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Reconocí el almacén por el anuncio de máquinas de coser que cubría las ventanas del primer piso. Lo vi con detalle durante unos segundos, los que tardó en pasar un tren con las ventanillas iluminadas. Una dama de principios de siglo extendía los brazos a lo largo de una máquina Singer con una sonrisa lánguida y arcaica de domadora de panteras. El resto de las ventanas y la puerta principal habían sido clausuradas con tablones en aspa. Yo tenía que dar la vuelta al edificio: en la parte de atrás, oculta por un muladar de automóviles viejos y lavadoras desguazadas, había otra puerta más pequeña. La encontré casi a tientas y llamé con los nudillos. Dos golpes rápidos, y luego uno, y por fin tres más espaciados. Instrucciones de Luque. Cumplirlas con exactitud me daba la desagradable sensación de manejar dinero falso. Volví a llamar, recordando el modo en que Luque, cuando me llevaba de regreso al hotel, se golpeaba las rodillas para instruirme en la cadencia de la llamada, como temiendo que yo olvidara las palabras de un ábrete Sésamo. Pero yo miraba la puerta cerrada del almacén escuchando como una voz conocida toda la hondura del silencio y sabía que era inútil llamar por tercera vez porque no había nadie en el interior de la casa. Reconozco en seguida las casas vacías, las miradas sin misterio, los teléfonos que no van a sonar.

Encendí una cerilla. El edificio parecía llevar un siglo abandonado, pero la puerta tenía una cerradura nueva. La tanteé con una lima de uñas, procurando que el ruido fuera apenas un rumor de carcoma. Pero si Andrade estaba dentro me oiría, habría oído mi llamada y estaría esperando, inmóvil, conteniendo la respiración, la mano húmeda de sudor cerrada en torno a la culata de un revólver, si es que lo tenía, o un cuchillo, algo duro y pesado que iría levantando sobre su cabeza a medida que el ruido en la cerradura fuera más discernible. Pero yo sabía que no estaba. Lo sabía como sabe un ciego que es de noche y que se ha quedado solo en mitad de una plaza. Sólo un pestillo mantenía cerrada la puerta. Usé para forzarlo con extremada suavidad una pequeña lámina de metal que llevaba siempre conmigo como un vago amuleto. Ábrete Sésamo, dije, imaginando que Luque me miraba, que a los dos lados de la puerta Andrade y yo deslizábamos al mismo tiempo el pestillo sobre su montura. También los goznes habían sido engrasados muy poco tiempo atrás. Antes de que la segunda cerilla me quemara los dedos miré un instante el espacio que se abría silenciosamente ante mí: una pared donde se amontonaban grandes televisores en desuso, una escalera de caracol, y en el suelo polvo y hojas de periódicos, esparcidas tal vez para que su ruido denunciara los pasos cautos de un intruso. Cuando cerré la puerta me circundó una oscuridad sin fisuras.

Permanecí unos segundos como disuelto en ella, sin que mis pupilas pudieran discernir ni siquiera esas fosforescencias que vemos moverse tras los párpados cerrados. No había cosas cercanas que pudieran tocarse, ni otro sonido que el de los trenes, más lejano que el mar, ni tampoco presencia alguna, ni la mía, inmovilizada en la sombra, en la mitad de un gesto que no podría concluir sin que crujieran mis zapatos. Tanteé buscando la pared y mis manos sólo rozaban el vacío. Tuve de pronto la certeza espantosa de que estaba parado en el filo de un pozo. Encendí otra cerilla: mi cara me sobresaltó en un espejo como la visión de la cabeza de un degollado. En un relámpago me acordé de algo que había leído casualmente en el avión para distraer el tedio del viaje: cuando han caído en el cesto, las cabezas de los guillotinados todavía guardan la conciencia, mueven los labios y los párpados y tienen una mirada última de inteligencia y desesperación. Hice girar en vano la llave de la luz eléctrica. Quemándome otra vez los dedos avancé hasta la escalera de caracol, que se tambaleó bajo mi peso. En el piso de arriba vi los anaqueles vacíos, las columnas de hierro, el mostrador donde estaba la lámpara de carburo. El cristal todavía quemaba cuando lo toqué.

6

Minutos antes, al empujar el pestillo, había sentido que una fracción mínima de espacio me separaba de Andrade. Al tocar la lámpara y oler el humo tibio y reciente de tabaco sentí que una fracción imperceptible de tiempo separaba mi llegada y su huida, mi presencia y la suya. Había otra manera de salir del almacén, y ellos no me avisaron, o tal vez era mentira la intuición de la proximidad de Andrade, que no pudo verme venir, porque el anuncio de máquinas de coser y los tablones hincados en los marcos tapiaban todas las ventanas. Pero era cierto que el cristal de la lámpara estaba caliente y que en el aire duraba el humo del tabaco. ¿Había salido por casualidad, en un acceso de impaciencia, para comprar comida o respirar temerariamente el aire libre de las calles? Debajo del mostrador vi latas de conservas y un cartón intacto de cigarrillos ingleses. También vi las esposas en un rincón del cuarto de baño, ocultas bajo una toalla sucia. Las acerqué a la luz sin descubrir señales de que hubieran sido forzadas. Pero si él sabía que las esposas estaban abiertas, ¿por qué las trajo aquí, por qué se arriesgó a llevar las manos atadas y no las tiró mucho antes, cuando los guardias le perdieron el rastro? El azar y la premeditación se parecían como un hombre y su doble: un furgón policial con la puerta entornada, un apagón que oscurece la mitad de Madrid, los policías extraviados en el tumulto de las sombras, las esposas que calculadamente o por descuido alguien se olvidó de cerrar. Y de pronto él huyendo con las manos atadas, desfigurado por los golpes, sangrando todavía, porque las manchas que vi sobre la almohada eran huellas evidentes de sangre.

Con la lámpara de carburo en la mano yo deambulaba entre los residuos menores de su vida de los últimos días, sin lograr que su figura posible, lo que sabía de él, se perfilara ante mí hasta convertirse no en el cuerpo contra el que debía disparar, sino en un hombre dotado de respiración y de mirada, de deseo y de miedo. Era, como yo mismo en los espejos, un fantasma de otro, una existencia conjetural y perdida, y por eso me obstinaba en recapitular sus actos, en ver las mismas cosas que él había visto, el reloj parado, los anaqueles de madera, la plancha metálica que cegaba los balcones y vibraba con el viento. Nunca la luz del día ni la tiniebla azul de los cielos nocturnos que se prolongaban más allá de los cables y los cobertizos de la estación como un horizonte marítimo: sólo la llama de la lámpara y las paredes de ladrillo rojizo gangrenadas por la humedad y el vapor antiguo de los trenes, las horas muertas y los días sin principio ni fin, encerrado, esperando con pasividad culpable que la llegada de alguien iniciara el episodio próximo de su vileza.

La fatiga de tantos viajes sucesivos me daba la sensación de asistir a un sueño que sólo parcialmente me pertenecía. Por eso, cuando me senté en la cama y hojeé al azar una de las novelas que él había estado leyendo tardó un poco en asombrarme el nombre de quien las escribió. Aún no me daba cuenta de en qué medida se me volvía inflexible la lógica del tiempo: una traición, Walter, Rebeca Osorio. Recordé una máxima que había leído no sabía dónde, una advertencia: Don't play the game of time. Pero no era posible que esas cosas sucedieran, que el nombre de Rebeca Osorio aún durara en el mundo, bello y falso, anacrónico, sobrevivido en aquellas novelas y en aquel lugar inexplicable únicamente para que yo lo viera. Las estuve mirando, tocando despacio el papel gastado y amarillo en que fueron impresas, notando el olor a polvo en el que parecían concentrarse todos los olores y todo el abandono del almacén, olores ligeramente corruptos, a madera pulverizada por la carcoma, igual que el papel, a humo de carbón y a ladrillo húmedo. Que alguien las hubiera llevado allí y que Andrade las hubiera leído eran hechos casuales que sólo cuando yo las vi adquirieron una amenaza de destino. En todas las portadas, aunque en diferentes posiciones y con trajes de épocas distintas, un hombre alto y joven que se parecía aproximadamente a Laurence Olivier abrazaba con castidad y vigor a una muchacha muy parecida siempre a Joan Fontaine. Las recogí del suelo, una tras otra, alisando sus páginas dobladas, limpiándolas de ceniza, las ordené sobre el mostrador a la luz del carburo y fui leyendo y recordando sus títulos. Pero algunas habían perdido ya las cubiertas, y las esquinas de las páginas se habían gastado por el uso, por el abandono de tantos años en los mostradores de las librerías de viejo y en los puestos callejeros de novelas de alquiler. Imaginé a Andrade leyéndolas de día o de noche tirado en el camastro, sin fuerzas para levantarse -todo el suelo a su alrededor estaba sucio de ceniza y colillas, y había incluso latas medio vacías de conservas usadas como ceniceros-, leyéndolas y desdeñándolas, volviendo a ellas cuando el insomnio y la noche no se terminaran. Vi escrito y repetido el nombre de Rebeca Osorio y supe sin excusa que tenía que irme y que si me daba prisa y volvía al aeropuerto a tiempo de tomar un avión hacia Inglaterra o hacia cualquier otro país aún tendría la oportunidad de salvarme de algo, no del crimen ni de la amenaza de la policía, sino de mí mismo y de la recobrada pesadumbre que venía cercándome desde que anduve bajo las bóvedas de la estación y por los turbios bares de sus cercanías. El desasosiego de tanto viajar y no dormir, el malestar y la extrañeza que me habían inquietado en el aeropuerto de Florencia, se precisaban ahora en las vanas novelas escritas tantos años atrás por Rebeca Osorio y en la perduración de su nombre, y me parecía que el tiempo estaba invirtiendo gradualmente su curso para traerme indeseados despojos de las cosas de entonces, ese nombre, la oscuridad de una noche duplicada, el recuerdo de otra persecución y de otro renegado a quien yo maté sabiendo que al hacerlo le amputaba a ella la mitad de su vida.