frío, y luego se puso manos a la obra con el chocolate caliente mientras comentábamos qué queríamos cenar, y aproveché el chocolate para empujar dos pastillas de ibuprofeno. No era un combinado maravilloso, ¿a que no?

Nos decidimos por algo sencillo y reconfortante para cenar: pizza. Conocía los gustos de Wyatt en lo que a la pizza se refiere, de modo que Siana llamó para hacer el pedido. El teléfono sonó unos minutos después y ella me tendió el inalámbrico. Esperaba que fuera Wyatt, pero la identidad de la llamada decía «Denver, CO». Estoy en la lista nacional de personas que no desean llamadas de teleoperadores comerciales, de modo que no tenía ni idea de quién podía estar llamando desde Denver.

– Hola.

Un silencio respondió a mi amable saludo. Lo intenté otra vez, un poco más alto.

– ¿Hola? -Oí un clic, luego el tono de llamada. Molesta, colgué y dejé el inalámbrico sobre la mesa-. Han colgado -le dije a Siana, que se encogió de hombros.

Wyatt llamó al cabo de cinco minutos y le transmití la información sobre las pizzas. Llegó veinte minutos después, con su talego de tela pequeño y otro más grande y una caja pequeña de pizza; y nos arrojamos sobre ella como cerdos hambrientos. Vale, ya sé que es una exageración, pero yo estaba hambrienta y él también.

Se había cambiado de ropa; se había puesto vaqueros y una camisa Henley de manga larga de color verde oscuro, que hacía que sus ojos parecieran más claros.

– Nunca antes te había visto con ropa de invierno -dije-. Siempre has sido un romance de verano. -Saber que estaba a punto de pasar un invierno con él era fascinante de un modo extraño.

Me guiñó el ojo.

– Nos esperan muchos arrumacos para quitarnos el frío.

– Avisadme con antelación -dijo Siana mientras sacaba una aceituna negra del queso fundido y se la metía en la boca- para que pueda largarme.

– Lo haré -dijo Wyatt y luego, con un atisbo de sarcasmo en la voz, añadió-: No quiero saber nada de avistamientos accidentales de SSE.

A Siana se le atragantó la aceituna y yo estallé en carcajadas, lo que provocó un atroz dolor punzante en mi cabeza, causado por mi repentino movimiento. Dejé de reírme y me agarré la cabeza, lo que hizo que Siana se atragantara y se riera de forma simultánea -es un poco perversa- y que Wyatt nos mirara a las dos con un centelleo de satisfacción en los ojos.

Volvió a sonar el teléfono y él lo cogió, ya que las dos estábamos ocupadas, Siana ahogándose y yo agarrándome la cabeza. Miró la identidad de la llamada y preguntó:

– ¿A quién conoces en Denver? -mientras apretaba el botón para hablar-. Hola.

Hizo lo mismo que yo había hecho, repetir «Hola» en voz más alta y desconectar después.

– Es la segunda vez desde que he llegado a casa -dije soltándome la cabeza y cogiendo mi trozo de pizza-. No conozco a nadie en Denver. Sea quien sea, también me ha colgado la primera vez.

Wyatt volvió a mirar la identidad de la llamada.

– Seguramente es un número de una tarjeta prepago; muchos pasan a través de Denver.

– Entonces, sea quien sea, está malgastando minutos.

Mamá llamó antes de que acabara la pizza, y la tranquilicé diciéndole que me sentía mejor. El ibuprofeno había hecho efecto, por lo tanto no mentía, al menos mientras no hiciera ningún movimiento brusco. Preguntó si Wyatt se quedaba a pasar la noche, dije que sí, ella dijo que bien, y pudo colgar sabiendo que su hija mayor estaba en buenas manos.

Luego llamó Lynn, mi ayudante de dirección. Wyatt refunfuñó:

– ¿Qué pasa? ¿Es la noche QueTodoElMundoLlameABlair?

Pero no le hice caso. Lynn me ofreció un resumen de la jornada, me explicó que no tenía problemas para sustituirme hasta que pudiese regresar y dijo que no me preocupara por nada. Anoté mentalmente que tenía que darle unos días adicionales de vacaciones.

El teléfono se quedó tranquilo tras eso. Siana y Wyatt recogieron los restos de pizza; luego Siana me dio un abrazo y salió por la puerta. Wyatt me levantó de la silla de inmediato y me sentó sobre su regazo para ofrecerme algunos de los arrumacos que había mencionado antes. Me relajé apoyada en él y contuve un bostezo. Pese a lo cansada y adormilada que estaba, no quería irme aún a la cama.

Él no hablaba, sólo me abrazaba. De todas maneras, creo que tendría que estar muerta para no reaccionar físicamente a él, de modo que empecé a notar el calor de su cuerpo y el gusto que daba sentirle abrazándome, y lo bien que olía.

– Llevamos casi cuarenta y ocho horas sin sexo -anuncié, descontenta con el cómputo creciente de minutos.

– Soy muy consciente de ello -dijo entre dientes.

– Y mañana tampoco habrá nada de sexo.

– Lo sé.

– Y tal vez tampoco el domingo.

– Puedes creerme, lo sé.

– ¿Crees que podrías metérmela sin moverte?

Soltó un resoplido.

– Seamos realistas.

Eso es lo que yo pensaba, pero había merecido la pena intentarlo. De todos modos, en cuanto me encontrara mejor, sería interesante ver cuánto podía aguantar sin moverse. No, no considero eso una violación de los derechos humanos. Puede ser desalmado, pero no una tortura; hay diferencia. No le mencioné mi plan, pero la expectativa hizo que me sintiera mejor.

Una mujer siempre necesita algo que le haga ilusión, ¿no es cierto?

Capítulo 8

Me lo tomé con calma el sábado. Me sentía mejor; eso sí, el dolor de cabeza seguía ahí, pero gracias al ibuprofeno era menos intenso. Mamá me informó de que todavía no había podido contactar con el pastelero que hacía tartas nupciales y Jenni llamó para decir que había localizado una pérgola con el tamaño perfecto, pero que necesitaba una capa de pintura. Se encontraba ni más ni menos que en una venta de objetos usados en un garaje, y el propietario no iba a guardárnosla si alguien que necesitara una pérgola aparecía justo en ese momento. Valía cincuenta dólares.

– Cómprala -le dije a Jenni. ¡Cincuenta dólares! Vaya ganga, era asombroso que nadie se la hubiera llevado aún-. ¿Tienes suficiente efectivo?

– Me las arreglaré, pero necesitaré una furgoneta para transportar esta cosa. ¿Ha traído Wyatt su furgo?

Yo estaba arriba en el cuarto de invitados usando el ordenador, navegando por algunos grandes almacenes de categoría en busca de un vestido de novia, y él estaba abajo haciendo la colada, de modo que no podía preguntárselo a menos que fuera hasta la escalera y gritara. Acercarme a la ventana y mirar abajo era más fácil. El gran Avalanche negro de Wyatt, un monumento móvil a la masculinidad, estaba pegado al bordillo.

– Sí, la tiene aquí.

– ¿Podrá venir entonces a buscar la pérgola con su vehículo?

– Dame la dirección y le mandaré para allá.

Ahora sí que tenía que bajar, pero me agarré a la baranda, mantuve la cabeza todo lo tiesa que pude, e intenté moverme despacio y sin sacudidas. No llamé a Wyatt, porque entonces habría dejado de hacer lo que estaba haciendo, y yo quería verle haciendo la colada. Era un placer verle hacer tareas domésticas. Con su carga de testosterona, cabría pensar que no se le daría bien una tarea así, pero Wyatt se ocupa de las labores domésticas de la misma forma competente que maneja su pistola automática. Llevaba años viviendo solo, por consiguiente había aprendido a cocinar y hacer la colada, y además siempre se le han dado bien las reparaciones y las chapuzas mecánicas. En conjunto era muy práctico tener cerca, un hombre como él, y a mí me excitaba verle colgar mis ropas en el tendedero. Vale, eso es lo de menos; digamos que me excita verle hacer cualquier cosa.