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Esta vez yo no quería dilaciones ni treguas, sólo llegar allí y hacer lo necesario y volver a mi casa en el primer avión y no acordarme de nada ni regresar nunca, y por eso ni siquiera busqué un hotel donde alojarme aquella noche, porque cada minuto que permaneciera en Madrid estaría atrapándome como una de esas ciénagas que se abren a veces en el tiempo sin permitir retroceso ni avance: dejaría en la consigna de la estación mi bolsa de viaje, y en todo caso, cuando mi tarea hubiera concluido, me iría a dormir a un hotel grande y con apariencia de recién inaugurado que había visto junto a la carretera del aeropuerto, fuera de la ciudad, en la tierra de nadie donde se levantaban armazones de edificios en construcción y cobertizos de fábricas o de almacenes de chatarra.

El taxi me dejó junto a la entrada del bar Corinto. Siempre que regresaba a Madrid me sorprendía la suciedad del suelo de los bares, las voces tan altas de los bebedores acodados en las barras de cinc. Al entrar pensé que era muy fácil que alguien se fijara en mí y lo recordara luego. Horas o días antes un hombre me había precedido, apretando muy fuerte la mano en la que escondía la pequeña llave de la consigna, mirando acaso de soslayo, igual que ahora miraba yo, por superstición, por costumbre. A medida que bajaba a los lavabos me envolvía una creciente sensación de inmundicia. Nadie limpiaba nunca ese lugar ni reparaba los cerrojos, nadie borraba las palabras y los números de teléfono escritos en los azulejos.

La llave estaba exactamente donde me dijeron. Otro hombre había bajado allí antes que yo, receloso y un poco sonámbulo, con una pequeña llave en el bolsillo o hiriéndole la palma de la mano: tal vez se había sentido un poco ridículo subiéndose a la taza resbaladiza del retrete para colgar la llave sobre la cisterna, tocando con aprensión, igual que yo, su interior de agua sucia y herrumbre, temiendo que bajara alguien, porque estaba roto el cerrojo de la puerta. Y es posible que aquel hombre no supiera nada de mí ni tampoco la razón por la que debía guardar una pistola en la consigna y una llave en el retrete de un bar. Actos amputados, invisibles hazañas culminadas en la irrealidad y en el miedo. Como en el aeropuerto, busqué en el bar Corinto una cara que me reconociera, pero ninguna podía ser la del hombre que llegó antes que yo. Repetir inversamente sus pasos me vinculaba a él en una indeseada simetría. Caminé hacia la estación por la misma acera por donde él debió de ir al bar Corinto, crucé sucios vestíbulos, anduve con aire de casualidad y pereza entre los pasillos de armarios metálicos de las consignas, buscando el número señalado en la llave, imaginando que el tacto de la pistola solidificaría en un instante la realidad, y también temía ese momento, porque en cuanto la pistola estuviera en mi mano ya sería indudable que el crimen, yo sí usaba esa palabra, era la razón de mi viaje.

La cerradura tardó un poco en ceder. ¿Y si me volviera diciéndoles que no me fue posible abrir la consigna? Casos así habían ocurrido, sumas mezquinas de azares que impedían sin remedio un gesto premeditado y necesario, una puerta que no abría, una pistola encasquillada por la humedad, alguien que era detenido por llamar equivocadamente a un timbre o que no tomaba a tiempo el tren que lo habría salvado por culpa de un dolor de estómago. Pero la llave giró, y su mínima rotación cumplió su parte de destino asignado. Miré a un lado y a otro antes de abrir del todo la taquilla. No había nadie cerca, un mendigo encorvado se alejaba buscando colillas por los rincones, pinchándolas certeramente con una aguja de punto. La pistola estaba en una bolsa de aseo que despedía un fuerte olor a loción para después del afeitado. Me la guardé en la gabardina, previendo con disgusto que el olor a loción quedaría en mi ropa, y dejé en la taquilla mi bolsa de viaje. Me sentía ligero cuando abandoné la estación, igual que siempre que llegaba a una ciudad y dejaba en el hotel mi equipaje para salir a la calle sin propósito alguno, ligero y solo, todavía libre, todavía no corrompido por ninguna decisión sin remedio, y retardaba la hora de aceptar que tenía una cita con Andrade y que iba a disparar contra él, no a su cara, me habían dicho, porque esta vez convenía que la policía lo reconociera, que supieran que habíamos ejecutado a un traidor y desbaratado su trampa.

Me sorprendía a mí mismo reflexionando en plural. La llave que giró a tiempo en su cerradura, el peso de la pistola que llevaba escondida bajo el forro de la gabardina, ya regían mis actos y mis pensamientos. Contra mi voluntad volvía a ser uno de ellos, y me imaginaba la sonrisa de Bernal si pudiera verme y averiguar lo que pensaba. Tal vez podía, y por eso estuvo tan seguro de que iba a venir a Madrid mucho antes de que yo mismo aceptara la posibilidad del viaje. Tal vez uno de ellos, de nosotros, me estaba siguiendo para dar cuenta a Bernal de cada uno de mis pasos o se cruzaba conmigo por los andenes donde ya se alineaban los expresos bajo la bóveda de hierro, orientados hacia el sur, hacia el azul marítimo que se oscurecía al fondo, sobre los raíles y los negros hangares de ladrillo. Era posible que no se fiaran de mí y que me estuvieran sometiendo a una prueba. ¿Era yo el sospechoso, y no Andrade? Silbó un tren que partía, y yo pensé que él también lo había oído desde su refugio, cerca de la ventana, sin asomarse a ella, fumando con la avaricia de los presos y de los condenados. Me había dicho Bernal que fumaba cigarrillos ingleses, sugiriéndome de manera indirecta que ése podría ser otro indicio de su deslealtad, porque eran cigarrillos muy caros y muy difíciles de obtener en Madrid. Pensaban que la vida en España lo había ido corrompiendo, inoculándole los vicios y los hábitos del enemigo, el tabaco inglés, el whisky, añadieron, chantajes diarios y menores que propiciarían la traición, pues concebían el mundo ajeno a ellos como un predicador los lupanares, y cuando Bernal me contó que frecuentaba a una mujer tenía en la mirada el mismo desagrado que cuando examinaba mi gabardina blanca y mis zapatos, sospechando acaso que tampoco yo era inmune a su misma dolencia de renegado.

El azul del fondo era más claro y más limpio que el del mar, pero por los andenes y vestíbulos de la estación cundía un desorden desesperado e inmundo, una angustia de trenes perdidos o interminablemente retrasados que ensombrecía los rostros de fatiga y de insomnio y se adhería a las paredes y al suelo como una suciedad de hollín y de grasa no limpiada en muchos años, igual que la negrura de las vigas metálicas más altas, entre las que volaban pájaros solitarios chocando contra las aristas de hierro, despavoridos por el eco de los altavoces, chillando bajo las bóvedas como gaviotas lejanas. No había un solo lugar en la estación que no oliera a humo agrio de tabaco y a ropa sudada y maltratada en las noches de los trenes y en las salas de espera. Pensé con un doble sentimiento de dolor y de huida que ésta ya no era mi patria, y me apresuré a alejarme de la estación como si abandonara un barco condenado al naufragio, oliéndome la ropa, mirándome en los escaparates para comprobar que no había sido contagiado.

Para llegar a la casa donde me esperaba Andrade tenía que seguir hacia el sur las tapias del ferrocarril, por una calle baja y casi deshabitada, con mezquinas acacias y portales inhóspitos junto a los que había letreros de porcelana que anunciaban casas de huéspedes, con tabernas oscuras donde bebían ferroviarios de uniforme azul. En los lavabos de una de ellas tiré la bolsa de aseo con olor a loción y revisé la pistola: era una Luger tan enfática como un automóvil de 1940. Tenía un cargador completo, y el cañón y el gatillo habían sido cuidadosamente engrasados unas horas antes. Me sorprendió no haber sabido recordar cuánto pesaba y cómo olía. Miré mi reloj y pensé en Andrade, en sus ojos, en su pecho débil y blanco, posiblemente enrojecido por el sol de aquella playa del mar Negro. Sin duda usaba el bañador de otro y lo impacientaban las horas quietas frente al mar, y no olvidaba nunca que debía volver y que estaba condenado.

Ya era noche cerrada cuando salí otra vez a la calle. Al final del muro de ladrillo comenzaba una estepa de terraplenes y malezas en la que a veces se encendían reflectores sobre altas torres metálicas. Caminé entre laderas de escorias y naves industriales guiándome únicamente por los raíles y los cables del tendido eléctrico, tropezando en las sombras, en las pendientes de grava, que sufrían un largo estremecimiento sísmico cada vez que pasaba un tren, repentino y temible como un látigo de luces.