– Le ha prestado usted las novelas de Rebeca Osorio, ¿no es cierto? Imagino que ya no son fáciles de encontrar.
– Yo soy Rebeca Osorio.
– ¿Ha escrito usted este libro?
– Pura casualidad. Alguien que se llamaba igual que yo.
– ¿Se llamaba?
– O se llama. Quién sabe.
– ¿Por qué eligió ese nombre?
– No lo elegí. Es el mío.
– Nunca fue el nombre de nadie.
– Ahora sí. Léalo en la puerta cuando salga.
No hacía preguntas. No parecía que le extrañara o que le importara mi presencia. Si me iba probablemente no lo notaría. Estuvo un rato peinándose la melena oscura y rizada -con la raya a la izquierda, como la otra, con el pelo casi tapándole un lado de la cara- y mientras se peinaba permanecía fija en mí, en el espejo, mirándome con un aire abstraído de ironía o compasión. Pensé que no hacía preguntas porque no le eran necesarias para saberlo todo de antemano. El mentiroso brillo de sus ojos ardía helado y azul en medio de la nada, como una lámpara encendida en una casa desierta.
– Tenía una cita con Andrade esta tarde -le dije, espiando en vano algún signo en sus pupilas-. En el almacén. Pero cuando llegué ya no estaba.
– Qué Andrade -imitaba el tono de mi voz-. Qué almacén.
– Cerca de la estación, ¿no se acuerda? -Cuando me llevé la mano al bolsillo de la gabardina retrocedió un poco y tuvo miedo-. Donde usted perdió esto.
Frente a sus ojos, sobre la palma de mi mano, estaba la barra de carmín. Fingió que no la miraba, que no entendía por qué razón se la había enseñado.
– Eso no es mío -dijo, dándome la espalda otra vez, vigilando su propia mirada en el cristal.
– No he dicho que lo sea.
– ¿Dónde lo ha encontrado?
– Si sabe dónde está Andrade dígamelo. Le he traído el pasaporte y el dinero.
Se puso en pie, atándose con negligencia el cinturón de la bata. Me quitó de la mano el lápiz de labios y se lo guardó en un bolsillo sin mirarlo. Su piel tenía una vibrante y despojada blancura, una inmediata sugestión carnal, como si todavía la hirieran las luces públicas del escenario. Me acordé de la mujer a la que había visto bailar en aquel garaje de Florencia.
– Estaba escondido, ¿verdad? Mirando -se irguió ante mí con la misma rabia que la había enaltecido cuando echó hacia atrás la cabeza y se arrancó el vestido negro y lo pisó, unos minutos antes-. Mirando como él. Como todos esos de ahí afuera.
– Tenía una cita con Andrade. Si ellos lo encuentran antes que yo volverán a detenerlo. Y esta vez ya no podrá escaparse.
Tenía la boca entreabierta, húmeda de carmín, contraída por el desprecio, y sus pupilas transparentes e inmóviles me miraban como si su sola fijeza pudiera discernir en mis ojos la mentira que mis palabras le ocultaban, desafiándome a un duelo de silencio.
– Le prometieron que vendría alguien -se le quebró levemente la voz y pareció que se rendía-. Pero nadie llegaba, y esa gente buscándolo, ese hombre que fuma. Usted dice que ha venido a ayudarle. Lo mismo dice él. Todos le quieren ayudar y lo que están haciendo es ayudarle a morirse. Está enfermo. Se le infectaron las heridas de las muñecas. No sé dónde habrá ido.
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
– Anoche. Deliraba de fiebre.
– ¿Estaba en el almacén?
– Tenía miedo. Sabía que iban a encontrarlo.
– La siguieron a usted.
– No me siguieron -habló como si desmintiera una calumnia-. No les hacía falta. Yo creo que siempre supieron dónde estaba.
– ¿Ahora también lo saben?
No llegó a contestarme. Oímos unos pasos que se detuvieron al otro lado de la puerta. Ella me hizo una señal para que me apartase y se quedó mirándola en el espejo, esperando que se abriera. Desde donde yo estaba no pude ver la cara del hombre que se asomó a ella sin pasar del umbral, pero reconocí su voz. «Están esperándote», dijo, «no tardes». Hablaba con una entonación imperiosa y vulgar, y yo imaginé que antes de cerrar la puerta sonreiría con su boca grande y rajada, con sus pequeños ojos animales. Cuando los pasos dejaron de oírse quise acercarme otra vez a ella, pero me rechazó con un gesto, llevándose el dedo índice a los labios. El miedo volvía más helada y azul la transparencia de sus ojos, la dejaba vulnerada e inerte, como la revelación de una desgracia. Ella, la falsa Rebeca Osorio, era más joven y también más débil que la otra y estaba hecha misteriosamente de deseo y de espanto, y cualquier cosa, una palabra, unos golpes en la puerta, podía borrarla igual que las luces del escenario al apagarse.
– Tengo que irme -dijo. Hablaba como si yo ya no estuviera en el camerino.
– ¿Saldrá a cantar otra vez?
– No -me dio la espalda, vi que la bata se abría y en un instante se quedó desnuda-. Ahora no tengo que cantar.
No la miré mientras se vestía. Oí el roce de la tela sobre la piel y noté fugazmente, más hondo que el perfume que usaba, el olor secreto de su cuerpo. Tal vez lo que desconocía de ella era una parte de Rebeca Osorio que en otro tiempo no me atreví a imaginar o no quise saber que existía: tal vez el pudor y el respeto no fueran siempre convicciones sagradas, sino ardides discretamente innobles para eludir la cobardía.
– ¿Qué hace? -dijo la muchacha. Su voz tenía un tono de burla. Levanté los ojos y se estaba subiendo con dificultad la cremallera de un vestido azul oscuro.
– No mirarla.
– Antes pagó para mirarme -parecía que al vestirse y maquillarse otra vez se hubiera liberado del miedo. No le contesté. Se dio una sombra de polvo rosa en los pómulos y ordenó su melena con uno o dos gestos veloces. Esos dedos de uñas rojas moviéndose, como los de Rebeca Osorio sobre el alto teclado de la máquina de escribir.
– No salga todavía -me dijo, examinando el pasillo, donde no había nadie-. Espere a que yo me haya ido.
Cuando ya se marchaba la sujeté de la muñeca. Sus huesos eran insospechadamente frágiles. En cuanto la toqué cesó en ella toda resistencia. Permaneció a mi lado, mirándome, con la boca entreabierta, como si no tuviera voluntad, sólo una vana desesperación de sonámbula. Le mostré el pasaporte de Andrade, abriéndolo por la página donde estaba la fotografía. Una cara asustada, con las pálidas mejillas sombreadas de barba, como en una ficha policial.
– Ya ve que no le miento -dije-. Si quiere que se salve ayúdeme a averiguar dónde está.
– Quién me dice que no es otra trampa -intentaba desasirse de la presión de mi mano-. No sé quién es usted.
La solté y me di cuenta de que le había hecho daño en la muñeca. Cerré otra vez la puerta y se apoyó en ella como temiendo que yo fuera a pegarle. Desde tan cerca el color de sus ojos tenía una claridad de abismo. Veía en ellos duplicada mi cara, diminuta y convexa, perdida en esa conciencia que era imposible traspasar y que tal vez no se me rendiría nunca.
– Si no deja que me vaya entrarán a buscarme.
– Esperaré a que vuelva.
– Ya no volveré esta noche.
– Dígame dónde puedo esperarla. Iré detrás de usted si no me lo dice -al hablarle notaba en mis palabras un recobrado privilegio, el de la determinación y la crueldad.
– Puedo engañarlo.
– Si le importa Andrade no lo hará. Tengo su pasaporte y su dinero.
– Démelos a mí.
– Yo cumplo órdenes. No se los puedo entregar a nadie más que a él.
Con un ademán de huida se acercó al tocador y buscó algo en los cajones. Oí el tintineo de un juego de llaves que brillaron luego en la palma de su mano. Me las guardé, seguí esperando mientras ella escribía rápidamente sobre un trozo de papel con un lápiz de ojos que humedeció en sus labios.
– El vivía en esa dirección antes de que lo detuvieran -me dijo, recogiendo su bolso con un gesto terminante-. Algunas veces nos encontrábamos allí. Es un barrio nuevo. Está muy lejos y la mayoría de los taxistas no saben llegar. Pero le he apuntado el nombre de la estación del Metro más próxima. Le servirá para orientarse. Tenga paciencia. Puede que tarde mucho.
– La esperaré -dije, pero ya se había ido, dejando en el aire un breve revuelo de perfume.
Cuando volví a la sala ya estaban cerradas las cortinas del escenario y sólo quedaban entre las mesas vacías algunos bebedores contumaces que se inclinaban como decapitados sobre los escotes y los blandos pechos de unas pocas mujeres embotadas de fatiga y de sueño. Abolida la penumbra, bajo la plana luz amarilla que anunciaba inapelablemente el final de la noche en la boîte Tabú, los rostros y las cosas tenían un hosco relieve de trivialidad y fracaso. Sentado tras la barra, el hombre de la espalda torcida manejaba una ampulosa máquina registradora. Inútilmente deseé que no me viera. Sorteando con dificultad el desorden de las mesas vino hacia mí y echó a andar a mi lado como un anfitrión dispuesto a acompañar hasta la calle a un huésped relevante. Sus palabras sonaban como humedecidas en saliva.