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– Pasaremos entonces a las grabaciones de seguridad de los pasillos -dijo Lawless-. Lamento que esta planta en particular no tenga vigilancia digital, todavía no, pero estoy trabajando en ello. Urgencias y las áreas de cuidados intensivos sí la tienen, y algunas otras plantas también, pero ésta no. No obstante, nuestra calidad de grabación es buena.

Bajó las persianas de las ventanas para que la habitación quedara a oscuras. La cinta ya estaba dentro del vídeo cassette, porque lo único que hizo fue apretar un botón y las imágenes en color aparecieron enfocadas en un segundo monitor.

– La grabación tiene reloj -explicó-. ¿Recuerda más o menos la hora en que esta enfermera entró en su habitación? -Indicó con un boli qué habitación era la mía. En la pantalla, la proporción de las cosas parecía perderse porque las cámaras estaban en el techo, pero las imágenes eran nítidas y claras.

Hice memoria. Siana había llegado a eso de las ocho y media de la mañana, pero aunque mamá tenía una cita, todavía no se había marchado, por lo tanto…

– Entre las ocho y media y las nueve -susurré.

– Bien, es una franja relativamente estrecha. Veamos qué encontramos ahí. -Adelantó la cinta, y la gente empezó a acelerarse pasillo arriba y abajo, entrando y saliendo de habitaciones como chihuahuas anfetamínicos. Detuvo la cinta en dos ocasiones para comprobar el reloj, luego se pasó un poco de la hora y tuvo que rebobinar-. Ahí estamos.

Las cintas de vigilancia son interesantes. Vi a Siana entrando en mi habitación, y les di un momento a Forester y a Lawless para recuperarse de su apreciación silenciosa.

– Aparecerá en cualquier instante a partir de ahora -susurré-. Llevaba una bata rosa.

Y entonces allí estaba, a las ocho y cuarenta y siete minutos.

– Ésa es -dije señalando. El corazón me latió acelerado y con fuerza. No había duda de que era ella, alta y delgada, caminando directa hacia mi habitación para entrar sin vacilar. Aquel cabello de color marrón uniforme; en la filmación se veía como una masa oscura poco natural cayendo sobre los hombros. Llevaba una tablilla sujetapapeles, en la que yo no me había fijado en su momento, pero, claro, tenía una conmoción. El ángulo de la cámara captaba su imagen desde atrás, de modo que no se veía nada bien su cara, sólo un apunte ocasional del ángulo de la barbilla.

Ambos hombres estaban inclinados cerca del monitor, observando la pantalla concentrados como dos gatos a la espera de que un ratón se aventure a salir de su ratonera.

Mamá salió de la habitación, y oí que sus respiraciones se aceleraban y entrecortaban.

– Es mi madre -dije antes de que alguno de los dos tuviera un desliz e hiciera algún comentario masculino que precisara mi intervención.

Luego, a las ocho cincuenta y nueve, la mujer salió de mi habitación, pero el ángulo tampoco facilitaba ver su cara en esta ocasión. O bien la tablilla estaba en medio o tenía la cabeza agachada o iba encorvada.

– Es consciente de las cámaras -dijo Lawless-. Oculta el rostro. No conozco a todos los empleados del hospital, por supuesto, pero no la reconozco. Ojalá recordara su nombre, señorita Mallory…

– No llevaba ninguna chapa identificativa -susurré-, al menos que yo pudiera ver. Recuerdo que pensé que tal vez la llevara enganchada en uno de los bolsillos o en la cinturilla del pantalón.

– Eso va en contra de las regulaciones del hospital -dijo de inmediato. -Las chapas de identificación tienen que estar en un lugar visible, incluida la foto, que puede ir sujeta con un prendedor o imperdible en la zona superior izquierda del pecho. Tendría que investigar más para poder afirmarlo con certeza, pero no creo que esa mujer esté empleada aquí. En primer lugar, no llamó a la puerta, se limitó a entrar; aquí todos los empleados llaman antes de entrar en la habitación de un paciente.

– ¿Podrá conseguir algún otro ángulo de ella? ¿Qué opina? -preguntó Forester-. Tuvo que llegar de alguna manera a la cuarta planta; no se materializaría ahí sin más ni más.

– Tal vez -contestó Lawless-. Sucedió hace una semana. Algunas de las grabaciones, tanto las digitales como las cintas, ya habrán vuelto a regrabarse o se habrán borrado. Si no sucede nada que requiera la apertura de un expediente permanente, pues no lo abrimos. También cabe la posibilidad de que entrara en el hospital vestida con otra ropa bien distinta, con una bolsa, y que se cambiara en uno de los servicios públicos, de modo que aunque la grabáramos entrando o saliendo, no lo sabríamos.

También era posible que llevara el cabello recogido o que usara una gorra de béisbol. Me había hecho ilusiones, pero ahora se derrumbaban por el suelo. Era lista, espabilada, y todavía nos llevaba ventaja. Yo no tenía ni idea de quién era, y este visionado de la cinta no había aportado ninguna respuesta. Tendría que haberme percatado en su momento de que cualquiera que trabaje en un hospital tiene que llevar su chapa de identificación en un lugar bien visible, por cuestiones de seguridad.

– Lamento que no haya sido más productivo -dijo Lawless-. Revisaré lo que tenemos de ese día, pero no soy optimista.

– Al menos ahora podemos calcular su altura y peso -dijo Forester, tomando notas en una de las pequeñas libretas que todos los polis parecían llevar consigo-. Eso nos aporta algún dato más a la descripción. Altura… entre metro setenta y tres y metro setenta y ocho. Peso… entre cincuenta y siete y sesenta y tres quilos.

Dimos las gracias a Lawless y salimos del hospital. Mis pensamientos se aceleraron, porque la probabilidad de que no fuera una trabajadora del hospital no significaba nada… aparte de que trabajaba en otro lugar, por supuesto.

En cuanto me puse el cinturón de seguridad del coche de Forester, y con ese montón de cosas otra vez encima de las rodillas, cogí una de las libretas, la abrí por una página en blanco y empecé a escribir, porque me pareció que podía ser una buena idea compartir con el policía mis pensamientos sobre los coches alquilados, y porque quería proteger mi voz.

– ¿No mejora la voz? -preguntó mientras se ponía también el cinturón.

Asentí y levanté la mano izquierda, con el pulgar y el índice separados entre sí un par de centímetros.

– Un poco, ¿aja?

Volví a asentir y continué escribiendo. Cuando ya había acabado, arranqué la página y se la tendí. Leyó y condujo al mismo tiempo, mirando la nota con el ceño fruncido, y no entiendo por qué, pues había empleado una letra bien clara, sin una sola fioritura ni un corazoncito de los que se usan como punto para la i. En fin, yo nunca empleaba esas cosas.

– Piensa que tal vez haya estado cambiando de coche de alquiler, ¿aja? ¿Qué le hace pensar eso?

Escribí un poco más; luego le di la página.

Leyó lo que acababa de escribir, desplazando la mirada a toda velocidad de la calle a la hoja de papel.

– Mmm… -dijo.

Mi hipótesis consistía en que, si ella no trabajaba en el hospital, entonces por lógica la única manera de que supiera que yo estaba en un hospital era que hubiera llamado para preguntar si había ingresado. Pero, ¿por qué iba a ocurrírsele hacer eso a menos que hubiera sido la persona responsable de que yo estuviera ahí? Por lo tanto, por lógica, tenía que ser la conductora del Buick.

Le escribí otra nota. Recordaba con claridad haberle contado a esa enfermera que Wyatt era poli y que estaba repasando las grabaciones de seguridad del aparcamiento para intentar conseguir la matrícula del coche que casi me había atropellado. No, no le había dicho que era policía, no exactamente, pero ¿quién más iba a revisar cintas de seguridad y conseguir matrículas? Y cuando ella comentó que tenía que estar bien tener un novio policía, yo no la corregí, de modo que indirectamente se lo había confirmado.

En cualquier caso, Wyatt no había sido capaz de sacar ninguna información útil de la cinta, pero ella no lo sabía. Por lo tanto, había cambiado de coche, había cambiado a un Chevrolet blanco. Y ahora hacía un rato que no veía ningún Chevrolet blanco, o sea, que era posible que condujera otra cosa, lo que para mí significaba que o bien tenía acceso a un montón de coches usados o bien los alquilaba en una agencia.