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La decisión de irme devolvió a mi conciencia un coraje ilusorio, como el que nota quien resuelve abandonar un vicio. Dejaría la pistola en el mismo lugar donde la había encontrado y pasaría la noche en ese hotel cercano al aeropuerto. Una cena tranquila, una copa en la habitación, tal vez una llamada de teléfono a Inglaterra. Me sentí ágil otra vez, con los sentidos alerta, con ese impulso de libertad que me exaltaba siempre que me disponía a marcharme de una ciudad o de un país. En toda llegada hay un instante de incertidumbre o de tristeza: marcharse es un duradero arrebato de felicidad. Estaba mirando cuidadosamente el almacén para asegurarme de que lo dejaba todo igual que lo había encontrado -incluso repetí con exactitud el desorden de las novelas tiradas junto a la cama- cuando advertí que al fondo, detrás del mostrador, una cortina se movía despacio, con un rumor semejante al de las hojas de un árbol. Rígido como un maniquí, Andrade podía estar al otro lado espiándome. Avancé sin ruido hacia la cortina, sosteniendo la lámpara, que al moverse hacía que se desplazaran hacia atrás las sombras de las cosas. La levanté: no vi nada más que una oquedad vacía, forrada con hojas amarillas de periódicos. Justo entonces oí que alguien estaba abriendo sin cautela la puerta del almacén.

Cerré la espita de la lámpara y retrocedí hasta apoyar la espalda en la pared. Unos pasos muy lentos ascendían por la escalera de caracol. Dejé de oírlos cuando un tren pasó estremeciendo los muros de la casa. Cuando se hizo el silencio los pasos sonaron muy cerca de mí, mucho más pesados y lentos, haciendo crujir las hojas de periódicos. Un círculo de luz se proyectó en la cortina tras la que yo me escondía y la cruzó velozmente. Escuché una respiración tan oscura y tan próxima que por un momento la confundí con la mía. Al cabo de uno o dos minutos de inmovilidad y silencio me atreví a apartar ligeramente la cortina con los dedos. Un hombre grande y ancho, con gafas, con un traje marrón, estaba sentado en el camastro, sin hacer nada, dedicado tal vez al acto difícil de la respiración, fumando, sin quitarse el cigarrillo de la boca. Había posado verticalmente la linterna ante sí, y su luz era una pantalla cónica de gasa que me impedía distinguir los rasgos de su cara. Sólo veía el brillo vago de sus gafas y la brasa púrpura del cigarrillo, que se avivaba y desaparecía con una regularidad de mecanismo automático. No era Andrade, desde luego, era mucho más gordo y más lento, no podía serlo por más que hubiera cambiado desde que le hicieron la foto que yo guardaba en mi cartera. Pero en él había algo que me parecía remotamente familiar, algo escondido en sus gestos fatigosos y en su manera de morder el cigarrillo. Miraba la almohada, las novelas, las latas llenas de colillas, pero no enfocaba sobre ellas la linterna, que se volcó en el suelo sin que él la levantara y agrandó su figura y las sombras que desfiguraban su rostro. Se movía con un aire como de tedio invencible, como si estuviera sentado en una sala de espera. Se puso en pie jadeando y luego tuvo que inclinarse otra vez para recobrar la linterna, y en ningún momento, aunque parecía asfixiarse, se quitó el cigarrillo de la boca.

No era la primera vez que visitaba el almacén. Miraba los objetos como enumerándolos, como si comprobara que cada uno ocupaba su exacto lugar. Temí que echara en falta la lámpara de carburo, que después de tantos minutos de sostenerla inmóvil ya me pesaba intolerablemente. Había algo muy raro en él, en su manera de usar la linterna. La hacía girar con ademanes arbitrarios, la olvidaba sobre el mostrador, y le daba la espalda, y cuando volvía la cara hacia su luz yo sospechaba con un escalofrío que me estaba viendo a través de la cortina. Antes de encender un cigarrillo se sacudía de las solapas la ceniza del que acababa de tirar. Alumbrada unos segundos por el mechero su cara parecía contraerse en una sonrisa búdica. Volvió a sentarse, ahora de espaldas a mí, apagó la linterna. Pensé de nuevo en los gestos de un hombre que se aburre en una sala de espera. Oí cerrarse las puertas de un automóvil y entendí que eso estaba haciendo éclass="underline" esperaba, y prefería hacerlo en la oscuridad.

Sonaron pasos abajo, luego en los peldaños metálicos de la escalera circular. El hombre gordo encendió de golpe la linterna y alumbró certeramente un rostro, una cabeza amarilla y como degollada por la circunferencia de la luz.

– La he traído -dijo la cabeza, que sonreía con una boca abierta y roja.

– Que suba -la voz del hombre que me daba la espalda sonó como una emanación de la oscuridad, lóbrega y ligeramente húmeda, extinguida al instante, sin entonación ni resonancia. Pero tal vez era que de no moverme y de contener la respiración hasta el límite, como si me mantuviera bajo el agua, yo empezaba a percibirlo todo con un relumbre de alucinación que distorsionaba las voces y los rostros igual que la aguja demasiado lenta de un gramófono desfigura una canción usual y la vuelve extraña y casi amenazante. Porque la sensación de familiaridad se me volvía más intensa y también más inexplicable: yo había estado alguna vez allí, yo conocía a esos hombres, yo sabía lo que iba a suceder cuando de la escalera de caracol emergiera de nuevo esa cara amarilla.

Oí otros pasos, unas voces que murmuraban abajo. La linterna estaba alumbrando un círculo vacío. Antes de que se apagara, durante una fracción de segundo, vi una cara de mujer.

Apreté los dientes y los párpados para que la presión que me aplastaba las sienes no me privara del conocimiento. Era como estar sumergido en las aguas densas y oscuras de un pozo. Ahora, gracias a una inconcebible dilatación del oído, escuchaba dos respiraciones distintas, la una frente a la otra, las dos minuciosamente rodeadas por los rumores de la oscuridad, por el peso de los cuerpos sobre el suelo de tablas, por la carcoma, por el crujido de la débil armazón de la casa. El hombre respiraba muy fuerte por la nariz, aplastando con su cuerpo los muelles del camastro. La mujer tenía miedo, y yo notaba en mi garganta asfixiada la voz que no podía salir de la suya. Casi veía su cara iluminada por la lumbre del cigarrillo que estaba ardiendo ante ella.

– ¿Quién está ahí? -escuché que decía: temblé como si la pregunta me aludiera.

– De modo que se ha ido -la voz del hombre tardó en hablar, sin contestarle-. Pero no hace mucho que se fue.

– Quién es -oí que la mujer daba unos pasos y que se detenía, jadeando de miedo-. Quién está ahí.

– No te conviene saberlo -dijo el hombre-. Acércate. No tengas miedo.

– No veo nada -la mujer dio uno o dos pasos, rozando con las suelas de sus zapatos el piso de madera, y ese lento sonido y el de su respiración se confundían-. Por qué no enciende la luz.

– No hace falta. Ya sabes dónde estoy. Aquí, donde se tiende él. Imagínate que has venido a verlo. Extiende la mano. Un poco más. Así. Deja que yo te guíe. Más cerca. No te quedes de pie. Pero por qué tiemblas. Tienes las manos frías. No, no te muevas, quédate así. No voy a hacerte nada. No voy a preguntarte nada.

No era una voz, era un lento murmullo y un silbido que se deslizaba tras la arritmia azarosa de las respiraciones, como un reptil moviéndose entre la maleza, agudo a veces y quebrándose, cercano y húmedo, igual que una lengua o una mano caliente que tantea y araña, y las palabras sin énfasis y sin fisuras de silencio se unían entre sí en una larga cinta que inoculaba la somnolencia y el miedo. No era una voz, era el tacto y el polvo detenido en una tela de araña, y mientras yo la oía y quería seguirla notaba en torno a ella el deslizamiento de los cuerpos y de las respiraciones, creciendo cada una con tonalidades distintas, la del hombre cada vez más perentoria y más oscura, la de ella en un jadeo que se parecía a un llanto seco, a un quejido de humillación y dolor, porque yo ahora sabía que su nariz y su boca estaban escondiéndose en la tela ingrata de la almohada, y que cerraba los ojos, como si pudiera eludir la oscuridad que vería al mantenerlos abiertos. Yo no veía nada y lo escuchaba todo, hasta los movimientos de las manos, las manos del hombre que indagaban con terminante precisión en las ropas de ella, en las cremalleras, en los broches del sostén y las medias, en la hendidura tibia de los muslos cerrados, y cuanto más hondo averiguaba que él estaba rozando con sus blandas manos de fiebre más convulsa y más aguda se volvía su respiración, y más ahogadas sus palabras, que tal vez ni él mismo oía, rígido, imaginé, rígido y gordo sobre ella, envolviéndola en el vaho a tabaco y saliva de su aliento, no acariciándola, sino examinándola como un médico sucio. Pasó un tren y la riada de su estrépito arrastró consigo todos los sonidos, y hubo un instante, mientras todo temblaba, en que un breve resplandor se filtró por las rendijas de los postigos clausurados. La cama estaba sólo a unos pasos de mí, y sobre ella el hombre y la mujer eran un bulto más oscuro que las otras sombras, no dos cuerpos unidos, sino una presencia cenagosa sin perfiles visibles, algo que respiraba y casi no se movía y que yo habría podido tocar extendiendo la mano. Oí un chillido corto y agudo de ella, como si le hincaran algo muy punzante, y luego la voz del hombre pareció sollozar, y las respiraciones se amansaron. El hombre se puso en pie y se apartó de la cama para encender un cigarrillo. Olí el humo y la gasolina del mechero y vi que ella se sentaba y permanecía quieta, jadeando.