Miraba al frente, hacia mí, pero no podía estarme viendo, miraba con obstinación de desafío hacia el palco donde brillaba el punto rojo de un cigarrillo, y entonces recordé la respiración y las palabras del hombre, canta para mí, vístete y desnúdate para mí, y pensé que todos los gestos que ella hacía eran un reto y una inmolación. Dejó de cantar, calló el piano, los golpes secos y hondos del bongó cobraron una súbita velocidad de redoble, luego las manos de palmas blancas se aplastaron sobre la piel tensada para detener toda resonancia. Tras el silencio, cuando ella, que había echado la cabeza hacia atrás, volvió a moverse, cuando los golpes comenzaron suavemente otra vez, fue como oír un corazón: el mío, no conmovido durante tantos años que ahora estaba latiendo con cuchilladas de dolor, el de Andrade, que venía aquí cada noche para morirse de deseo y de celos, el de ese hombre que fumaba y miraba, que mantenía encendido su cigarrillo en la oscuridad como una pupila fija e insomne. La exaltación y la vergüenza se estaban consumando ante mí al ritmo hirviente del bongó, que parecía golpear a la muchacha como a un boxeador débil, descoyuntándola, arrojándola de rodillas al suelo, imponiéndole metódicamente los movimientos sincopados de una danza en la que se iba desnudando como si se desgarrara a sí misma, los largos guantes, uno tras otro, los tirantes del vestido, el raso negro que descendió hasta su cintura y luego cayó a sus pies como una materia líquida y reluciente, como un charco de mercurio del que emergió desnuda, con la cara baja y tapada por el pelo, con las manos cruzadas sobre el vientre, jadeando no de fatiga, sino de rencor, desvanecida al cabo de un segundo en las tinieblas y el silencio igual que el brillo de un relámpago.
Cuando sonó un aplauso amortiguado por la parálisis unánime del deslumbramiento y se encendieron otra vez en las mesas las pequeñas lámparas azules miré a mi alrededor como si despertara buscando los residuos de un sueño. Pero el gran foco circular iluminaba ahora un espacio vacío, unas cortinas recién estremecidas. Las del palco habían vuelto a cerrarse. Yo quería desesperadamente comprobar que era verdad lo que habían visto mis ojos y me daba miedo la posibilidad de no seguir siendo engañado si hacía algo para averiguarlo. Me puse en pie, tan entumecido como cuando salí del almacén, me abrí paso entre las sombras de los bebedores, buscando la entrada de los camerinos. Crucé un pasillo entre altas pilas de cajas de botellas que estaba iluminado por una bombilla roja. Al final había una puerta cerrada, y sobre ella una tarjeta con un nombre escrito a máquina: Srta. Osorio. La abrí y ella estaba de espaldas, sentada frente a un espejo. Pero antes de mirarla a la cara comprendí que cuando lo hiciera ya no la reconocería.
8
Podría haber cerrado de nuevo, murmurando una disculpa, como el que advierte que acaba de abrir una puerta equivocada, pero mis actos, desde que llegué a Madrid, precedían a las decisiones de mi voluntad, y antes de verla a ella -me temblaban ligeramente las manos como a un alcohólico apresando entre los dedos la primera copa y no me atrevía a enfrentarme a su cara- vi mi estupor en el espejo, mi pelo gris, mis facciones desfiguradas por las malas noches de hotel y la soledad de los viajes. Me pareció que llevaba años sin mirarme a mí mismo y que sólo ahora percibía con una claridad sin misericordia los efectos del tiempo. En nada me distinguía ahora de los otros, los que iban a esconderse después de medianoche tras la persiana metálica de la boîte Tabú y pagaban un precio por mirar desde la impunidad de la penumbra a una mujer cegada por la luz y fortalecida por el desprecio que se quedaba desnuda ante ellos durante dos o tres segundos, el tiempo justo para que no pudieran estar seguros de haber visto su cuerpo y no un fantasma de la imaginación. Cuando entré en el camerino la muchacha se había vuelto rápidamente hacia mí, pero no era yo quien ella esperaba o quien temía que viniera, y me dio la espalda con un gesto de decepción y de hastío, mirándome ahora en el espejo, mientras se pintaba los labios, viéndome tal vez como me había visto yo mismo, con la crueldad añadida de su juventud, porque no tenía más de veinte años. El maquillaje y el peinado la hacían mayor, pero no demasiado, era la premeditada luz del escenario la razón del prodigio. Seguía siendo casi idéntica a Rebeca Osorio, pero ya no era ella, sino un borrador inexacto que acaso confirmaría o desharía el tiempo cuando los rasgos de su cara llegasen a ser definitivos. Ahora, más de cerca, pasada la primera ofuscación del asombro y desbaratado el espejismo, me era posible precisar en qué se parecían, aislar, como los componentes fatales de un veneno, las líneas que me habían soliviantado en ese rostro. La nariz era igual, y la boca, y los ojos. Sobre todo el fulgor y la transparencia de los ojos mirándome en el cristal como a través de toda la vacía extensión del pasado, como si aquella cara que tanto se parecía a la suya no fuera sino una máscara en la que brillaban las pupilas vivientes de Rebeca Osorio y sólo ellas me reconocieran, su mirada sin cuerpo.
Me preguntó con indiferencia quién era. Dijo que al público no le estaba permitido entrar en los camerinos. Inclinada, muy cerca del espejo, se pintaba los labios, y parecía que sólo muy parcialmente notaba mi presencia. Tardé en hablar. Me lo impedía la sensación de verme como ella estaba imaginándome, un testigo codicioso y venal. Entonces vi sobre el tocador, entre polveras y botes de maquillaje, una novela de Rebeca Osorio, tan maltratada como las que leía Andrade en el almacén.
– Soy amigo de Andrade -dije-. Le he traído algo de París.
Siguió pintándose, absorta en el espejo, sin mirarme abiertamente, sin decir nada todavía. Llevaba una bata de seda negra con dibujos de pájaros, y no se la ciñó del todo cuando yo entré. Su cara tan joven contrastaba con aquel peinado que estuvo de moda cuando tal vez ella no había nacido. Miraba como si viera cosas que no estaban delante de sus ojos. Había un punto de fuga en sus pupilas, una expresión de intensidad y vacío, y su presencia y su adivinada desnudez seguían siendo, como en el escenario, una mentira de la penumbra y de la luz, una insomne y desesperada figuración de un deseo ajeno a ella, que ella no advertía y que ni la rozaba.
– Creo que se equivoca -dijo, vuelta hacia mí, con el lápiz de labios en la mano, con la bata tan abierta que casi se le deslizaba de los hombros-. No conozco ese nombre que dice.
Tomé el libro que estaba sobre el tocador y lo esgrimí ante ella. Movió un poco la cabeza hacia él, como un ciego que ha escuchado algo.